Karolina Gilas
La trampa de la identidad
La izquierda debe recuperar su capacidad de hablar tanto al profesor universitario como al trabajador de la construcción, tanto al activista de diversidad sexogenérica como al jubilado que se preocupa por su pensión.La reciente publicación de la traducción al español del libro Left is Not Woke, de Susan Neiman, llega en un momento oportuno para analizar una de las grandes paradojas de la izquierda contemporánea: en su afán por abrazar los valores más progresistas y defender causas identitarias, sectores importantes de la izquierda han perdido conexión con su base tradicional, aquella que históricamente ha sido el sostén de los movimientos progresistas.
El fenómeno es global. En Estados Unidos el Partido Demócrata enfrenta una crisis interna entre quienes, como Bernie Sanders, insisten en priorizar un mensaje económico tradicional de izquierda centrado en la desigualdad y la justicia social, y una nueva generación de activistas más enfocados en cuestiones identitarias. Esta tensión se ha evidenciado especialmente en estados del Medio Oeste, donde el electorado tradicional demócrata, mayoritariamente obrero, se ha sentido cada vez más distanciado de un partido que le parece más preocupado por debates sobre lenguaje inclusivo que por sus preocupaciones cotidianas sobre empleo, salarios y servicios públicos.
La ironía es evidente: en su intento por ser más inclusiva y progresista, la izquierda corre el riesgo de excluir a quienes históricamente han sido su base. Como señala Rahm Emanuel, exalcalde de Chicago y jefe de Gabinete de la Casa Blanca con Barack Obama, cuando los progresistas utilizan términos como “economía del cuidado” o “Latinx” están empleando un lenguaje que no resuena con las personas que supuestamente intentan representar. “Nunca he conocido a nadie que se describa como parte de la ‘economía del cuidado’”, dice Emanuel. “He conocido trabajadores sociales, personal de guarderías, enfermeras, pero nadie que use ese término”.
El problema no es la defensa de causas justas como la igualdad de género, los derechos de las personas de diversidad sexogenérica o la lucha contra el racismo. El desafío radica en cómo articular estas demandas sin alienar a votantes que, aunque apoyan políticas económicas progresistas, mantienen visiones más tradicionales sobre cuestiones sociales y culturales.
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En Europa el fenómeno se manifiesta en la pérdida de votantes tradicionales de la izquierda. En Francia, por ejemplo, el Partido Socialista ha visto cómo su base tradicional obrera se aleja hacia la extrema derecha de Le Pen, mientras que en Reino Unido el Partido Laborista perdió los bastiones históricos de la clase trabajadora, en parte por su adopción de una agenda que parecía más centrada en las preocupaciones de las élites urbanas progresistas que en las necesidades cotidianas de sus votantes tradicionales.
Por supuesto, el discurso identitario no es la única causa de los problemas que enfrenta hoy la izquierda alrededor del mundo, pero sí es un fenómeno que definitivamente amerita un debate público. No sólo porque la izquierda hoy no gana las elecciones, sino porque las reacciones ante los discursos identitarios y el ascenso al poder de fuerzas conservadoras, populistas y, en algunos casos, abiertamente fascistas, ponen en peligro las conquistas de derechos logrados en las últimas décadas.
Como argumenta Neiman, la izquierda debe recordar que su fuerza histórica se ha basado en la capacidad de construir coaliciones amplias en torno a demandas concretas de justicia social y económica. La política de identidad, aunque importante, no puede convertirse en el único lente a través del cual se analiza la realidad social.
En América Latina, donde los movimientos progresistas históricamente han construido coaliciones amplias entre trabajadores urbanos, campesinos y clases medias, el desafío es particular. La región enfrenta sus propias tensiones entre las demandas de movimientos identitarios –feministas, indígenas, de diversidad sexogenérica– y de ciertas partes de las élites políticas preocupadas por los procesos de erosión democrática y las preocupaciones económicas de sectores populares relativos a las cuestiones materiales básicas: salarios dignos, acceso a servicios de salud, educación pública de calidad y la igualdad socioeconómica. No es que estos votantes se opongan necesariamente a la agenda de diversidad e inclusión, sino que priorizan demandas materiales inmediatas.
La particularidad latinoamericana es que estas tensiones se dan en un contexto de desigualdad mucho más profunda que en el norte global. Cuando la mayoría de la población lucha por necesidades básicas, los debates sobre lenguaje inclusivo o representación simbólica, aunque importantes, pueden parecer secundarios. No es que estos temas no importen –la lucha contra la discriminación, por la igualdad de género y por el reconocimiento de la diversidad es fundamental–, pero deben integrarse en una agenda más amplia que tome en cuenta las condiciones materiales de vida de las mayorías.
Este es el desafío: construir un discurso que integre las demandas de justicia social con las preocupaciones materiales de la mayoría. Un discurso que reconozca que la lucha por la igualdad no puede separarse de la lucha por condiciones dignas de vida para todos.
La izquierda debe recuperar su capacidad de hablar tanto al profesor universitario como al trabajador de la construcción, tanto al activista de diversidad sexogenérica como al jubilado que se preocupa por su pensión. Debe recordar que su fortaleza histórica radica precisamente en su capacidad de unir a diferentes sectores sociales e identitarios en torno a un proyecto común de justicia y dignidad. Sin esta capacidad es imposible construir coaliciones efectivas que puedan lograr cambios reales. La pregunta no es si debemos luchar contra la discriminación y la desigualdad (por supuesto que debemos hacerlo), sino cómo articular esa lucha de manera que sume aliados en lugar de alienarlos.
El futuro de la izquierda dependerá de su capacidad para encontrar este equilibrio. De lo contrario, corremos el riesgo de que el progresismo se convierta en un ejercicio de pureza ideológica, mientras la derecha capitaliza el descontento de quienes se sienten excluidos por un discurso que, en su afán de inclusión, paradójicamente termina excluyendo.