Análisis
El mal
Después de tanto horror deberíamos ser incapaces como sociedad de darle algún sentido a las palabras "torturar", "violar", "desmembrar", "decapitar", "asesinar", "impunidad". Sabiendo lo que sabemos deberíamos ser capaces de desafiarlo.CIUDAD DE MÉXICO (apro).- El mal –una palabra para cuyo significado hay que remontarse a la raíz indoeuropea del sánscrito mala (“oscuro”, “sucio”)– carece en realidad de contenido. No obstante las sesudas interpretaciones que se han dado a lo largo de la historia para explicarlo y erradicarlo, su gramática no sólo sigue siendo la misma desde que el hombre apareció en la faz de la tierra, sigue siendo también, y por lo mismo, indescifrable. El prehomínido que esgrime un fémur como arma de destrucción en la película 2001: Odisea del espacio, de Kubrick, no ha variado un ápice del sicario que con una sierra eléctrica decapita en el mundo de los derechos humanos. Marsias desollado no es distinto al cadáver sin rostro y con los ojos arrancados del muchacho que se encontró al día siguiente de los crímenes de Ayotzinapa.
La espantosa sintaxis de la crueldad ha estado allí en la historia y sus narrativas con la misma sorprendente y monstruosa monotonía. De La Biblia a La fiesta del chivo de Vargas Llosa; de los mitos griegos a Sade y de éstos a Las benévolas de Jonathan Littell, a La noche de Elie Wiesel, a los videos de torturas, violaciones, desmembramientos, decapitaciones que circulan en internet y que desde hace años aparecen con esas huellas en los cuerpos hallados en fosas clandestinas o arrojados en las calles y parajes de México, el horror es el mismo y, pese a todo, inexplicable.
Cada vez que se ha intentado explicar esa irrupción de lo absurdo en el centro de la vida, ese drama de la carencia de ser que se logra como desastre, lo único que se ha hecho –decía Iván Illich al referirse a las armas de exterminio masivo– es introducirlo en el debate de la vida, darle carta de naturalización, consentirlo, porque no es posible discutir con el lenguaje que define lo humano una evidencia de muerte, una realidad sin sentido ni significado.
Pese a ello, seguimos haciéndolo. Andrés Manuel López Obrador –un hombre cuyo pueril sociologismo no valdría nada si no fuera presidente de un país donde esas crueldades suceden a diario y van en aumento– se empeña en creer que es consecuencia de la pobreza, aunque no tengamos 50 millones de asesinos. Su argumento es tan estúpido como intentar justificar la pertinencia de un campo de exterminio.
En nombre de ese tipo de explicaciones, la sociedad relativiza el horror, permitiéndolo hasta normalizarlo. Somos –como alguna vez lo fueron los alemanes en el nazismo– gente que, sabiendo lo que sucede, nos negamos a creerlo.
Es cierto que no podemos hacer un mundo donde el mal no exista. La crueldad es tan vasta y repetitiva en su infamia como la historia de la humanidad. Pero podemos, contra cualquier explicación o intento de relativizarlo, decir: “NO”; “no lo aceptamos”; “nos negamos a colaborar con un Estado que consiente el mal”.
Muchos continuamos haciéndolo. Pero es imposible guardar alguna esperanza cuando los gobiernos, en nombre de las explicaciones sobre el mal, mantienen más de 90% de impunidad y usan la justicia arbitrariamente; cuando en nombre de una democracia vacía la sociedad relativiza su presencia; cuando la prensa lo presenta de manera parcial, selectiva y coyuntural.
Después de tanto horror deberíamos ser incapaces como sociedad de darle algún sentido a las palabras “torturar”, “violar”, “desmembrar”, “decapitar”, “asesinar”, “impunidad”. Sabiendo lo que sabemos deberíamos ser capaces de desafiarlo. Lejos de ello, al enfrascarnos en una guerra política por quién debe administrar la crueldad –si Morena y sus partidos satélite o la alianza PRI, PAN, PRD–, le hemos dado carta de naturalización.
El horror que acompañó a las elecciones del 6 de junio y nuestro empeño por explicarlo y relativizarlo parece ser un punto de inflexión hacia una especie de impotencia y de desesperación casi absolutas frente al mal. De continuar así, vendrán cosas peores. La historia es, por desgracia, pródiga en este tipo de lecciones: después del Holocausto y del Gulag, las matanzas de Pol Pot y sus jemeres rojos; luego el horror de Ruanda y en Colombia el terror narco; hoy, en México, la larga acumulación de crueldades del crimen organizado en colusión con partidos y Estado que relativizamos y los noticieros nos presentan de manera aislada y selectiva: ayer fue Ayotzinapa; hace muy poco la masacre de mujeres y niños de la familia LeBarón; hoy, el asesinato de Tomás Rojo, las masacres de Reynosa y de Guanajuato, si no se acumula otra más cuando este artículo esté publicado.
Hay periodos en la humanidad en que una especie de tara se apodera de ella, una forma en la que el mal se reproduce por inacción o por un sentido equivocado para contenerlo. Es como si a fuerza de mirar lo insoportable e intentar explicarlo y relativizarlo, se anestesiara para aceptarlo y hacerlo parte de lo cotidiano. Cuando eso sucede no hay manera de limitarlo.
Desmembrados como sociedad, divididos en rencillas, reducidos a individuos que relativizan y explican el mal, es imposible, como decía Kierkegaard, ayudar a salvar una época: sólo es posible decir que está perdida. Llegados allí, lo único que queda son esos pequeños polos de resistencia donde la bondad hacia las víctimas, acompañada de una exigencia de justicia hacia los victimarios, preserva en su “NO” el sentido de la dignidad y de lo humano.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.