julio scherer García
Un minuto sin respiro, un instante...
Este lunes 11 de septiembre se cumple el 50 aniversario del golpe militar que derrocó a Salvador Allende, presidente constitucional de Chile. De muchas formas, México, su gobierno, una parte de su sociedad y muchos de sus periodistas fueron protagonistas o testigos del sangriento asalto al poder.Este lunes 11 de septiembre se cumple el 50 aniversario del golpe militar que derrocó a Salvador Allende, presidente constitucional de Chile. De muchas formas, México, su gobierno, una parte de su sociedad y muchos de sus periodistas fueron protagonistas o testigos del sangriento asalto al poder encabezado por el general cuyo nombre es ya sinónimo de traición, Augusto Pinochet, o de sus consecuencias, que se prolongan en un tiempo que parece interminable. Como una aportación, Julio Scherer García, autor de Pinochet. Vivir matando, evoca sus tiempos de reportero en Chile en el texto que presentamos a continuación.
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).– Las cartas del destino las manejan manos misteriosas y yo no sé si esas manos son divinas o demoniacas. Frívolo en la vida cotidiana, Salvador Allende entregó a la muerte su ser profundo.
Conocí al doctor Salvador Allende y a su esposa Hortensia Bussi unos días antes del tránsito de la democracia cristiana al socialismo en Chile. Supe del Presidente a lo largo de setenta y cinco minutos que mantuvieron entre nosotros el tono de una aventura periodística. Relajados ambos por jaiboles bien cargados, Allende se desentendió de las armas de la seducción a que tan sensibles son los políticos. Tampoco se miró en el espejo narcisista de los triunfadores ni se prestó a los silencios y circunloquios que avivan la expectación en un encuentro absoluto.
Impresión muy distinta me provocó la señora Allende esa noche del 29 de octubre de 1970. Observé, desencantada, a una mujer de cuerpo frágil y un rostro hermoso, de líneas clásicas. Me pareció fuera de lugar, llegada de muy lejos. Recibía incesantes saludos que parecían fortalecerla aún más en su aislamiento. Yo le dirigí unas palabras. Me respondió el tedio.
Con el tiempo la entendería. Fue la fortaleza silenciosa de Allende. La historia tiene su lenguaje. Antes del final, el Presidente la alentó para que no desmayara, para que permanecieran juntos hasta donde fuera.
En una casa de la colonia de Vitacura, barrio de la clase media, como todo Santiago, también conocí a la secretaria particular del líder de la Unidad Popular. Poseía una topografía sinuosa que quizá no sólo fuera de ella y su sonrisa suavizaba un semblante hecho de prisa. Intenté retenerla, preguntarle una y otra vez por las actividades del Presidente. "Esta es una fiesta, diviértase", me dijo.
Al día siguiente fui invitado a una comida grande en la casa del matrimonio Tohá. Ministro en unas horas, moriría tres años después, visible en su cuerpo la vesania pinochetista. Consumido hasta quedar en poco más de cuarenta kilos, él, que rebasaba los noventa, fue torturado sin horario en el camastro infame de un hospital militar. La historia chilena haría de Tohá la imagen de ese misterio que llamamos dolor.
Bastaba mirarlo para pensar en el Quijote. Largo y flaco, sus ojos llameaban. Dicen que el alma bebe del cuerpo hasta que la muerte llama y en el caso de Tohá podría afirmarse que el cuerpo bebió del alma como de un manantial. Su esposa, Victoria Morales, La Moy, era la gracia misma.
En la multitudinaria reunión yo me sentía incómodo entre parejas consagradas. Veía pasar las bebidas de colores -el ocre del huisqui, el rojo sangre del tinto, el rojo contaminado del ron, el blanco transparente del tequila, el amarillo suave del néctar andino- y observaba los dedos que se avivaban al paso de los canapés. Sorprendido hasta un atisbo de miedo, escuché la voz de La Moy: "Usté, el viudo, no esté triste". Y voló y cayó en mis manos la belleza de un colibrí que había adornado el pastel de la fiesta.
En esa mujer, erguida y valerosa frente al genocidio, encontraría una forma de la excelencia humana. Como la encontraría en Hortensia Bussi, "La Tencha", dolida desde niña de la columna vertebral y transformada hasta levantarse como un símbolo de su patria.
* * * * *
Desde París, Miria Contreras me transmitió su bajo nivel psicológico: participaba en la organización del "Museo de Salvador Allende" y reunía pinturas de maestros latinoamericanos. No era suficiente para ella. También cumplía tareas de enlace turístico entre Francia y Cuba, que tampoco la dejaban satisfecha. El desasosiego la había desviado a la bebida. Supongo que en un momento de angustia me pidió que le contara algún suceso que la alegrara. Elegí sin duda: un episodio de seducción, un minuto sin respiro, un instante apenas.
En la remota entrevista periodística previa a su toma de posesión, el tiempo del Presidente había anulado otros tiempos. Volcado en la descripción de lo que sería su política, había expresado, reconocida su admiración por Fidel Castro, que "los Andes no serían otra Sierra Maestra".
En contraste con su ánimo exaltado, decaía el humor de los invitados. Pasaba ya la hora y el doctor seguía con el periodista. Algunos impacientes se habían asomado al salón del diálogo. Hacían visajes, que a lo mejor el Presidente ni veía.
En una de ésas llegaron resueltas la señora de la casa y Miria Contreras, cubierta la secretaria con un rebozo que retenía y jugaba con las débiles tonalidades de la acuarela y los sólidos colores del óleo. A corta distancia del Presidente, cruzó los flecos de la prenda a la altura del sexo, como si lo vistiera, y detuvo los ojos en los ojos que le importaban:
-¿Le gusta mi rebozo, Presidente?
Ya de pie dijo el doctor:
-Vamos, don Julio, que lo esperan.