Javier Sicilia
Elogio del resentimiento
La función de la víctima no es, por lo tanto, perdonar, sino ser una especie de tábano que, al exhibir la realidad del mal y sus daños en los seres humanos, acusa a una sociedad indolente y a un Estado que lo hizo posible permitiéndolo o ignorándolo.El resentimiento es una enfermedad. Se le condena tanto moral como psicológicamente asociándolo con una pasión del alma que a fuerza de dolor, disgusto, ira y venganza termina en la amargura y, a veces, en la autodestrucción. Sus antídotos, según la religión y la psicología, son la resignación, el perdón, el tiempo “que lo cura todo”, la resiliencia y el olvido; una superación que se logra al poner la mirada en el futuro y no en el pasado
¿Pero es así en todos los casos? ¿No existe un resentimiento moralmente sano y un perdón tan innoble como enfermizo?
Quien puso el dedo en la llaga fue Jean Améry, una víctima de Auschwitz, un hombre que hay que leer en estos tiempos en los que la 4T busca normalizar la violencia enterrando a las víctimas en el olvido.
Después de sobrevivir a Auschwitz, Jean Améry, anagrama de Hans Mayer (Austria 1912 – Salzburgo 1978), se puso a escribir. Como Primo Levi, Paul Celan, Elie Wiesel, Jorge Semprún y tantos otros, su obra es la memoria de una víctima, el constante recuerdo reflexión del mal que se le infligió a él y a millones de seres humanos.
Hay, sin embargo, en los libros de Améry, particularmente en Más allá de la expiación y la culpa, algo que, no obstante estar también en las obras de los autores citados, sólo él explicita: la memoria de lo ocurrido no es sólo un testimonio; es también una acusación al presente, una afirmación de que lo sucedido continúa sucediendo en el daño hecho y no debemos enterrarlo en el ayer.
Contra la creencia común, Améry no cree en el perdón. Lo mira como una coartada del olvido y una irresponsabilidad frente al mal. Quien perdona, dice, abdica de su individualidad, se somete al Estado que al mismo tiempo que fabrica víctimas busca desaparecerlas en el olvido apelando al perdón. El individuo, en cambio, especialmente la víctima de una atrocidad, “está llamado –a trascender– dice Diego Rosales comentando a Améry lo colectivo para tener una voz profética”; está obligado a no callar, a vivir en el resentimiento “como un signo inequívoco de que aconteció un mal”.
En esas condiciones, el resentimiento no es un refugio ni un llamado a la venganza, sino, vuelvo a Rosales, “un deber moral, una forma de resistencia que funciona como un testimonio de que el mal realmente ocurrió y que no tenemos derecho a olvidar”. En ese resentimiento hay una exigencia, tanto a los victimarios como a la sociedad que lo toleró y quiere el olvido, de que debe hacerse cargo de lo ocurrido.
La función de la víctima no es, por lo tanto, perdonar, sino ser una especie de tábano que, al exhibir la realidad del mal y sus daños en los seres humanos, acusa a una sociedad indolente y a un Estado que lo hizo posible permitiéndolo o ignorándolo.
El argumento de Améry se vuelve más necesario en un México en el que los sucesos de lo atroz no sólo están en el pasado, sino que se continúan en el presente y amenazan, a fuerza de colusión, desidia y olvido, con hacerse peores.
Como una forma de ese resentimiento, recuerdo el 14 de septiembre de 2018. Las víctimas nos dimos cita en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco (CCUT) para presentarle a López Obrador, entonces presidente electo, la agenda de justicia transicional. Cuando llegó el turno de hablar al presidente electo llamó a las víctimas a perdonar. La respuesta fue un perentorio: “¡Ni perdón ni olvido! ¡Justicia!”. Bajo aquella presión López Obrador aceptó la agenda. Meses después, ya como presidente en funciones, la traicionó. Militarizó de forma desmesurada el país, redujo su compromiso con los cientos de miles de víctimas al caso de los estudiantes de Ayotzinapa, incluyó a los criminales dentro del “pueblo bueno” y trató de corregir sus extravíos con programas sociales.
El resultado son casi 200 mil asesinados en su administración y 50 mil desaparecidos, que se suman a los más de 300 mil y 64 mil respectivamente de los gobiernos de Calderón y Peña Nieto (las víctimas, no dejaré de repetirlo, son deudas de Estado; Claudia Sheinbaum cargará ahora con ellas y las que su administración sume). Hay que agregar a ello el aumento de los territorios del país tomados por el crimen organizado y el crecimiento de la corrupción del Estado.
Frente a ese fracaso, la actitud de López Obrador y de gran parte de la sociedad, ha sido negar la realidad y apostar por el olvido.
Contra ello, lo único moralmente válido es, como apunta Améry, el resentimiento de las víctimas; su negativa a perdonar y a olvidar. Su resentimiento, que reiteran en protestas, relatos y denuncias, es el testimonio de que el mal es un poder activo que hace y deshace a su antojo y tiene un peso ontológico que debe enfrentarse de manera activa todos los días. De lo contrario toma las calles, se adueña del Estado, somete la vida y normaliza el horror, como sucede en México.
En oposición al perdón y a la idea de que el tiempo “lo cura todo”, las víctimas decimos que ni uno ni otro alivian nada ni restauran el bien sustraído. “El mal –vuelvo a Rosales– es un hueco en la historia que permanece para siempre y por ello debe ser reparado (…) Sólo la memoria del resentimiento puede hacer vivir la tensión a la que el sujeto (que padeció o padece lo atroz) está sometido”. Sólo ella puede hacer que el victimario y la sociedad que normaliza el mal se mantengan en un estado de constante enfrentamiento con la realidad.
Muchas víctimas que creemos en una verdad trascendente, sabemos que el perdón existe, pero está en manos de Dios. Algunas, trabajadas por Él, lo hemos dado, pero no olvidamos. Sabemos que en la realidad histórica donde habitamos nuestro principal deber moral no es con la remisión sino con la justicia, por más precaria e imperfecta que sea, en especial cuando el mal ha dañado y continúa dañando a los seres humanos. Hay, decía Walter Benjamin, un pasado que debe permanecer en la memoria del presente como una llaga, es el pasado ausente de los vencidos.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.
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Texto publicado en la edición 0013 de la revista Proceso, correspondiente a julio de 2024, cuyo ejemplar digital puede adquirirse en este enlace.