Palestino-mexicanos: dos patrias, un corazón dividido
Medio centenar de mexicanos viven repartidos en Cisjordania, fundamentalmente en los alrededores de Jerusalén y en la región de Belén. Como todos, sufren los rigores cotidianos de la ocupación israelí y enfrentan la permanente hostilidad de su ejército. Sus vidas diarias, sus exilios y nostalgias permitirían escribir un libro. Viajeros, cultos, emprendedores, apasionados, comprometidos… Estos palestino-mexicanos viven intensamente entre sus dos patrias.
CISJORDANIA (Proceso).- “Tan cerca y tan lejos”, suspira Fadi Abu Hilal y señala desde la azotea de su casa la emblemática cúpula dorada de la Explanada de las Mezquitas de Jerusalén. Sin controles militares y sin muro de separación, este mexicano-palestino podría acceder al lugar santo musulmán en pocos minutos. Sin embargo, no ha puesto un pie en la mezquita Al-Aqsa desde 2006.
“Los israelíes no me dan permiso porque, según ellos, no tengo nada que hacer en Jerusalén. Lo más grave es que ya no me hace falta ir. Me he acostumbrado. Ellos ganaron”, afirma, resignado, este odontólogo de 32 años.
Fadi Abu Hilal pertenece a la pequeña comunidad mexicana que reside en Palestina y que no llega a 50 personas. Son musulmanes y cristianos, palestinos y mexicanos, comen humus y chile y hablan español con inconfundible acento mexicano, aunque para la mayoría, su lengua materna sea el árabe. Se llaman Issa, Fadi o Jalil pero también Betty, Frida o Jorge y llevan prácticamente toda la vida intentando amansar su nostalgia: la de Palestina cuando vivían en México y la de México ahora que viven en Palestina.
Todos ellos se conocen y se reúnen al menos una vez al año, el 16 de septiembre, para celebrar la fiesta nacional mexicana.
Fadi Abu Hilal, el “doctor Fadi”, como se le conoce en la ciudad de Abu Dis, nació en México, donde su padre representaba a la Organización para la Liberación de Palestina. Vivió 10 años en el Distrito Federal hasta que, a partir de 1993, comenzaron a soplar vientos de esperanza con motivo de los acuerdos de paz de Oslo entre israelíes y palestinos.
Llegó a Abu Dis, la tierra de su padre, en 2000, poco antes de que estallara la Segunda Intifada, un levantamiento que provocó en cinco años la muerte de más de 5 mil palestinos y mil israelíes.
“Tenía 15 años. Al inicio se siente una gran emoción por todo lo que significa el retorno, pero desafortunadamente las cosas uno se las imagina de una manera y al llegar se topa con una realidad distinta”, explica.
Con la Intifada los enfrentamientos entre israelíes y palestinos eran cotidianos y la violencia y el miedo formaron rápidamente parte de la vida diaria de la familia. A poca distancia de la casa comenzó a alzarse el muro de separación que Israel levantó en torno a Cisjordania, argumentando razones de seguridad, a pesar de las críticas internacionales.
Antes de que existiera esa pared de hormigón, Abu Dis y Jerusalén eran casi una sola. En este momento, trayectos que antes se realizaban en 10 minutos toman una hora y media, numerosos vecinos han perdido sus trabajos, actividades simples como ir al colegio o llegar urgentemente a un hospital se convierten en pesadillas cotidianas.
“La Intifada significó eso: vivir en un lugar donde te sientes encarcelado sin estarlo realmente”, resume este mexicano.
Esa sensación de ahogo cotidiano y la falta de expectativas hicieron que Fadi volviera a México para hacer una especialización en cirugía oral y maxilofacial. Hace cuatro años regresó, se casó con Walá, una odontóloga palestina, y recientemente abrió un consultorio privado en una localidad cercana a Abu Dis.
“La mayoría de mi vida la he pasado en México, pero mi casa es aquí. En árabe hay un refrán que dice que el ‘paraíso sin gente no se puede pisar’, que quiere decir que donde está tu gente está tu hogar”, estima.
Fadi Abu Hilal describe las vicisitudes de su día a día con realismo, resignación y pragmatismo. “Somos un pueblo que tiene esperanzas y ambiciones pero también hay que ser realista y pensar qué es lo mejor para nosotros. ¿Voy a arriesgar mi vida por ir a Jerusalén? No”, zanja, sin perder su tono pausado.
Su casa, un pequeño edificio donde viven también sus padres, está cerca de una base militar israelí y a menudo allí hay enfrentamientos entre soldados y manifestantes o simplemente niños envalentonados que deciden lanzar piedras en dirección a los soldados. En el portón de entrada Fadi muestra tres agujeros de bala. “Y una bomba de gas israelí entró hace poco a la sala de mis padres”, explica, señalando una ventana que desde entonces fue enrejada.
