Golpe a Excélsior

El golpe contra "Excélsior": Crónica de una asamblea espuria

Ante el silencio mayoritario de la prensa nacional por el golpe contra el diario Excélsior que encabezaba Julio Scherer García, los directivos expulsados del periódico presentaron 11 días después una “relación de hechos”. Un primer borrador fue elaborado por José Emilio Pacheco.
domingo, 24 de julio de 2022 · 12:38

Ante el silencio mayoritario de la prensa nacional por el golpe contra el diario Excélsior que encabezaba Julio Scherer García, los directivos expulsados del periódico presentaron 11 días después una “relación de hechos”. Un primer borrador fue elaborado por José Emilio Pacheco; pero como el escritor no pertenecía a la cooperativa del diario ni fue testigo de primera mano, lo retomó su colega Vicente Leñero. Se reproduce a continuación el fragmento correspondiente a la asamblea espuria del 8 de julio de 1976. El texto íntegro se encuentra en la hemeroteca de Proceso (número 1988).

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).– A las tres de la madrugada de ese día 8 –día de la asamblea– se consumó la primera operación del golpe: miembros de los consejos y comisiones se presentaron en el departamento de rotativas y, guiados por (Regino) Díaz Redondo, en franca rebeldía contra las órdenes del director, eliminaron el texto (en que cerca de 50 colaboradores de diario firmaban un manifiesto en defensa de la libertad de expresión y de solidaridad con Julio Scherer García y el gerente Hero Rodríguez Toro) e hicieron que el periódico se publicara con una página en blanco: afrenta al lector y humillación jamás inferida a las publicaciones en Excélsior.

Horas después, la atmósfera que se respiraba dentro y en torno a las instalaciones de la empresa era ya de franca tirantez. Una patrulla de la policía circulaba continuamente por Paseo de la Reforma con su sistema de sirenas encendido, y pequeños grupos de individuos sospechosos –con aspecto de agentes, con aire de espías– paseaban en torno a los edificios. Un par de ellos incluso entraron en el edificio, se identificaron abiertamente como agentes policiacos ante los reporteros de guardia y preguntaron dónde se hallaba la sala de asambleas. Los talleres, a su vez, se encontraban invadidos y cercados por gente extraña a la cooperativa: muchos fueron identificados como “porros”, otros eran simplemente desconocidos que denunciaban en su semblante los efectos del alcohol y la droga; todos integraban una especie de fuerza de choque que pretendía amedrentar a los socios de la cooperativa y que instalaba, definitivamente, un ambiente de violencia. Era clara también la presencia de armas que abultaba, en algunos de esos desconocidos, la parte posterior de su vestimenta.

Por otra parte, los cooperativistas rebeldes habían decidido uniformarse con sombreros de palma –en los que se leía la inscripción 8 de julio– y se identificaban a sí mismos como “la indiada”, bajo el pretexto de que los trabajadores de talleres habían recibido ese mote, a manera de insulto, de parte de miembros de la redacción en épocas anteriores.

Ante la violencia ambiental que gobernaba las instalaciones de Excélsior, horas antes de la celebración de la asamblea, uno de los colaboradores de las páginas editoriales, Ricardo Garibay, intentó desde las oficinas de la redacción, y en presencia de varios corresponsales extranjeros, una comunicación telefónica con el presidente de la República para enterarlo de la situación que se estaba viviendo y que hacía peligrar a la institución. El secretario privado del presidente recibió el mensaje de Ricardo Garibay, pero éste no obtuvo contacto telefónico con el primer mandatario, quien, según le informaron, asistiría a una premiación de niños aplicados.

Poco antes de las once y media de la mañana, Julio Scherer García y Hero Rodríguez Toro, seguidos por toda la redacción y por empleados administrativos y de talleres entraron en el salón de asambleas que se encuentra ubicado en el segundo piso de Bucareli 17, cerca de la sección de rotativas, y que tiene acceso también por el edificio de Reforma.

El salón donde habitualmente se realizan las asambleas, y que en esos instantes merecía para muchos el nombre de “ratonera”, de “trampa”, es un largo recinto rectangular, positivamente incómodo, que sólo cuenta con una angosta puerta de acceso ubicada en el extremo posterior al sitio donde se instala el presídium. Se habilita para tales efectos con sillas plegadas de lámina agrupadas en dos sectores que sólo dejan libre un pasillo central como única vía de tránsito entre el presídium y la puerta. Esta vez, el exceso de sillas obligaba a “amontonarse” a los concurrentes y hacía más estrecho el estrecho pasillo.

