El poder visto por Julio Scherer

sábado, 24 de octubre de 2015 · 20:42
Casi tres décadas han transcurrido de la publicación de Los presidentes, de Julio Scherer García. Y ahora, a casi un año del fallecimiento del fundador de Proceso, esta obra ya clásica en las reflexiones acerca del presidencialismo en México se ve enriquecida con una nueva edición, aumentada, revisada y autorizada por el propio autor con base en un proyecto impulsado por Julio Scherer Ibarra. Diez retratos del poder encarnado, incluyendo el de Enrique Peña Nieto, se suceden en esta galería para la cual Scherer García echó mano de su profundo conocimiento de los hechos políticos, de sus conversaciones con la mayor parte de los mandatarios diseccionados y, desde luego, de su punzante agudeza periodística. Reportero hasta el final de su vida, Scherer registró las filias, fobias y desvaríos de estos hombres que –más para mal que para bien– han marcado los destinos de México y de los mexicanos en los últimos decenios. Insumiso por vocación, Julio Scherer García siempre supo que, así como el poder embelesa y controla, el periodismo apasiona y registra; de ahí su incansable afán por preguntar, por confrontar los hechos, dimensionarlos… Proceso celebra la publicación de esta segunda edición de Los presidentes, puesta ya en circulación por Grijalbo y de la cual ofrecemos aquí fragmentos breves, chispazos, que una mano maestra traza para asomarse a los insondables misterios del poder… MÉXICO, D.F. (Proceso).- Los aficionados al box sabemos que no hay golpe como el gancho al hígado. La violencia de su impacto trastorna el cerebro y descompone el cuerpo de la víctima. Sus piernas se aflojan y la guardia se viene abajo. Queda listo el espectáculo para la cuenta fatídica, los 10 segundos. En el ejercicio del periodismo, como es, rudo por naturaleza, me estremecí al sentir el puño izquierdo hasta el fondo de la región hepática de un adversario irreconciliable. A la distancia de medio metro lo contemplé inerme y casi al instante se desplomó con un derechazo final en la quijada. Luis Echeverría, boxeador sucio, perdió los grandes combates de su vida. El más significativo, Tlatelolco, lo marcó sin remedio. Firmado, dejó el testimonio de su participación en la tragedia: los muertos del 2 de octubre también habían sido sus muertos. No se le ocurrió en aquel tiempo remoto que cargaría con la suerte adversa del criminal que olvida la pistola en el escenario que más tarde lo incriminaría. En el informe al Congreso de la Unión, el 1 de septiembre de 1969, el presidente Gustavo Díaz Ordaz había asumido la responsabilidad única por los sucesos de la plaza mártir. Ante el enorme espejo de su soberbia se miró de cuerpo entero. Su amor por México y el pulso firme, el de un soldado de la República, habían abortado una conjura de rojo intenso contra la nación. Al acecho del poder, Echeverría respiró a sus anchas. Las lenguas envenenadas que lo relacionaban con la matanza habían sido cercenadas por la palabra inapelable. El destino lo colmaba. Díaz Ordaz continuaría en su camino de lodo –“responsable único”– y él, Echeverría, avanzaría tranquilo al encuentro con la historia, presidente de México. Este es un adelanto del número 2034 de Proceso, ya en circulación.

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