El contacto con sus amigos mexicanos es permanente y la cuestión de quedarse o marcharse resulta inevitable. “Pero no quiero cometer el mismo error de los palestinos que se fueron desde 1948, con la esperanza de volver y no pudieron”, opina.
“Solamente palestina”
Ni a Fadi ni al resto de la comunidad mexicana, su pasaporte extranjero les es de mucha ayuda. Sobre todo si ya poseen un documento de residencia palestina que deben mostrar en cada punto de control del ejército israelí.
“Durante algún tiempo viví en Palestina con mi pasaporte mexicano y los soldados israelíes me trataban bien. En cuanto tuve mi residencia palestina todo cambió. Me transformé en una basura para ellos. A veces me siento tratada como un animal. Un militar me dijo una vez: ‘Tira a la basura tu pasaporte porque aquí no te va a servir de nada. Para nosotros eres sólo palestina’”, explica Betty Saadeh, casi al borde de las lágrimas.
Esta mexicano-palestina de 37 años recibe a la corresponsal de Proceso en la representación diplomática mexicana en Palestina, en la ciudad cisjordana de Ramallah, donde trabaja como asistente del embajador a cargo. Esta oficina es una especie de consulado informal que atiende a la pequeña comunidad de mexicanos.
Entre las banderas de México y Palestina, Betty asegura sentirse “en casa”. “Esta oficina es mi segundo hogar, aquí hablo español y me siento en América Latina”, explica.
Betty Saadeh y su familia encarnan perfectamente a los miles de palestinos que tuvieron que abandonar su tierra y volvieron con la esperanza de participar en un proceso de paz y en la construcción de un Estado próspero.
La familia de su abuelo paterno huyó de Belén durante la guerra de 1948, cuando se creó el Estado de Israel. Llegó a México en barco, desde Líbano, y Betty nació en La Paz, Baja California. Parte de la familia regresó en los noventa, alentada por el espíritu de los Acuerdos de Oslo.
Betty estudió en Belén, pero ante la situación inestable fue enviada por sus padres a Chile. Allá se casó y tuvo dos hijos. Tras divorciarse volvió a Palestina en 2010 con su hija. En este momento duda entre marcharse con su hija a un lugar con más posibilidades o quedarse junto a sus padres.
“Soy palestina pero latina”, afirma. Sonriente y muy expresiva, maquillada con esmero y vistiendo ropa moderna, la apariencia de Betty y su vida sorprenden a buena parte de la sociedad palestina. “En Palestina no se acepta muy bien el hecho de que una mujer, una madre, viva sola con su hija, pero mi familia me ha dado la libertad y confía en mí. Ahora tengo novio pero si me caso perderé esta libertad”, explica.
Y su revolución personal no termina ahí. Betty es la líder de las Speed Sisters, el primer grupo de mujeres que pilota autos de carreras en Medio Oriente y que se hicieron internacionalmente conocidas gracias a la película del mismo nombre: Speed Sisters (2015).
“Mi papá corría y me dijo: ‘¿Y tú, por qué no?’ Pero no es fácil en Palestina. No me importa lo que diga la gente, porque sé que no estoy haciendo nada malo, pero sin el respaldo de mis padres no podría ser quien soy”, asegura.
Le brillan los ojos cuando habla de su pasión por las carreras, pero hace tiempo que no consigue entrenarse, después de que una patrulla de soldados israelíes le disparara a poca distancia una bomba de gas lacrimógeno durante un entrenamiento.
“Bajé del coche y sentí el impacto en la espalda. La quemadura me duró semanas. Desde entonces tengo miedo, aunque mi sueño sería representar a la mujer palestina en carreras internacionales”, confía.
El otro muro
“Este muro caerá como han caído otros”, zanja Issa Khalilieh.
En un momento en que el presidente estadunidense Donald Trump desea construir un muro a lo largo de la frontera mexicana, sus palabras adquieren una gravedad especial. Pero este mexicano-palestino de 62 años se refiere a la pared de hormigón levantada por Israel a pocos metros de su casa en Beit Jala, ciudad palestina cercana a Jerusalén.
“Este muro es un pretexto de Israel para expropiar terrenos y en realidad no los protege de nada. Está invadiendo propiedades y enjaulando Beit Jala”, afirma.
En los últimos meses el trazado del muro ha dejado del otro lado de la barrera de separación –es decir, del lado israelí– tierras y olivos centenarios que pertenecían a su familia desde hacía décadas. Para la última cosecha de la aceituna tuvieron que pedir a los soldados israelíes que abrieran una puerta y los dejaran pasar a trabajar. Este año no sabe bien qué pasará cuando llegue el momento de la recogida.
Los Khalilieh forman parte de las más de 20 familias de Beit Jala que durante años han luchado ante la justicia israelí para evitar que el muro atravesara sus tierras. Finalmente agotaron todos los recursos judiciales y el muro siguió, imperturbable, su trazado original.
“Para mí fue todo un teatro. Israel quería mostrar al mundo que respeta los derechos humanos aunque no sea así”, considera.
