Uruapan

La justicia sin Estado: el silencio como política de seguridad

El asesinato del alcalde de Uruapan no solo truncó una vida; exhibió la vulnerabilidad de toda autoridad que se atreve a ejercer el cargo sin pactar con el miedo.
lunes, 3 de noviembre de 2025 · 09:10

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- El homicidio de Carlos Manzo, presidente de Uruapan, Michoacán, no fue un hecho aislado. Fue una advertencia. Una más en la larga lista de crímenes que marcan la descomposición del poder local en México. El asesinato del alcalde de Uruapan no solo truncó una vida; exhibió la vulnerabilidad de toda autoridad que se atreve a ejercer el cargo sin pactar con el miedo. Cada funcionario caído revela la misma verdad: gobernar conforme a la ley se ha convertido en un acto de riesgo. En México, hacer cumplir la ley puede costar la vida. Gobernar con legalidad ya no es mandato: es desafío. El crimen organizado no solo disputa territorios; disputa legitimidad, reconocimiento social y control simbólico del poder. En amplias regiones del país, las armas sustituyen las urnas y el miedo reemplaza la autoridad. Donde el terror se instala, la ley deja de ser refugio y se convierte en riesgo. La frontera entre Estado y crimen se desdibuja. Las instituciones sobreviven en el papel, pero el control efectivo del territorio se diluye entre pactos, omisiones y silencios. Cuando el Estado calla, el silencio se vuelve su condena. En esa penumbra institucional, la legalidad ya no protege: se defiende a sí misma con lo poco que le queda de fuerza moral. 

Primero. El artículo 1° constitucional, que garantiza igualdad ante la ley, se ha vuelto un ideal vacío. Se aplica con rigor al ciudadano común, pero se negocia con quienes bloquean carreteras, incendian vehículos o secuestran comunidades. Se castiga al débil y se tolera al violento. La autoridad actúa donde puede, no donde debe. Las “mesas de diálogo” sustituyen la fuerza del derecho. El Estado se sienta con quienes lo desafían y pospone su deber de imponer la ley. Así enseña que romper las reglas da más resultados que cumplirlas. El artículo 14, que protege el debido proceso, se respeta con minuciosidad burocrática, pero se olvida cuando hacer justicia tiene costo político. Los municipios son el frente más vulnerable de esta guerra silenciosa. El artículo 115 les otorga autonomía, pero sin respaldo federal esa autonomía se convierte en castigo. Los alcaldes gobiernan con miedo, sin protección ni recursos. Cada uno asesinado es advertencia al siguiente. La impunidad se normaliza. El miedo se convierte en método. Y el Estado, ausente, administra la violencia que no puede contener. El resultado es una república donde la ley se cumple solo cuando conviene. La justicia se vuelve trámite. La legalidad, discurso. La autoridad, apariencia. El crimen manda más que la ley, y el Estado lo confirma cada vez que no actúa. 

Segundo. Frente al deterioro institucional y la expansión del crimen trasnacional, la cooperación con Estados Unidos ya no es una concesión política. Es una necesidad práctica. No se trata de admirar a Washington ni de renunciar a la soberanía, sino de reconocer que México enfrenta redes globales con herramientas locales. Cerrarse no es independencia: es aislamiento. Cooperar no equivale a entregarse. Significa ejercer soberanía con inteligencia, usar la ayuda bajo jurisdicción mexicana y con total transparencia. Ninguna agencia extranjera debe operar sin autorización judicial mexicana, y ningún dato puede salir del país sin control ni registro. Así se protege la soberanía: gobernando con reglas, no con consignas. El mexicano promedio prefiere seguridad y justicia reales antes que morir defendiendo una soberanía que el Estado ya no sabe ejercer. La legitimidad no se sostiene en símbolos, sino en resultados. La soberanía que no garantiza justicia se convierte en palabra vacía. Además es importante señalar que el artículo 76, fracción III de la Constitución Federal permite el paso de tropas extranjeras sin violar la soberanía nacional. De ahí que sostener que “cooperación americana significa intervención o injererencia” sea un prurito nacionalista para seguir permitiendo muertes al margen de la Constitución. La Carta Magna no impide la cooperación; la regula. Y negarse a ejercerla es tanto una omisión política como una traición al mandato constitucional de proteger la vida. Por supuesto, la cooperación debe tener reloj, metas y auditoría pública. Si no hay resultados, se suspende. Si se viola la jurisdicción, se cancela. México necesita apoyo técnico, no tutela. Debe aprovechar esa colaboración en tres frentes: inteligencia financiera, rastreo tecnológico y control fronterizo. Estados Unidos posee información que puede salvar vidas, pero debe compartirse bajo mando mexicano. Cooperar es aprender, no delegar. También debe existir reciprocidad. Washington exige contención del narcotráfico, pero tolera el flujo de armas y dinero que alimentan esa guerra. Pide resultados, pero evita mirar su corresponsabilidad. México tiene derecho a exigir el mismo rigor en el control de armas que en el combate a las drogas. La cooperación no debilita la soberanía; la refuerza cuando se ejerce con límites claros, objetivos medibles y rendición de cuentas. Esta alianza no es rendición: es cirugía de emergencia con anestesia legal. En el tablero geopolítico actual, quien no coopera bajo sus propios términos termina subordinado a los de otros. La diferencia es simple: quién fija el reloj, quién rinde cuentas y quién conserva el mando. 

Tercero. Las Fuerzas Armadas son el espejo del país: heroísmo y corrupción, disciplina y fatiga. En algunas regiones están infiltradas; en otras, rebasadas. Hay mandos que combaten con honor y otros que negocian su lealtad. Negarlo sería ingenuo; generalizarlo, injusto. La solución no es desconfianza, sino depuración. Se necesitan auditorías patrimoniales, rotación de mandos, coordinación con la Unidad de Inteligencia Financiera y sanciones inmediatas. La lealtad debe medirse por hechos, no por discursos. También requieren medios equivalentes al enemigo: inteligencia en tiempo real, tecnología forense, drones y comunicación segura. El crimen tiene dinero, armas y control territorial. Los soldados, a menudo, solo órdenes ambiguas. Esa asimetría destruye la moral de quienes aún creen en la ley. Urge un protocolo nacional de defensa para alcaldes, jueces y fiscales con reacción inmediata de la Guardia Nacional. No hay soberanía posible si asesinar a un servidor público no tiene consecuencias. El crimen no busca derrocar al Estado: busca convivir con él. Lo infiltra, lo sustituye, lo usa. Crea su propia gobernanza local. Administra justicia, cobra impuestos, impone orden. La democracia sobrevive en el papel, pero la gobierna el miedo. Si el Estado no recupera su autoridad, la república se volverá ficción. 

Ninguna respuesta es suficiente. Pero esta es clara. México manda. 
Estados Unidos coopera. Bajo la ley. Bajo reloj. Con rendición de cuentas. Las Fuerzas Armadas deben ser blindaje, no botín. La justicia, acción, no discurso. 
La soberanía, práctica, no palabra. Porque cuando la ley se negocia, manda el miedo. Y donde manda el miedo, el Estado deja de existir. 

@evillanuevamx 

ernestovillanueva@hushmail.com 

 

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