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Prisca Awiti, las raíces fuertes de una familia imperfecta

La histórica medalla de plata que consiguió en los Juegos Olímpicos de París 2024 no solamente cimbró al país, también causó que Prisca Awiti escribiera su nombre en el judo, un deporte en el que México nunca había tenido un resultado tan grandioso.
domingo, 13 de octubre de 2024 · 07:00

Prisca Awiti es una de las 25 mujeres mexicanas que han ganado una medalla olímpica en lo que va del siglo. Son ellas quienes han sacado la cara por México. El 30 de julio último se convirtió en la primera judoca mexicana en ganar una presea de tal alto calibre para el país. Lo hizo en los Juegos Olímpicos de París 2024 siguiendo la filosofía de Jigoro Kano, padre del judo, el Jita Kyoei, concepto que puede traducirse como apoyo mutuo y solidaridad. Prisca Guadalupe Awiti Alcaraz, plata en la categoría de menos de 63 kilos, encontró y construyó esto con su familia.

Dolores Alcaraz, madre de la atleta, es oriunda de León, Guanajuato. Nació en su propia casa gracias a una partera que por aquellos años atendía a las mujeres de la ciudad que llegan de comunidades rurales. Ella fue una de las últimas bebés en llegar al mundo así porque ya para entonces los chamacos ya nacían en una clínica del Seguro Social. Su alumbramiento la marcó, pues con el paso de los años se dedicó al trabajo social. Así como la matrona que la ayudó a nacer, ella, desde su trinchera, también quiso socorrer a las familias.

Don Pedro y doña Guadalupe, abuelos maternos de Prisca, eran nativos del Rancho El Tejocote, una comunidad rural enclavada en el municipio de Yuriria, al sur del de Guanajuato, región colindante con el norte de Michoacán. El matrimonio de campesinos dejó su tierra en busca de darle una mejor vida a sus dos primeros hijos. Llegaron al ejido Portes Gil que pertenecía a Reynosa, Tamaulipas, con la supuesta promesa de un gobierno que en esa época ofrecía tierras gratis a los campesinos con tal de que fueran a poblar el norte de México. En ese lugar vieron la primera luz otros cuatro de sus niños. La vida no fue fácil. Sus ilusiones y esperanzas se desvanecieron día con día cuando vieron que las manos ya no les daban para desmontar esa tierra donde dizque iban a sembrar.

La realidad los empujó de vuelta a León, donde procrearon a cuatro descendientes más, ahí echaron raíces. Dolores es una de los 12 hijos de esa pareja, es la octava de los diez que sobrevivieron porque dos fallecieron cuando estaban chiquitos.

Doña Guadalupe se dedicó al cuidado de su hogar y de sus hijos. Era una mujer muy inteligente, de cabeza muy ágil y memoria fotográfica; con una inteligencia emocional que a todos dejaba boquiabiertos, pero que nunca pudo aprender a leer debido a su condición agravada de dislexia. Por más que lo intentó no lo logró. Jamás eso la limitó para educar a sus niños.

Don Pedro se despidió del campo para siempre. La vida lo llevó ya de adulto a una escuela donde aprendió el oficio de tornero. Trabajó en una empresa alemana muy generosa en salarios con sus obreros donde se construían bombas sumergibles. Así se ganó la vida hasta que se jubiló a los 60 años.

Lola Alcaraz y su hija Prisca. Foto: Especial.

“Tuvimos una vida muy sencilla en cuanto a lo material, pero emocionalmente muy rica. Mis papás eran muy amorosos y amables entre ellos y con nosotros. En mi casa nunca escuchamos a nadie que nos dijera mensos o estúpidos, a nadie tampoco se le ponían apodos. Mi padre estaba orgulloso de sus hijos y siempre presumía nuestras cualidades con toda la gente, era un súper papá. Mi mamá era un poco más estricta y, al mismo tiempo, muy cariñosa, era quien llevaba las riendas de la disciplina”, cuenta Lola Alcaraz.

Doña Guadalupe y don Pedro nunca hicieron diferencia entre las obligaciones de sus hijos e hijas, quienes por igual realizaban labores domésticas y también tenían libertad para salir de su casa a jugar. Por ejemplo, Lola aprendió corte y confección y a cortar el cabello, iba a nadar, a jugar voleibol y a bailar. Sus papás les decían que “salieran a aprender, que se dieran cuenta de que podían hacer todo aquello que se propusieran”. Si no querían ayudar en casa a las labores domésticas tenían la obligación de ocuparse en aprender algo útil.

Esas palabras fortalecieron la confianza de Lola, tanto a nivel intelectual como emocional. La casualidad quiso que uno de sus hermanos terminara viviendo en Londres, donde, además de casarse con una mujer irlandesa, se convirtió en padre de dos niños. Lola, de 26 años, ya ejercía en una empresa de León como trabajadora social cuando ese hermano la invitó a vivir con él para que le enseñara español a sus hijos y de paso ella aprendiera inglés.

El plan era ir sólo por seis meses. Sin embargo, todo cambió cuando Lola quedó flechada por Xavier Awiti, un keniano de su misma edad que también estaba en Londres estudiando inglés. Lo conoció en la casa de unos amigos de su hermano apenas unos días después de haber llegado a esa ciudad. Lo vio y se le iluminaron los ojos. “Era muy guapo, un hombre muy bonito”, confiesa Lola entre risas.

Su convivencia se dio principalmente en la escuela donde ambos estudiaban la misma lengua, también en las canchas de voleibol y basquetbol de la comunidad donde tenían amigos en común. Xavier era un extraordinario bailarín de ritmos latinos y africanos y así, entre la música y el calor de la amistad, se enamoraron.

Eso rompió con los planes que Awiti tenía. Su idea era regresar a su tribu de los Luo que está asentada en un lugar del oeste de Kenia conocido por formar teólogos y pescadores en Kisumu, el puerto principal del Lago Victoria. Xavier era un seminarista instruido en teología a quien sólo le faltaba ordenarse como sacerdote, soñaba en convertirse en un misionero hasta que Lola le rayó el paisaje como la lluvia.

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Fragmento del reportaje publicado en la edición 0016 de la revista Proceso, correspondiente a octubre de 2024, cuyo ejemplar digital puede adquirirse en este enlace.

 

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