Issa Khalilieh nació en Piedras Negras, Coahuila, de padres palestinos afincados en México, y regresó a Palestina con apenas dos años, a Beit Jala, de donde procedía su familia paterna.
Tenía 12 años cuando estalló la Guerra de los Seis Días (1967), que enfrentó a Israel con una coalición de países árabes y dio inicio a la ocupación israelí de Cisjordania, Gaza y Jerusalén Oriental. “Me acuerdo del miedo de la gente, de las bombas sobre Belén y de la llegada del ejército israelí. He visto la ocupación con mis propios ojos. Años después de la guerra he sido testigo de la expansión de Gilo y Har Gilo”, cita, nombrando las colonias israelíes más cercanas a Beit Jala.
A los 28 años Issa volvió a México y se quedó 12 años. Se casó con Samia, una arquitecta palestina que hoy también es mexicana, y tuvieron cuatro hijos. En 1995 volvió a Palestina para ocuparse de sus padres ancianos. “Vine para quedarme definitivamente”, afirma, aunque una parte importante de la familia siga en México.
Issa se “recicló”, estudió y trabaja como traductor y guía turístico en Palestina. Los turistas no faltan en Belén, pero las dificultades de un guía palestino para trabajar son incontables.
“No puedo trabajar en Israel, no tengo permiso aunque lo he pedido hace bastante. Sin embargo, un guía israelí no tiene ningún problema para venir a la iglesia de la Natividad de Belén, en Palestina”, lamenta.
Él ya no piensa marcharse, aunque el “apego” con México sea muy grande. Sus dos hijos mayores estudian en Alemania y tal vez los dos pequeños sigan el mismo camino.
“Mientras pueda seguir comiendo chile en Beit Jala, todo está bien”, bromea en el salón de su casa, donde los cojines con motivos aztecas se mezclan perfectamente con los bordados tradicionales palestinos.
La ocupación
“La ocupación israelí es como tener clavada una espina. Una espina puede causar un dolor mínimo, pero si se infecta y, dependiendo de dónde esté situada, puede ser letal. En Palestina hay gente que tiene muy clavada esa espina y le afecta para todo en su vida, y otros que la sufren de forma más superficial y pueden vivir con ella”, resume Fadi Abu Hilal.
En Abu Dis, esa ocupación se ha traducido entre otras cosas en la expansión de Maale Adumim, uno de los mayores asentamientos israelíes en tierra palestina en el que viven más de 37 mil personas. Fadi lo ha visto crecer, su abuelo perdió incluso unas tierras cuando el asentamiento fue creado.
“Hay palestinos que se ven obligados a trabajar en las colonias para dar de comer a sus hijos”, dice con tristeza.
–¿Usted trabajaría en Maale Adumim?
–No. Es una cuestión de principios –responde sin titubear.
Fadi, Issa y Betty no han participado nunca en actividades políticas. Ninguno esconde su decepción ante los actuales dirigentes palestinos y la intransigencia del actual gobierno israelí.
El primer ministro israelí “(Benjamín) Netanyahu odia a los palestinos, quiere que desaparezcamos todos. Con el nunca habrá una solución de dos Estados. Tal vez nuestros nietos lo vean”, zanja Betty Saadeh.
Para ella, la ocupación se deja sentir en numerosos momentos de su vida diaria. “Hoy tardé dos horas en llegar a la oficina porque el control militar que debo atravesar estaba cerrado debido a que los soldados estaban comiendo tranquilamente. Eso es ocupación”, cita.
Gracias a su trabajo en la oficina diplomática mexicana, Betty tiene autorización para ir a Jerusalén. “Suelo ir a misa, a hacer compras y a respirar”, explica.
Para Issa Khalilieh el problema son los movimientos extremistas “apoyados por el actual gobierno israelí”. “Nos ven como cucarachas y sólo piensan en pisotearnos y hacernos desaparecer porque creen que Dios les ha dado esta tierra a ellos”, lamenta.
Para este guía turístico, las negociaciones son una solución pero no necesariamente la única. “Puede haber otras formas, como la resistencia civil pacífica, por ejemplo un boicot a Israel, sumado a una campaña para hacer saber al mundo las atrocidades que Israel comete”, estima.
“Mi opinión es que en esta tierra ya no caben dos Estados. Tal vez la solución sea un Estado para dos pueblos, pero habría que resolver muchos problemas antes: el control de las fronteras, la ocupación militar, las colonias o el retorno de los más de 5 millones de palestinos de la diáspora”, añade, sin ocultar un cierto escepticismo.
Para Fadi Abu Hilal, en este momento, la mayoría de los palestinos “sólo quiere vivir” y no ve como una prioridad la creación futura de un Estado. “Pero sí creo que en estos años hemos logrado algo como pueblo: Tenemos una identidad, el mundo sabe que los palestinos existen”, estima.
Este reportaje se publicó en la edición 2115 de la revista Proceso del 14 de mayo de 2017.