Opinión
No se sale de la 4T invocando lo que la creó
El corrimiento derechista finisecular provocó el ensanchamiento de la brecha entre ricos y pobres. Pero la desigualdad creció y al mismo tiempo internet democratizó el conocimiento o, mejor dicho, la visibilidad social.Tras el derrumbe del socialismo real, a finales de los ochenta del siglo pasado, el mundo se derechizó. El recuerdo de la Gran Depresión y el miedo al contagio comunista se desvanecieron y el establishment capitalista impuso sutilmente nuevas condiciones: la socialdemocracia, para ganarse el derecho a continuar en el banquete de la modernidad, debía abandonar el menguante consenso keynesiano, suscribir el consenso neoliberal con todo y la reivindicación de Hayek et al y relegar su compromiso con el Estado de bienestar. Así ocurrió. Los partidos socialdemócratas que lograron ganar elecciones en Europa –el Laborismo en Gran Bretaña, por ejemplo– adoptaron previamente políticas económicas muy parecidas a las de sus contrapartes conservadoras. Abrazaron la privatización y la fiscalización regresiva y el espectro político experimentó una aglomeración partidaria en el espacio de centro-derecha y un vacío en el espacio de centro-izquierda.
El corrimiento derechista finisecular provocó el ensanchamiento de la brecha entre ricos y pobres. Pero la desigualdad creció y al mismo tiempo internet democratizó el conocimiento o, mejor dicho, la visibilidad social. Esa paradoja de la globalización –concentración de la riqueza y redistribución de la información– resultó explosiva. Los muchos que tienen y deciden poco ya sabían lo suficiente para indignarse ante los pocos que tienen y deciden mucho. Ese fenómeno propició el empoderamiento del populismo. Los representantes políticos de las distintas persuasiones ideológicas entablaron una suerte de amasiato con las élites empresariales y dejaron a la deriva a su base electoral. Nació así la crisis de la democracia representativa, que fue aprovechada por líderes carismáticos para desatar una oleada populista en el mundo.
México no fue la excepción. Después de siete décadas de gobiernos autoritarios y corruptos que el paréntesis de la transición democrática no pudo erradicar, y con la memoria fresca del saqueo sufrido durante el sexenio 2012-2018, Andrés Manuel López Obrador llegó al poder montado en el enojo popular. El repudio de los mexicanos a las corruptelas del priñanietismo y la irritación de las masas por el declive del poder adquisitivo provocado entre otras cosas por la congelación del salario mínimo, que durante siete lustros se mantuvo por debajo de la inflación, fue tierra fértil para el discurso obradorista de la “cuarta transformación”. AMLO tocó dos fibras sensibles de la población –corrupción y pobreza– y arrasó en la elección presidencial. El neoliberalismo corrompió y empobreció al pueblo, sentenció, y él lo redimiría. La 4T le devolvería lo que sus predecesores le robaron.
Los críticos del obradorismo sabemos hoy que sólo cumplió una de sus dos grandes promesas, pues realmente no hubo combate a la corrupción. Pero mal haríamos en negar el hecho de que el diagnóstico de AMLO en el rubro de la pobreza –diagnóstico compartido por muchas personas de diversas ideologías, por cierto– era correcto, aunque algunos discrepen en la prescripción de sus programas sociales. Se necesita estar ciego para no ver que la política socioeconómica implantada en México en las últimas décadas mantuvo a la mayoría en una precariedad que, naturalmente, se asocia en el imaginario colectivo a la corrupción. La nuestra es una sociedad con demasiados rezagos y carencias que producen condiciones de vida intolerables para millones de personas. Por más que la narrativa machacona de las conferencias mañaneras haya estado cargada de invectivas y haya generado anticuerpos en sus adversarios, su arenga partía de una realidad insoslayable.
Digo esto a propósito del extravío de la oposición mexicana. Surgen ahora grupos, de cara a las elecciones de 2030, que invocan la receta neoliberal que fue caldo de cultivo para Morena. Es imperativo recordar de dónde venimos, cuáles fueron las circunstancias de marginación y desigualdad que tantos votos le dieron y le siguen dando al morenismo. Y es que uno de los peores daños que AMLO le hizo a México fue la polarización, la falaz idea de que sólo hay dos bandos, los “liberales” buenos y los “conservadores” malos, y que su proyecto de nación representaba todos los afanes “justicieros”. Esa monserga no sólo se la creyeron sus partidarios; se la tragaron bastantes opositores de clase media que concluyeron que no existe ninguna otra opción “progresista” que la que él representó. Hay quienes piensan, incluso, que la 4T representó a la socialdemocracia. ¡Por Dios!
Lo que aplicó López Obrador durante seis años fue una agenda populista pura y dura. Nada, absolutamente nada de ello tiene que ver con un ideario socialdemócrata. En vez de crear un sistema universal de salud pública como los que existen en Dinamarca y en otros países europeos, dilapidó el presupuesto en un engendro llamado INSABI que cerró al poco tiempo de haberlo creado. En lugar de elevar la calidad de la educación pública, la ideologizó. Sus programas sociales, necesarios sin duda, no incluyeron la capacitación para dar a la gente habilidades y destrezas: se quedaron en el clientelismo. Peor aún, lejos de culminar la transición mexicana, emprendió un retroceso al autoritarismo del viejo PRI. La socialdemocracia se sustenta ante todo en la pluralidad democrática, en instituciones sólidas y no en voluntarismos. ¿AMLO socialdemócrata? No me hagan reír.
No, la disyuntiva no es capitalismo salvaje o marxismo, ni populismo de izquierda o de derecha. Lo que menos necesitamos es un Trump mexicano. Existe un justo medio que concilia las libertades individuales y la justicia social. Esto es lo que México requiere y, de hecho, lo que el planeta pide a gritos para salir de la negra noche populista. Un modelo que recoja la esencia de los regímenes socialdemócratas que se dieron en “la treintena gloriosa”, la época dorada de Europa que va de 1945 a 1975 y que forjó las sociedades más libres y justas que ha visto la humanidad. Y no se trata de recrear el pasado sino de retomar el espíritu de aquella era para crear un mejor futuro.
Cierro con unas líneas que escribí en las conclusiones de mi libro La cuarta socialdemocracia (Catarata, Madrid, 2015): “No es el Estado el enemigo de la libertad ni la propiedad la causante del sojuzgamiento. La raíz de los males del individuo y de la sociedad es el afán de dominio excesivo, y ni dominar a los demás ni excederse es inherente a un sistema económico u otro: es una tentación humana que se da con déspotas públicos o con propietarios privados. El desafío es fragmentar y distribuir la capacidad de mandar sobre los demás y crear las condiciones para que sea inconveniente volver a concentrarla”. Isocracia, pues, que presupone los equilibrios de la democracia y de la justicia. O, como suelo repetir, hay que construir nuestra casa común con un piso de bienestar que detenga la caída de los débiles, un techo de legalidad que impida la fuga de los poderosos y cuatro paredes de cohesión social que mantengan unida a nuestra nación.
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Texto de Opinión publicado en la edición 28 de la revista Proceso, correspondiente a octubre de 2025, cuyo ejemplar digital puede adquirirse en este enlace.