Narcotráfico
Droga y mercancía
Como la droga, de allí su condición de metáfora, la sociedad económica nos vuelve adictos a todo tipo de mercancías que, además de destruir el medioambiente, nos roban la libertad y nos destina a competir por el acceso a bienes y consumos cada vez mayores y diversos.En memoria de Carlos Manzo, hombre valiente; uno más de los cientos de miles de víctimas producto del pacto criminal entre Estado y crimen. ¿Hasta cuándo toleraremos lo intolerable?
La droga, que ha sumido a México en una violencia inaudita, es un buen ejemplo de lo que la mercancía hace en el cuerpo social. La mercancía –todo aquello que puede venderse y comprarse para ganar dinero– siempre ha existido, pero no en el sentido que hoy le damos. En la Grecia antigua era una anomalía que asombraba a Aristóteles, quien en su Política la definió como “crematística” –el arte de ganar dinero– en oposición a economía –el cuidado de la casa, basado en valores de uso y el cultivo de las virtudes.
La mercancía, como el valor de la vida social, nació en el siglo XVI y XVII con el capitalismo, es decir, con la perversión de la palabra economía –la producción y el consumo de bienes y servicios escasos–, y adquirió su mayor fuerza con los desarrollos industriales de los siglos XIX y XX, y la noción de progreso y desarrollo. Todo, desde entonces, se volvió mercancía. Nada escapa a su poder, ni siquiera los seres humanos. Iván Illich demostró su capacidad seductora, contraproductiva y violenta al analizar la escuela, la energía y la medicina.
Hay, sin embargo, mercancías prohibidas como la droga. No es posible saber a ciencia cierta por qué, en un mundo donde todo se ha vuelto mercancía, la droga ha adquirido una satanización demencial. Una mercancía que por sus consecuencias debería tratarse –semejante al alcohol o al tabaco– como un problema de salud, se transformó en un problema de seguridad nacional, al grado de producir mafias, persecuciones, violencias brutales, gastos inmensos e inútiles para un inútil control.
Las razones de ello son múltiples. Yo quiero tratarla aquí como una metáfora de lo que la mercancía hace en el cuerpo social, como una manera simbólica en que la humanidad expresa la destructividad de un mundo transformado en valores económicos.
La droga –su capacidad adictiva y su incontrolable fuerza– no es el sentido marxista de la palabra un valor de uso transformado en mercancía. Es un poder. Algo que forma parte de lo humano y lo divino, y que en las sociedades anteriores al industrialismo no sólo tenía su lugar, sino que estaba acotada en el ámbito de lo sagrado. No sólo era un modo de conocimiento de realidades trascendente, sino también una forma de la medicina, un pharmakon, diría Platón –mitad elixir, mitad veneno. Acceder a ella implicaba una ascética, un rito, un guía, y una determinada época del año, tal y como aún lo hacen ciertos pueblos amerindios como el wixárica en el territorio sagrado del Wirikuta con el peyote.
Se ha escrito mucho al respecto. Pero probablemente el libro que mejor expone esa dimensión de la droga sea El camino a Eleusis. En él, Gordon Wasson (etnobotánico), Albert Hoffman (químico) y Carl A.P Ruck (filólogo clásico) investigan los Misterios de Eleusis, el rito anual de la Grecia Antigua en honor a Deméter y Perséfone que se celebraba en Eleusis durante nueve días. Describen su ascética, el brebaje que usaban, el kyekon, una síntesis del cornezuelo, antecedente, dice Hoffman, del LSD, sintetizado por el propio Hoffman, y el indescriptible misterio que se desarrollaba en el interior del templo. El libro sugiere que el mito de La Caverna de Platón y, junto con él, la metafísica de Occidente, se gestó en uno de esos ritos.
Sea lo que sea, la droga, en gran parte de las tradiciones anteriores a la sociedad económica, estaba acotada en un lugar y para un momento sagrado.
En los inicios del industrialismo, de la mercancía y del racionalismo científico, algunos poetas, como Baudelaire y, más tarde Henri Michaux y Antonin Artaud, usaron el opio, el hachís y otras drogas para acompañar o estimular la visión poética. Los beatniks y, luego, el movimiento hippy la utilizaron como una forma de exploración de realidades sagradas perdidas y como un retorno a esas sociedades que la modernidad había marginado y sepultado.
Los sesenta estuvieron marcados por visitas a chamanes como María Sabina en Oaxaca y por los llamados “viajes” de hongos, de peyote y el uso de la marihuana. Thimoty Leary y Stanilas Grof, el creador de la psicología transpersonal, la utilizaron con fines terapéuticos y espirituales. La droga comenzaba a hacerse una mercancía, un producto que se deslegitimaba, se mercantilizaba y perdía su condición sagrada, pero no su poder. Es famosa la frase de María Sabina frente a la avalancha del turismo psicodélico: “Cuando el hombre blanco tocó el hongo, el dios dejó de estar en él”. La frase hace eco de otra atribuida a Baudelaire: “Con el opio se me concedió ver el banquete, pero no participar de él”.
Al mercantilizar la droga y volverla un bien más de consumo, la sociedad económica no sólo arrancó de cuajo un elemento sagrado, banalizándolo –quienes buscan su despenalización hablan de “uso recreativo”–, sino que transformó su poder, destinado al conocimiento y a la sanación del alma, en una fuerza desquiciada.
Como la droga, de allí su condición de metáfora, la sociedad económica nos vuelve adictos a todo tipo de mercancías que, además de destruir el medioambiente, nos roban la libertad y nos destina a competir por el acceso a bienes y consumos cada vez mayores y diversos. En ella miramos el rostro de lo que nos hemos convertido: un mundo en el que todo puede usarse para ser explotado. Por eso la perseguimos como a un chivo expiatorio o como a una “proyección”, diría la psicología.
La sociedad de las mercancías, es decir, la sociedad económica, no sólo ha permitido la destrucción de los ámbitos de comunidad y de la naturaleza, donde cada cosa tiene su sitio, sino que, como la droga, auspicia la dependencia, la violencia y la guerra.
Escapar de la profundidad de la crisis por la que atravesamos implicaría romper el monopolio de la economía y limitar sus producciones, lo que en la era del algoritmo y del deseo sin límites parece casi imposible.
Además, opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.