Cine/Aún no
“Parthenope; los amores de Nápoles”
Los colaboradores de la sección cultural de Proceso, cuya edición se volvió mensual, publican en estas páginas, semana a semana, sus columnas de crítica (Arte, Música, Teatro, Cine, Libros).CIUDAD DE MÉXICO (apro) .- Desde que Paolo Sorrentino se diera a conocer con "La gran belleza" (2013), la cinta que rinde homenaje a Roma con todo el esplendor de sus eras y estilos, su cine se asocia con el gusto por lo monumental, forma de espectáculo que aprovecha el sol y la luz del Mediterráneo para contar historias en las que buscan reconciliarse juventud y vejez.
Su estilo es fastuoso, de lectura fácil, conciso, sin mucho que excavar, pues los monumentos de los diferentes estratos quedan siempre a la vista.
En "Parthenope; los amores de Nápoles" (Parthenope; Francia/Italia, 2024), el monumento es una mujer cuyo nombre corresponde al título, Parthenope (Celleste Dalla Porta), una belleza que nace, en el prólogo de la película, en el Nápoles de 1950, es bautizada con el antiguo nombre de la ciudad fundada por los griegos varios siglos antes de la Era Cristiana, una manera del realizador de honrar a su ciudad natal.
Un par de décadas más tarde, la extraordinaria belleza de la joven cautiva a quien la vea, incluso a Raimondo, su hermano mayor, quien vive presa de un amor incestuoso hacia ella, ambos en un triángulo con el hijo del ama de llaves, Sandrino; y por supuesto, Raimondo se suicida a las primeras de cambio.
Todo es espectáculo para Sorrentino, como el suicidio del hermano cuando se arroja desde los bellos riscos en Capri al azul Mediterráneo; el reto, para el guion, será lograr que esa Venus que surge del mar, en alguna escena, como el nacimiento de la diosa que pintó Boticelli, se llegue a convertir en un personaje de carne y hueso.
Las referencias al arte y a la historia italianas son fáciles de reconocer, válidas, siempre de buen gusto, a diferencia de Fellini, autor al que tanto admira; evita a toda costa la oscuridad, y el orgullo y el placer por explicar el legado artístico de Italia privan sobre cualquier tendencia hermética.
El conflicto queda bien planteado, Parthenope deberá sobrevivir a la culpa de la muerte del hermano, sostener una mirada lúcida frente al mundo masculino de poder que se agita a su alrededor.
Así, Parthenope explora desde las altas esferas hasta los fondos napolitanos cuando se relaciona con los hijos herederos de un jefe de la Camorra, o el escritor alcohólico extranjero que actúa Gary Oldman, impecable como siempre, o la línea académica de Marotta, el profesor universitario (Silvio Orlando) que la inicia en la ciencia de la antropología, o el poder religioso que va a representar un sacerdote sin escrúpulos, el cardenal Tesorone, a cargo del misterio de la sangre de San Gennaro, que se licua después de la misa.
Episodios, estos últimos, que podrían calificarse de fellinescos, si no fuera porque Sorrentino no resiste asociarlos a la psicología de sus personajes. En Fellini la metáfora, por grotesca y extraña que sea, es poesía en sí misma.
Celleste Dalla Porta aprovecha el espectáculo que organiza el director en torno a ella para mantener una mirada curiosa, una distancia que no le impide disfrutar de todo lo que la vida le ofrece, y a la vez poder encarnar este drama de aprendizaje femenino, lograr su lugar en el mundo por medio de su inteligencia más allá del físico.
En las apariciones de Steffania Sandrelli, en el papel de la Parthenope madura, Sorrentino fusiona el mito de la actriz, famosa en su momento por su belleza (El conformista, 1970), con la conquista de la mujer en la segunda mitad del siglo capaz de validarse por sí misma.
Resulta difícil creerle a Sorrentino cuando afirma que no trató de construir o ilustrar un mito, pero la metáfora del título, la combinación de virgen (Atenea, la doncella) y sirena, expone la visión masculina milenaria sobre un ideal y un temor de lo femenino.
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