Michoacán

Las cicatrices de un conflicto que todos quieren olvidar

"Las comunidades que vamos dejando atrás muestran las cicatrices de un conflicto que todos quieren olvidar, pero sus paredes con cientos de impactos de balas no lo permiten". Así relata José Alberto Fernández Chávez, psicólogo de Médicos Sin Fronteras, su experiencia sobre la violencia en Michoacán
jueves, 23 de septiembre de 2021 · 18:45

Tierra Caliente, Mich. (Proceso).– Con el amanecer partimos. Olvidé mi botella de agua, pero pienso que no importa y que usaré una taza que llevo en la mochila. Me pregunto si lloverá esta semana ahora que las temperaturas llegan a los 42 grados. El equipo agradecería un día nublado. Desayunamos a medio camino y compramos un poco de comida extra para la cena.

Los interminables campos de árboles limoneros advierten que estamos cerca de la frontera invisible que divide a las comunidades y que mantiene confinadas a las personas debido a las disputas del territorio.

El grupo armado se siente tan incómodo como nosotros cuando pasamos su barricada. Hemos logrado cruzar. Ahora el mundo ha cambiado.

Hay arboles de limón que apenas sobreviven y esconden hectáreas de vegetación seca y muerta. Escuchamos los casquillos de las balas mientras las llantas de la camioneta pasan sobre ellos.

Montamos la clínica móvil. El equipo trabaja como un engranaje bien aceitado. Al poco tiempo inician las consultas médicas y de salud mental. Ahora es mi turno para acompañar a Alfonso, quien me cuenta cómo su madre se encuentra en su lecho de muerte esperando a un hijo que no podrá estar con ella, que no podrá despedirse porque no tiene permitido cruzar el límite de la comunidad. Sufre al saber que no podrá decirle cuanto la quiere y cuanto desea poder estar a su lado.

Llega la noche. Tomo una ducha alumbrado por la luz de mi linterna. Apenas bajo la cubeta con agua para comenzar a ducharme cuando escucho detonaciones a lo lejos que me recuerdan lo cerca que estamos del conflicto.

Al día siguiente se acerca Sandra, madre de una hija que le fue arrebatada hace tres años y no ha vuelto a su lado. Juntos hemos tratado de vislumbrar un camino para ella desde que empezamos a asistir a su comunidad. Ella me comenta: “Hay días felices en los que estoy bien, hay otros muy tristes y ahora sé que sentir esto también está bien”.  Me cuenta que mantiene la casa de su hija tal como la dejó para el día en que ella regrese.

Por la tarde decido visitar a don Roberto quien alguna vez fue un dreamer. Llegó a suelo americano siendo niño y pudo hacer una vida con éxito en Estados Unidos y hoy a sus 88 años de vuelta en su país sueña con poder ver a su familia que fue forzada a huir de la comunidad y no ha podido volver debido a los bloqueos que mantienen grupos armados en los caminos. Lo único que pueden hacer sus familiares es mandar dinero para que los pocos vecinos que aún quedan en la comunidad lo cuiden. Roberto se sienta todas las tardes afuera de su casa esperando a su familia.

Con el amanecer partimos, otra vez. Nos trasladamos a unos 20 kilómetros más adelante. Las comunidades que vamos dejando atrás muestran las cicatrices de un conflicto que todos quieren olvidar, pero sus paredes con cientos de impactos de balas no lo permiten. Las calles que alguna vez estaban llenas de vida ahora están abandonadas, pues las líneas que impiden el paso a este territorio dejaron decenas de casas vacías.

Llegamos a nuestro próximo destino. Montamos nuevamente la clínica y la lluvia comienza a caer, pero esto no impide que nuestra sala de espera esté llena de vida.

Lupita se aproxima al inicio de la consulta. Me cuenta que el grupo armado que opera ahí en múltiples ocasiones acude a ella para tratar heridos porque tiene conocimientos básicos de medicina. Me comparte la desesperación que ha llegado a sentir cuando experimenta flashbacks muy intensos donde vuelve a ver los cuerpos destrozados de sus pacientes que fueron víctimas de ataques con drones explosivos. 

“Esta es la realidad que vive uno aquí, me tengo que partir en dos. De día soy ama de casa y por las noches soy cirujana de guerra. No sé qué pasaría si me negara a hacerlo”, me dice. 

Su hijo Alexis experimenta mucho miedo. Llora y grita por las noches. “Tiene miedo de que lleguen los armados en la noche y pues que le va a hacer uno, aquí ahora es así”, cuenta resignada.

Hemos terminado tarde. Ya es de noche y, sin embargo, todavía hay alguien en la puerta solicitando atención psicológica: es Estefanía. Hace siete meses fue secuestrada junto con sus compañeros de trabajo. Me platica como la tuvieron atada en la misma posición durante días. El hambre, el frío y el miedo que pasó han dividido su vida: “antes yo era otra mujer, esto me partió la vida”, menciona.  “Mis secuestradores nos amenazaban con una pantera, a veces le daban de comer pedazos de seres humanos frente a nosotros”. 

Esmeralda, su hija de 9 años, se pregunta qué le pasa a su madre cuando se despierta gritando en medio de la noche. “Aún escucho las cosas que me decían mientras me golpeaban y me violaban”, se lamenta. Este conflicto también va dejando cicatrices que no podemos ver.

Estefanía necesita un tratamiento multidisciplinario. Mi compañera médica y yo, como su psicólogo, hacemos lo mejor que podemos por ella mientras logra llegar a otro sitio donde le puedan brindar un mejor tratamiento, con la esperanza de que ella junto con su hijo puedan desplazarse hacia allá y dejar su comunidad porque sabemos que cruzar las líneas será difícil. Trato de darle ánimos y le reitero que todos en el equipo haremos lo posible para que los trasladen a un centro de atención especializada de MSF destinado personas que como ella han sufrido violencia extrema.

Salimos de consulta. Voy sintiendo que he hecho poco por ella. Ella piensa lo contrario. Se despide diciéndome: “Muchísimas gracias a todos ustedes. Me siento mejor y creo que voy a mejorar cuando pueda salir y recibir mi tratamiento”.

No puedo esconder una sonrisa, le agradezco a ella por dejarnos acompañarla un poco y nos decimos hasta pronto.

Con el amanecer partimos de regreso a la ciudad. Los niños juegan en la plaza central, las parejas se besan, las bandas marciales tocan y unos jóvenes se pelean afuera de un bar. El conflicto armado entre grupos criminales ha dibujado, en el estado de Michoacán, varias líneas. De este lado pareciera que el conflicto no existe, dejamos atrás las barreras que han fracturado la vida de miles de personas con cientos de familias que se encuentran separadas y con decenas de comunidades prácticamente vacías.

Ahora que estoy del otro lado. Llega mi turno de ser hijo, hermano, amigo y pareja. Mi fin de semana pasa rápido y mi teléfono móvil se convierte en un ancla que me ata a las personas que amo.

*Psicólogo de Médicos Sin Fronteras, organización que desde diciembre del 2016 ofrece atención médica, psicológica y humanitaria, gratuita y confidencial, en Guerrero y Michoacán, la cual incluye servicios de salud sexual y reproductiva, atención psicosocial y atención a sobrevivientes de violencia sexual, a través de clínicas móviles.

Texto publicado en el número 2342 de la edición impresa de Proceso, en circulación desde el 19 de septiembre de 2021.

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