Opinión
La ética del caminar
Los migrantes tienen, en ese sentido, algo del peregrino medieval que, al abandonar su tierra en busca de un refugio seguro, llaman a la hospitalidad del prójimo, y algo de las movilizaciones políticas. Su andar, es al mismo tiempo fe y desafío.Como respirar, ver, oler, oír y sentir, el sencillo y humilde acto de caminar es algo en lo que pocas veces reparamos. Reducido por los médicos a un asunto de salud física en un mundo cada vez más sedentario y sometido a prótesis tecnológicas, hemos perdido no sólo su dimensión ontológica, sino ética y política.
Su genealogía es lejana en Occidente. Su raíz más profunda se remonta a Medio Oriente, al mundo hebreo. Cuando Yahvé llamó a Abraham y lo sacó de la ciudad de Ur, un pueblo abandonó su lugar para buscar su identidad en un largo caminar hacia la casa de Yahvé. El cristianismo dio una vuelta de tuercas a esta concepción: además de extender ese peregrinar a todos, reveló que la tienda de Dios se fijó en la tierra en la carne de su hijo y en la del prójimo, imagen suya. En su camino a la casa de Dios, el peregrino debía apartarse de la ruta para atender a un prójimo en apuros, como en la parábola del samaritano. Semejante a su ancestro judío, el cristiano estaba desarraigado, era un peregrino, pero como Jesús, su hermano, que no tuvo “donde recargar la cabeza”, debía darse a otros hasta la muerte, donde Dios lo recibiría al fin en su casa.
Todo el Occidente cristiano es inconcebible sin la peregrinación y el acogimiento al prójimo. El camino de Santiago –domesticado por el turismo– es una de sus metáforas más bellas. Quienes abandonaban todo y se ponían en marcha por las diversas rutas de Europa hacia la tumba donde yacen los restos del apóstol Santiago, rememoraban su condición de “viatores” y de prójimos: las rutas estaban plagadas de buenos cristianos que los acogían como si se tratara de Cristo. Peregrinar (“andar por tierras extrañas”) era un ejercicio de espiritualidad y de rigor ético. Al ritmo de sus pies, el peregrino no sólo imitaba a Jesús, reflexionaba también sobre su existencia, admiraba la inmensa creación de Dios y llamaba a otros a expresar su fraternidad en Cristo. Era un acto de profunda libertad que por mucho tiempo escapó del control de los clérigos y rompió los señoríos feudales.
Con el desarrollo de las ciudades, el industrialismo y la Ilustración, un nuevo tipo de caminante surgió: el flâneur (“paseante”) asociado con un ser improductivo, ocioso, vagabundo. El principal testigo de esta transformación fue el católico Charles Baudelaire, quien hizo del caminar un desafío a la modernidad y sus guetos industriales. En el siglo XX, nos recuerda Humberto Beck, “los surrealistas continuaron ese linaje”. Hijos del peregrino medieval, del flâneur baudeleriano y de Freud, el acto de caminar fue para ellos “una actividad abierta a la exploración personal bajo la clave de ‘la belleza convulsiva’ (...) Avanzar al ritmo de los propios pies en la urbe era, para los surrealistas, una suerte de autoanálisis mediante la exploración de los encuentros azarosos con el entorno urbano”, un reencuentro con la libertad y los misterios que el racionalismo, vuelto trabajo asalariado, ocultaba
No es en este sentido azaroso que, junto al flâneur del siglo XIX, haya surgido otra tradición del caminar: la marcha, la protesta callejera, cuyo emblema se encuentra en la insurrección parisina de 1848, una reconquista del espacio público y de la libertad, que adquirió una fuerza impresionante con las movilizaciones del 68 y que, al lado de las peregrinaciones religiosas, continúan sucediéndose. Las más importantes de estas manifestaciones son aquellas que, como las peregrinaciones medievales hacia la tumba de Santiago, o, en el caso de la tradición india, a las fuentes del Ganges, son largas. Recordemos, la Marcha de la Sal de Gandhi en 1930 –seguramente influida por las protestas occidentales–, o para hablar de México, la Marcha por la Dignidad de Salvador Nava en 1991, la Marcha del Color de la Tierra del EZLN en 2001 y la Marcha por la Paz con Justicia y Dignidad del MPJD en 2011.
Los migrantes tienen, en ese sentido, algo del peregrino medieval que, al abandonar su tierra en busca de un refugio seguro, llaman a la hospitalidad del prójimo, y algo de las movilizaciones políticas. Su andar, es al mismo tiempo fe y desafío.
Caminar, peregrinar, flâner, marchar o migrar, ha sido en Occidente un acto de resistencias contra el poder, un acto de fe y de recuperación de nuestra libertad, de nuestra autonomía y un llamado a la justicia, a la hospitalidad que simboliza la tienda de Dios. Hacia la segunda mitad del siglo XX, fue también un desafío al transporte motorizado que nos amputa de nuestra capacidad de movernos autónomamente y fractura el territorio con carreteras y asfalto. Uno de sus rostros más emblemáticos fue, a finales de la década de los 60’, el movimiento Provo, en Holanda, una defensa de nuestros pies y de la bicicleta como una herramienta libertaria y convivencial.
Cualquiera de las ideas que desde sus orígenes ha adquirido, el caminar en Occidente no sólo encarna “las características esenciales del movimiento específicamente humano: la existencia de referentes que organizan el espacio”, dice Beck, es también una forma de devoción, de autoconocimiento, de encuentro con los otros y con aquello que, desde que Abraham se puso en marcha hacia la casa de Yahvé, asociamos con la justicia y el acogimiento. Es también una orientación cósmica. Lo sepamos o no, en el fondo de nuestro caminar subyace la idea del territorio como templo, sobre el que al desplazarnos nos recogemos, oramos, pensamos el sentido del mundo y nuestro lugar en él, y, al romper el lenguaje unívoco y excluyente del poder, mantenemos viva la fe en la justicia.
Hoy, en la era de la digitalidad, que devasta el ritmo de nuestros pensamientos, que nos enchufa a sus redes y nos reduce a subsistemas; en la era de los transportes, que al mismo tiempo que usurpa nuestro tiempo y destruye el medioambiente y la diversidad de las culturas, caminar es más que nunca un acto de resistencia e higiene ética y política. A través de él no sólo nos recuperamos a nosotros mismos en nuestra proporción y libertad, habitamos también el mundo y nuestra capacidad de pensar contra la manipulación del colectivismo individualista del algoritmo y sus poderes.
Además, opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.
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Texto de Opinión publicado en la edición 0026 de la revista Proceso, correspondiente a agosto de 2025, cuyo ejemplar digital puede adquirirse en este enlace.