Opinión

La compasión y las urnas

El propio Andrés Manuel López Obrador, que debería ser el garante de la paz, ha sido uno de los principales promotores de la crueldad y la indiferencia.
martes, 15 de junio de 2021 · 22:21

CIUDAD DE MÉXICO (apro).- De todos los principios éticos, la compasión –sentir el sufrimiento del otro– es el más difícil de practicar: a nadie –dice André Compte-Sponville– le gusta ser su objeto. Tampoco sentirla. En México, sin embargo, la compasión, socialmente hablando, se volvió casi inexistente. Lo que ha prevalecido en los últimos 16 años es precisamente su contrario: la dureza, la crueldad, la indiferencia, la insensibilidad. Lo muestran los más de 300 mil asesinados, los más de 88 mil desaparecidos y las más de 4 mil fosas clandestinas, que permanecen impunes y cuyo número aumenta.

Pese a esa realidad inaceptable, a la que en los meses previos a las elecciones se sumaron –según Etellekt Consultores– 910 agresiones contra aspirantes y candidatos –91 de ellas asesinatos– ningún partido (aun cuando muchas de estas víctimas fueron de sus filas), ningún gobierno, ningún candidato, ninguna organización civil ha llamado ni llamó a la unidad nacional; ninguno a poner de lado las diferencias y a exigir como prioridad del país una política de Estado conjunta en favor de la justicia y la paz; ninguno a salir juntos a las calles para salvar la democracia.

Por el contrario, como si esos hechos fueran la norma y la democracia existiera en esas condiciones, gobiernos, partidos, candidatos, ciudadanos, acompañados por la prensa, prosiguieron su marcha hacia unas elecciones ensangrentadas, llenas de dinero sucio y de cárteles asociados con ellas. Muchas personas, incluso, han mantenido en las redes sociales una violencia verbal que hiela la sangre.

Si hubiese habido compasión –esa virtud que, al sentir el sufrimiento ajeno, se niega a mirarlo con indiferencia–, jamás habríamos aceptado ir a las urnas sin que antes partidos y gobiernos limpiaran sus filas de criminales, corruptos e imbéciles; sin exigir que, por encima de nuestras diferencias políticas y de nuestras concepciones del rumbo del país, se hubiera puesto como única prioridad de la nación una política consensada de justicia y paz. Lejos de ello, repitiendo el ritual vacío de las elecciones, cuyos resultados –lo hemos visto en cada una de ellas– terminan por acrecentar la violencia y contaminar cada vez más la vida política y social del país, se optó por lo contrario. Al ir a las elecciones en esas circunstancias, se depositó un voto en favor de la violencia y el crimen. Nada que no tenga que ver con esas plagas saldrá de las cajas de pandora de las urnas. No importa si al votar se hizo por personas que guardan un sentido de la dignidad. El problema no es de personas –ojalá lo fuese–, sino de estructuras e instituciones penetradas por gente relacionada con el crimen organizado o contaminadas por sus métodos y conductas.

El propio Andrés Manuel López Obrador, que debería ser el garante de la paz, ha sido uno de los principales promotores de la crueldad y la indiferencia. Su supuesto cristianismo, que reduce a Jesús a un simple luchador social, olvidó, en su ignorancia, una de las bases de la doctrina del pobre de Nazaret: la compasión, que acompaña al agapé –la manoseada caridad reducida a dádivas–. Al olvidarlo, AMLO, lejos de asumir, como Jesús, el sufrimiento de las personas –incluyendo el de los enemigos– y a rehusarse, como él, a aceptarlo con indiferencia, se contaminó de saduceísmo y se volvió solidario del crimen. Por ello traicionó la agenda de justicia transicional pactada con las víctimas (las acusó de ser un show y de querer “manchar” su “investidura”), destruyó las instituciones creadas para defenderlas, levantó vallas contra las mujeres, mandó “al carajo” a las víctimas del siniestro de la Línea 12 del Metro, entronizó a las Fuerzas Armadas, ha sido connivente con la familia del Chapo Guzmán y con el crimen organizado que se ha apoderado de amplios territorios del país y del Estado (aquel –dijo un día después de las elecciones– “se portó en general bien, el viernes, sábado y domingo [mató sólo] a 209, menos de 70 por día”) y ha convertido “las mañaneras” en un sanedrín de juicios sumarios.

Esa ausencia de compasión que lo caracteriza y que promueve cada día es la misma con la que, con otras retóricas, gobernaron Calderón, Peña Nieto y gobiernan muchos gobernadores, presidentes municipales y “representantes” de esa abstracción llamada “pueblo”; la misma que ha llevado a muchos sectores sociales a polarizarse y perder de vista la captura del Estado y de los partidos por parte del crimen; la misma que condujo a una porción de la sociedad a las urnas a ejercer un voto tan democrático como solidario de una lógica partidista inaceptable.

Mientras no seamos capaces de recuperar la compasión y, con ella, la indignación para crear una agenda consensada de justicia y paz, las urnas seguirán siendo un simulacro democrático y el destino de eso que aún llamamos Patria el de una violencia incontrolable y un matadero cada vez mayor. La compasión, decía Schopenhauer, es la base de la moral. Se opone a la crueldad (el mal mayor) y al egoísmo (fuente de todos los males). Mientras no volvamos a ella, jamás haremos lo que debemos hacer: detener el horror y sentar las bases para un nuevo pacto social, una nueva forma de democracia y un suelo donde volver a florecer.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.

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