Cuando el grupo solidario al director y al gerente entró en el salón de la asamblea, los trabajadores identificados con sombreros de palma ocupaban ya casi el sector cercano al presídium donde tomaron asiento Scherer y Rodríguez Toro. Sus seguidores, en cambio, se vieron pronto apresados en la sección central, pues las filas posteriores se llenaron, instantes después, con quienes se identificaban como “la indiada” y entre los que había numerosos desconocidos, creando así una especie de sándwich que contribuía a acrecentar la presión. Por si esto fuera poco, el pasillo central se fue ocupando paulatinamente con los de sombrero de palma, de modo que se constituyó un émbolo humano que dificultaba no sólo la visibilidad, sino el libre movimiento de los que se hallaban incómodamente sentados. También llevaban sombreros de palma, además de un brazalete rojo, los miembros de la comisión de orden, nombrados por el Consejo de Administración y situados, lógicamente, en el repleto pasillo central. Tales comisionados ejercitaban muy arbitrariamente su función: cuando minutos después se inició la asamblea, los comisionados del orden hostigaban a los cooperativistas leales: les impedían ponerse en pie, los empellaban, trataban de silenciarlos con amenazas y abucheaban sus intervenciones. Era evidente la intromisión de abundantes individuos ajenos a la cooperativa, en cuya actitud provocadora se les adivinaba estar dispuestos a provocar un zafarrancho que, en un lugar así, hubiera tenido consecuencias catastróficas.

La entrada al salón de los distintos miembros de los consejos y comisiones, casi todos ellos ensombrerados y con los ojos enrojecidos, provocó aclamaciones de los soliviantados, obedientes siempre a un sistema de porras perfectamente organizado. Cuando Juventino Olivera cruzó el pasillo central, los del sombrero lo aclamaron. El subgerente agradecía los gritos balanceando el brazo derecho y sonriendo, con desacostumbrada expresión de orgullo, como un político en triunfo.

Transcurrió más de una hora antes de que Díaz Redondo, como presidente del Consejo de Administración, declarara abierta la asamblea. Lo hizo al fin sin comunicar la existencia o inexistencia del quórum legal, y procedió a solicitar proposiciones para el nombramiento de seis escrutadores. Su participación fue del todo arbitraria: rápidamente admitió la inscripción de los candidatos que le gritaban los que llevaban sombrero, y alegaba no escuchar, no entender en medio de la gritería, los nombres que le proponían los cooperativistas fieles a la institución.

La gritería era realmente fenomenal. Las voces del grupo opositor y sus comparsas, y el hostigamiento de los comisionados del orden, impedía toda expresión libre y el adecuado desarrollo del proceso. Díaz Redondo, sin embargo, sometió a votación los nombres que él consideró propuestos –sólo dos de los solicitados por los cooperativistas solidarios– y en forma también arbitraria –atisbando de una simple ojeada las manos que se alzaban, los sombreros que se agitaban– declaró triunfadores a cinco escrutadores de sus incondicionales y a sólo uno del otro grupo de cooperativistas. Estos escrutadores, ahora en connivencia con Díaz Redondo, hicieron válido el dudoso triunfo que el propio presidente del Consejo de Administración –desoyendo la petición de una votación nominal– decidió conceder para presidir la asamblea al candidato propuesto por los del sombrero, Jorge Castillero, sobre el candidato propuesto por el otro sector: Manuel Becerra Acosta, subdirector del periódico.

En medio de una gritería incontrolable se protestó fuertemente la decisión, al tiempo que las porras que dirigía un reportero de espectáculos, Ricardo Perete –quien se trepó al presídium y con expresiones desorbitadas agitaba su sombrero– coreaban burdamente: “¡la indiada ya votó!... ¡la indiada ya votó!”.

A estas alturas, la violencia ambiental había llegado a extremos francamente peligrosos. La farsa de asamblea que se habían propuesto celebrar los adictos a Díaz Redondo era palpable. Para evitar un incidente grave, y convencidos de que no existía posibilidad alguna de ejercitar la democracia, el director y el gerente decidieron abandonar el salón. Trabajosamente se formó una valla en el pletórico pasillo central para defender la integridad física de los dirigentes. Entre exclamaciones de “¡Scherer-Excélsior!, ¡Scherer-Excélsior!”, lanzadas por numerosos cooperativistas, salieron el director y el gerente acompañados de un considerable grupo, mientras algunos opositores gritaban “¡Fuera!” y otros se mantenían atónitos, repentinamente emocionados ante los encendidos gritos de apoyo a la institución y de repulsa al golpe que se acababa de instrumentar.

(…) Fue así como los dirigentes del periódico decidieron abandonar el edificio y salir a la calle, seguidos por un nutrido grupo de cooperativistas, trabajadores eventuales y colaboradores que entendían claramente la significación del golpe. Se trataba de un atentado artero contra la libertad de expresión en el que se habían conjuntado intereses ajenos a la cooperativa y ambiciones internas de quienes se convirtieron en instrumentos para la ejecución de un crimen.

Reportaje publicado el 17 de julio en la edición 2385 de la revista Proceso cuya edición digital puede adquirir en este enlace.

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