Las Mujeres del 68
Dolores de Maria y Campos, “heroína anónima”
En 2019 Ediciones Proceso publicó el libro “Ellas. Las mujeres del 68”, 18 conversaciones que la periodista Susana Cato sostuvo con participantes del movimiento estudiantil que hoy cumple 55 años. Este perfil inédito formará parte del segundo volumen.
Ciudad de México (Proceso).- La escultora Paloma Torres recuerda a su abuela entre grandes obras de barro, yeso, cemento, tela burda, piedra y madera, en su estudio de San Ángel, un paisaje onírico donde destaca, en un marco barroco, el retrato en blanco y negro de Dolores de María y Campos:
“Era de las que iba y se metía a la ladrillera o se metía a ver a los tuberculosos. Todo el tiempo estaba pendiente de qué estaba sucediendo. Realmente hubiera querido ser médico, pero en su época no se dio. Fue una gran enfermera con una conciencia social absoluta. Todo lo que hacía era tras bambalinas. Nunca presumía. Actuaba, sin decir. El día que murió nos enteramos de un titipuchal de cosas que hacía”.
Como ayudar a escapar a los heridos desde la Cruz Roja ese 1968.
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Dolores de María y Campos nació en el seno de una familia bien acomodada, en la Ciudad de México, el 22 de diciembre de 1909.
Su padre, Mariano de María y Campos, fue uno de arquitectos más destacados del Porfiriato. Uno de los magnos proyectos soñados por Porfirio Díaz era la construcción de un imponente Palacio Legislativo, pero la obra avanzaba despacio (tan despacio que Díaz no podría imaginar que lo único que quedaría es la enorme cúpula ni que ésta, con las vueltas que da la historia, se llamaría Monumento a la Revolución).
Se encargó entonces al arquitecto rescatar como sede temporal del Congreso el edificio del Teatro Iturbide, recién incendiado. Así que literalmente “desde las cenizas”, construyó el recinto neoclásico que hoy alberga al Congreso de la Ciudad de México, en la esquina de Donceles y Allende, una obra que imita a los palacios legislativos greco-romanos.
Pero el arquitecto murió asesinado poco después y sus hijos pequeños, Mauricio y Dolores, fueron criados por su madre y un tío. Mauricio fue también un arquitecto destacado. Y Dolores, quien tuvo una educación de primera, hablaba un perfecto inglés y un perfecto francés. “Fue traductora de Charles De Gaulle cuando vino a México”, cuenta su nieta.
Se casa a los 21 años, pero enviuda poco después y “se mete a estudiar enfermería, que era su pasión, mientras mi bisabuela cuidaba a mi mamá, Dolores Estrada, que también sería enfermera”.
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Su hija Dolores Estrada se casa después con el arquitecto Ramón Torres, quien en 1968 era director de la Escuela de Arquitectura de la UNAM.
“A él le tocó cuando los estudiantes agarraron a todos los directores, junto con Javier Barros Sierra, el rector, y los dejaron guardados en Rectoría un ratito”.
También recuerda Paloma que a su padre “le tocó absolutamente todo el proceso del 68. Entre otras cosas, iba a la cárcel para resolver cómo podía sacar a los alumnos de arquitectura que habían metido al bote. Siempre hubo esa parte de conciencia social en mi casa”.
Su abuela también la tenía:
“No era esa mochería y mojigatería de la sociedad mexicana que hasta el día de hoy existe. Era o se volvió más librepensadora. Y eso también ayudada por mi papá. Pues mi papá venía de otra condición, diferente. De una clase media, nació en Pachuca y llegó a México. Era un tipo inteligente, académico de la UNAM, vanguardia. Y muy divertido.
“Tenía la teoría de que los espacios en donde habitas y los espacios en los que estás son los que forman tu espíritu. Por eso a las ciudades es tan importante cuidarlas y guardarlas, porque son el espacio donde creas la inteligencia de una sociedad”.
