Opinión

Diferencias parlamentarias: cuando los insultos ya no bastan

El choque entre Alejandro Moreno, presidente del PRI, y Gerardo Fernández Noroña, senador, no fue una anécdota más de la política dura. Fue un episodio que encendió focos rojos: insultos directos, ataques personales, humillación pública.
lunes, 1 de septiembre de 2025 · 08:35

CIUDAD DE MÉXICO (apro).- La polarización en México ya no es un concepto que se discute en seminarios. Está en la calle. En los medios. En los partidos. Y ahora también en la forma en que se agreden los propios dirigentes. El choque entre Alejandro Moreno, presidente del PRI, y Gerardo Fernández Noroña, senador, no fue una anécdota más de la política dura. Fue un episodio que encendió focos rojos: insultos directos, ataques personales, humillación pública. Ahí se vio con claridad lo que el país lleva años normalizando: la disputa política dejó de ser debate y se volvió pelea. Y cuando la política se convierte en pleito, la pérdida es para todos. 

Primero.  La política mexicana nunca fue un té de cortesía. Pero tenía límites. Había un código no escrito de respeto mínimo. En el ataque de Moreno a Fernández Noroña, frustrado en parte por la mesura del senador al no caer en la confrontación física, se expresó con nitidez la escalada de la polarización. El dirigente priista no cuestionó ideas. Atacó a la persona. Y lo hizo con intención de exhibirlo. De dejarlo reducido. Ese gesto convierte la política en ring, donde no importa la razón sino el golpe que más duela. Esa forma de pelear manda un mensaje: la ofensa es válida. Peor aún, se vuelve necesaria para marcar presencia. Ese mensaje baja a la militancia y contamina a la ciudadanía. Lo que se grita arriba termina replicándose abajo: en las redes, en la mesa familiar, en la conversación de oficina. El caso no fue una excepción, sino la muestra de un estilo que gana terreno. Y lo preocupante es que ese estilo da frutos inmediatos: genera atención, circula en medios, engancha a los seguidores. El riesgo es que lo extraordinario se convierta en regla. Que la evolución de las especies de Darwin se traduzca en acto. Pero justo al revés. Que la violencia física ocupe el lugar del argumento. Que la burla sustituya la propuesta. La política, entonces, se degrada a espectáculo. Se vuelve un concurso de golpes que entretiene un rato pero vacía de sentido la vida pública. Una democracia sin debate real se transforma en simulacro. Y el simulacro termina cobrándose en desencanto y en abstención. 

Segundo.  Un líder que insulta no sólo se exhibe a sí mismo. Arrastra la investidura que representa. Moreno actuó como presidente del PRI. Fernández Noroña no cayó en la provocación como senador. En ese cruce, el golpe dejó de ser personal: fue institucional. Y ahí está el mayor daño. La legitimidad de la democracia se sostiene en símbolos. Uno de ellos es el respeto. No hacia la persona en lo individual, sino hacia el cargo que encarna la voluntad de los votantes. Cuando un dirigente agrede a un legislador, manda la señal de que nada es intocable, de que todo puede ser pisoteado. Y con cada golpe se desgasta la confianza. Esa confianza, frágil de por sí, se convierte en cenizas. Lo más grave es que el desgaste no es inmediato. Opera de forma silenciosa. Cada episodio resta un poco de credibilidad. Y la suma de episodios acaba en cinismo ciudadano. Si los políticos se insultan como rivales de barrio, ¿para qué creer en ellos? Esa pregunta se instala y mina el terreno democrático. En ese vacío prospera la tentación autoritaria, la idea de que basta con “ordenar” desde arriba lo que el diálogo ya no resuelve. Ese es el costo oculto de la agresión. 

Tercero. El choque entre Moreno y Fernández Noroña refleja una tendencia más amplia: la normalización del antagonismo. Antes, la competencia política giraba en torno a programas, narrativas, proyectos. Hoy parece reducirse a un concurso de descalificaciones que empieza llegar la razón de la sinrazón. Gana quien hiere físicamente más. Se moviliza con odio. Y ahora se llega a los golpes. El problema es que este estilo resulta rentable. Asegura titulares, multiplica clics, enciende a las bases. Pero rompe los puentes entre ciudadanos. Polariza hasta lo cotidiano: la sobremesa, el chat familiar, la conversación con amigos. Y mientras tanto, los problemas de fondo siguen intactos. La violencia, la desigualdad, la corrupción, la crisis ambiental. Todo queda relegado mientras la política se entretiene en el teatro del antagonismo. Lo más inquietante es la velocidad con la que se normaliza este clima. La gente aplaude el golpe. Ríe el insulto. Comparte la agresión. Y en ese juego, los medios amplifican el ruido, volviendo rentable la crispación. Se crea un círculo vicioso: líderes que atacan, públicos que celebran, instituciones que se desgastan. El resultado es un país que discute menos y se confronta más. Y una democracia que se vuelve rehén del pleito interminable. El insulto no es un exabrupto pasajero. Es el síntoma de una enfermedad más profunda. Lo ocurrido entre Moreno y Fernández Noroña lo mostró con nitidez. La política mexicana se desborda en polarización y parece cómoda en ese terreno. Pero la comodidad tiene costo: erosiona la confianza, debilita las instituciones y abre la puerta al desencanto. La democracia no se pierde sólo con golpes de Estado. También se erosiona con cada insulto, y ahora golpe, que sustituye al argumento.  

Con cada líder que prefiere renunciar a la palabra para dirimir sus diferencias. Con cada ciudadano que aplaude el ataque físico en lugar de exigir soluciones. La pregunta ya no es quién ganó la riña. La pregunta es si todavía se cree que la política puede ser un espacio de diálogo y no sólo un ring donde la única victoria es noquear al otro. 

@evillanuevamx 

ernestovillanueva@hushmail.com 

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