Opinión
La normalización de la indecencia
Esta normalización de la indecencia no es sólo un problema moral; es una amenaza existencial para la democracia. Cuando los estándares de decencia colapsan, erosionan la base misma del contrato social democrático, los valores de la verdad, honestidad, decencia y respeto.La democracia ha sobrevivido a guerras, crisis económicas y amenazas autoritarias. Pero ahora enfrenta una amenaza más sutil y corrosiva: la normalización de la indecencia en sus propios dirigentes. Después de habernos “acostumbrado” a la corrupción y la incompetencia, estamos alcanzando nuevos horizontes. Ahora se puede ser acusado de proxenetismo, violencia doméstica o acoso sexual, y aun así conquistar las urnas.
La victoria de Karol Nawrocki en Polonia es sólo el último ejemplo de esta perturbadora tendencia global. El nuevo presidente polaco llegó al poder pese a las acusaciones de haber sido proxeneta en un club llamado “Rozi”, de estafar a un adulto mayor para apropiarse de su departamento y de su pasado como hooligan violento. Lo más aterrador no es que estas acusaciones existieran, sino que los votantes polacos las conocían perfectamente y, simplemente, no les importaron. Algunos las descartaron como “ataques políticos”; otros las celebraron como prueba de su autenticidad “antisistema”.
A miles de kilómetros de distancia Javier Milei ofrece otro ejemplo. El presidente argentino compartió en junio de 2025 un video que ridiculizaba a Ian Moche, un niño autista de 12 años, calificándolo indirectamente de “títere de la casta”. La crueldad del ataque era evidente, pero la indignación se concentró fuera de su base electoral, confirmando que en la era de la polarización extrema, la coherencia tribal importa más que la decencia básica.
Este fenómeno trasciende fronteras e ideologías. En Costa Rica, Rodrigo Chaves ganó la presidencia en 2022, pese a haber sido sancionado por el Banco Mundial por “patrón de insinuaciones sexuales y avances no deseados” hacia subordinadas. Las acusaciones fueron públicas durante toda la campaña, pero Chaves las enmarcó exitosamente como “injusticia política”, reforzando su perfil antisistema.
Donald Trump representa, quizá, el caso más emblemático de esta nueva normalidad. Las acusaciones de agresión sexual no comenzaron en 2023, cuando un jurado lo encontró responsable de agredir a E. Jean Carroll, sino que ya existían desde la campaña de 2016, cuando al menos 25 mujeres lo acusaron de conducta sexual inapropiada y cuando se publicaron videos en las que habla de asaltar sexualmente a las mujeres. Pese a todo ello, no sólo fue elegido presidente –dos veces–, sino que mantiene un apoyo firme de alrededor de 40% del electorado estadunidense.

El patrón se repite incluso en casos de violencia física directa. Greg Gianforte agredió físicamente al periodista Ben Jacobs en la víspera de una elección especial en Montana en 2017, fue declarado culpable de agresión menor, y aun así ganó tanto esa elección como la gubernatura del estado en 2020. La agresión se reinterpretó como símbolo de “dureza” contra la prensa nacional.
En Europa la situación no es mejor. En Reino Unido James McMurdock fue elegido diputado por Reform UK pese a haber sido condenado en 2006 por golpear repetidamente a su novia. Aunque el dato constaba en registros judiciales públicos, el legislador no lo reveló durante la campaña. Cuando la información salió a la luz meses después de su elección, la dirigencia de su partido se negó a suspenderlo, justificando la agresión como “error juvenil”.
La crisis se extiende a instituciones supranacionales. Una investigación de Follow the Money reveló que casi una cuarta parte de los legisladores del Parlamento Europeo han estado involucrados en escándalos que llegaron a los medios o han violado abiertamente la ley, desde casos de acoso hasta corrupción a gran escala.
El escándalo Qatargate, donde parlamentarios europeos presuntamente aceptaron sobornos de Qatar y Marruecos, debería haber sido un momento de reflexión. En cambio, los eurodiputados optaron por adoptar reformas cosméticas que no lograrán prevenir futuros casos de corrupción.
Los casos más extremos provienen de India, donde 46% de la nueva Cámara baja tiene causas penales pendientes, incluyendo 31% por delitos graves como homicidio y violencia sexual (reportado por Deccan Herald). Allí la criminalidad se ha convertido casi en una credencial política: los votantes prefieren candidatos “musculosos” que puedan “resolver problemas” mediante influencia o intimidación en entornos de Estado débil.
¿Qué explica esta tolerancia hacia la indecencia? Primero, la crisis de confianza en las élites tradicionales ha creado un apetito por candidatos “auténticos”, aunque esa autenticidad incluya conductas reprobables. En entornos de alta polarización, los votantes evalúan a los candidatos más por su posición en la “guerra cultural” que por su decencia personal.
Segundo, las estrategias de resignificación han probado ser extraordinariamente efectivas. Los políticos han aprendido a convertir las denuncias en pruebas de persecución política. Cada acusación se vuelve evidencia de que “el sistema” los teme, reforzando su atractivo antisistema.
Tercero, existe una jerarquización moral perversa, en la que ciertos tipos de transgresiones se toleran más que otras. Las encuestas muestran que, en Estados Unidos dos tercios de los estadunidenses están de acuerdo en que “la mayoría de los políticos son corruptos”, pero la violencia simbólica o el acoso sexual parecen generar menos indignación que el fraude económico, especialmente cuando el perpetrador comparte la identidad ideológica del votante.
Esta normalización de la indecencia no es sólo un problema moral; es una amenaza existencial para la democracia. Cuando los estándares de decencia colapsan, erosionan la base misma del contrato social democrático, los valores de la verdad, honestidad, decencia y respeto. Si no podemos esperar un mínimo de decencia de nuestros representantes, ¿qué podemos esperar de nuestras instituciones?
La paradoja es que esta crisis ocurre precisamente cuando tenemos más herramientas que nunca para detectar y documentar la mala conducta. Paradójicamente, el exceso de información ha generado fatiga y cinismo. Los escándalos que antes habrían acabado con una carrera política ahora apenas se registran en el ciclo noticioso de 24 horas.
Ésta es la nueva realidad de la política global: un candidato puede ser acusado de cualquier infamia y, siempre que grite lo suficientemente fuerte contra las élites y prometa restablecer los “valores tradicionales”, una parte significativa del electorado estará dispuesta a votarle. La vergüenza se ha vuelto opcional en la política.
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Artículo de Opinión publicado en la edición 0025 de la revista Proceso, correspondiente a julio de 2025, cuyo ejemplar digital puede adquirirse en este enlace.