Análisis
Una nueva forma de la dictadura
Bajo el sofisma, repetido incansablemente por AMLO, del pueblo "sabio" y "bueno" que "no se equivoca", el déspota que lo habita quiere arrogarse, como en las dictaduras de las que bebe, el derecho de hacer lo que quiera y de transformar la arbitrariedad en bendición.A las víctimas de la Línea 12 del Metro, otras tantas de la criminalidad del Estado.
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- En su estudio La sabiduría del amor, Alain Finkielkraut analiza, entre muchas otras cosas, uno de los componentes que están en la base de los despotismos: la santificación del pueblo. Desde la época del Terror que siguió a la Revolución Francesa y que resume la frase de Robespierre: “El terror no es más que la justicia rápida, severa e inflexible”, la idea de que al pueblo todo le está permitido porque la legitimidad emana de él, ha acompañado a los regímenes dictatoriales.
Contra lo que suele pensarse, las dictaduras no son, por lo mismo, un fortalecimiento del Estado, sino su debilitamiento. Así, los fascismos buscan plegar las instituciones jurídicas a la voluntad nacional representada por el caudillo que la encarna. Los de corte marxista, sustituir al Estado por el pueblo oprimido y fundar, como quería Zimoniev, “una civilización sin derechos” en nombre de los derechos de los más débiles.
Hay algo de esas dos ideologías en el lenguaje trasnochado y populachero de López Obrador. Semejante a un fascista, AMLO mira en la masa y su ardor primitivo, que le gusta reproducir en las plazas, la adhesión de una fuerza instintiva que reconoce en su líder al siervo de su señorío: “Gracias –exclamó al asumir la Presidencia de la República– por el apoyo que recibo de ustedes. Yo sólo soy un dirigente. El pueblo es el gran señor, el pueblo es el que verdaderamente manda y gobierna”. Una diatriba que recuerda a la del escritor francés de derecha Barrès: “El pueblo me reveló la substancia humana, y aún mejor que eso, la energía creadora”. Semejante a los comunistas, no ha dejado de denunciar, como decía Marx, “el agravio absoluto” al pueblo por la rapiña de “los neoliberales” y “corruptos”.
Esta alianza, aparentemente innatural, es en AMLO el anverso y el reverso de una misma medalla. Por un lado, la del pueblo como fuerza vital que nada ni nadie debe constreñir: una pura voluntad de poder por encima de los equilibrios del Estado. Por el otro, la del pueblo mártir, que se revela contra sus verdugos y que, en su fuerza redescubierta, lleva consigo la santa voluntad de la reparación. Sea a veces una, a veces otra, el pueblo –ese monstruo sin rostro que AMLO reproduce en el griterío de las plazas y que él, como caudillo-presidente, encarna y dirige– debe ser servido por encima de la ley. De allí su afán por someterla, por ponerla al servicio de la vitalidad de un pueblo humillado. De allí la persecución, el juicio rápido, severo e inflexible, al estilo del Terror jacobino, que ejerce desde la tribuna de la “mañanera” contra los “corruptos”, los “neoliberales”, los “conservadores”, los “fifí”. De allí su erosión de lo poco que queda de las débiles y ya sometidas instituciones del Estado.
Bajo el sofisma, repetido incansablemente por AMLO, del pueblo “sabio” y “bueno” que “no se equivoca”, el déspota que lo habita quiere arrogarse, como en las dictaduras de las que bebe, el derecho de hacer lo que quiera y de transformar la arbitrariedad en bendición.
Heredero del Terror jacobino en sus rostros fascista y marxista, las pretensiones de AMLO sólo serían una calca rascuache de los despotismos del siglo XX, si contara todavía con la estructura del Estado, que las dictaduras parasitan y someten en nombre del pueblo. Su problema es que el Estado y las pocas instituciones que quedaban, y que se empeña en destruir, se desfondaron. Parasitadas por esa forma de la dictadura que fue el PRI y por la mal llamada “transición”, el Estado, desde que AMLO llegó a la Presidencia, está capturado por el crimen organizado. En esas condiciones, el déspota AMLO no usa al Estado, como las tiranías del siglo XX, para reinar en nombre del pueblo. Por el contrario, es el Estado, capturado por el crimen, quien usa al déspota para reinar y controlar, como pueblo, lo mismo territorios, como en Aguililla, Michoacán, que grandes franjas de los partidos y de los gobiernos. Detrás de las diatribas del presidente, de sus juicios sumarios, de su asalto a lo que queda de institucionalidad; detrás, incluso, de la democracia que la oposición dice defender, lo que en realidad reina es la violencia sin contornos de las bandas criminales. No dice otra cosa la cantidad de dinero sucio que hay en las campañas, la historia de corrupción que acompaña a varios candidatos y funcionarios de ayer y hoy, el desprecio por las víctimas, los mimos a los cárteles –la protección de Calderón a García Luna, la de Peña Nieto al Ejército y la policía en el caso Ayotzinapa, la visita de AMLO a la madre del Chapo, la liberación de Ovidio, la negativa a investigar a Cienfuegos y a Ricardo El Pollo Gallardo, los asesinatos a periodistas y a candidatos, la defensa de AMLO y de la 4T a Salgado Macedonio, la del PAN a Cabeza de Vaca, el alarde de vulgaridad e ignorancia–, las fosas, las redes de extorsión, de trata, la corrución rampante, la impunidad. En esta nueva forma de la dictadura, palabras como democracia, pueblo, Estado, elecciones se han vuelto tan amorfas como la violencia generalizada que se extiende por todo el territorio social y político, dejando a las personas, al aspirante a déspota y a los partidos sometidos a su imperio.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.