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A Dolores de María y Campos ya le había tocado vivir de niña, dentro de su familia porfirista, la “Decena trágica” para derrocar a Madero, en 1913, y a los 30 años, con una familia fervientemente católica, la persecución religiosa y la Guerra Cristera. Toda su vida fue diario a la iglesia y tenía entre sus fotografías, en la cabecera de su cama, una del Padre Pro (acusado de complicidad en el asesinato de Álvaro Obregón), fusilado en aquellos tiempos. Ese lance de confrontación entre el gobierno y la Iglesia lo vivió en su casa de la capital que, para más señas, tenía un pozo que conectaba, por un túnel subterráneo, con la Iglesia del Carmen, en San Ángel.
Esos tiempos parecían lejanos en 1968, año que cimbraba al mundo entero con un clamor por la libertad política y sexual.
Y a Dolores Campos le tocó entonces, como presidenta de las Damas Voluntarias de la Cruz Roja, participar de forma directa en éste, otro episodio que marcaría con sangre la historia de México, el de la juventud rebelde enfrentada al gobierno represor.
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La lluviosa noche del 2 de octubre de 1968 muchos heridos (de bala, golpes, caídas, fracturas y ataques de nervios) fueron llevados a la Cruz Roja de Polanco desde la plaza antigua de Tlatelolco. La mayoría eran jóvenes, muy jóvenes estudiantes universitarios.
Dolores Campos, Dolores Estrada o Dolores de María y Campos formaba parte desde 1936 de la Sociedad de Damas Voluntarias que había dado origen a la Cruz Roja en México. Era, en esos momentos, la presidenta del grupo, y conmovida y sorprendida por la manera en que el gobierno había reprimido una manifestación pacífica, tomó una postura acorde con su alma: “Le tocó directamente recibir a toda esa bola de chicos malheridos, que además no llevaban ni armas”.
Eran tiempos oscuros, y después de la lluvia de balas en la plaza, ejército y policía buscaban y sacaban a los estudiantes de los departamentos en Tlatelolco donde se habían atrevido a darles asilo, y hasta de las camas de los hospitales. Al enterarse de esta brutal persecución, Dolores Estrada levantó de la cama a un estudiante herido, le puso ropa blanca de médico, lo sacó como pudo por los pasillos de la Cruz Roja, y dio la orden:
“Las enfermeras tomaron de los roperos más batas blancas y pantalones, disfrazaron con ellos a todos los heridos que pudieran andar, llevándolos del brazo, fuera del hospital. Algunos salían hasta con un estetoscopio colgando. Muchos se quejaban, sufrían”. Y la heroica enfermera “les respondía: ‘a ver chiquito, ¿qué prefieres, Campo Militar No. 1 o aguantarte tantito el dolor?’. Para mi abuela era terrible pensar que eso se iba a convertir en una generación perdida. Víctimas de una masacre”.
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Lola Campos era una mujer de dinastía porfirista con conciencia social, una católica auténtica, que, como dice su nieta Paloma Torres, “amaba al prójimo como a sí misma. Iba diario a misa, pero era una mujer que se comportaba hasta como guerrillera. Siempre luchando para que el mundo mejorara de alguna manera. Para ella fue terrible el 68, la marcó”.
“Mitigar el dolor de los enfermos y desvalidos” fue una de las causas bien cumplidas que la llevó a ser galardonada, en 1973, con la medalla Florence Nightingale, que la Cruz Roja Internacional sólo ha otorgado a dos enfermeras mexicanas.
A los 75 años, “mi abuela ya estaba retirada, pero retirada con trabajo, seguía indicando qué hacer en la Cruz Roja. Me dijo: ‘yo me quiero morir el día que ya no sea autosuficiente para moverme, vivir sola’. Y además: ‘me quiero morir en sábado porque los que se mueren en sábado se van a la gloria corriendo’”.
Se murió un sábado, en 1983. Tras el velatorio, a la salida de la funeraria, “todo el personal de la Cruz Roja le hizo valla, empezaron a sonar las sirenas, las ambulancias de la Cruz Roja comenzaron a dar vueltas, y se fue en una de ellas a que la incineraran”.
Y allí, en su caja --según recuerda su orgullosa nieta--, “la condecoraron como General”.
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Susana Cato es egresada de Comunicación social de la UAM-X, periodista, guionista y promotora cultural, es autora de la novela histórica “Isjir. Memorias de un migrante iraquí”, y están por aparecer sus libros “Morir de amor y otros relatos zombies” y “Amas de casa, cuentos irredentos”, en la Tuna Literaria de Chumbera producciones.