ESPECIAL DE INDEPENDENCIA
La independencia perdida
El hecho y sus 200 años de festejos no autoriza, sin embargo, a decir que la Independencia se ha cumplido a cabalidad. Ninguna independencia, sea política, social o personal, es absoluta. Es, más bien, como lo muestra Douglas Lummis, en relación con la democracia, una constante “re-creación".CIUDAD DE MÉXICO (apro).- La palabra “Independencia” es hermosa. Significa “acción y efecto de no estar bajo la voluntad de otro”. Obtenerla, sin embargo, nunca es fácil. La nuestra, de la que este mes celebramos 200 años, fue durante 11 (1810-1821) una larga historia de violencias, sacrificios, traiciones, crímenes, polémicas, jalones jurídicos y políticos. Varias luchas indígenas, no menos cruentas, la antecedieron: la de los pericúes en la Vieja California (1734-1737), la de los mayas, encabezada por Jacinto Canek (1761), de quien Ermilo Abreu Gómez dejó un bella novela, y la de los seris y pimas, en Sonora, a lo largo de todo el siglo XVIII. Una de sus consecuencias fue, como lo señala la Constitución de 1824, la libertad, entendida como ausencia de esclavitud y determinación de la vida de cada persona bajo la custodia de un Estado soberano.
El hecho y sus 200 años de festejos no autoriza, sin embargo, a decir que la Independencia se ha cumplido a cabalidad. Ninguna independencia, sea política, social o personal, es absoluta. Es, más bien, como lo muestra Douglas Lummis, en relación con la democracia (La democracia radical, Siglo XXI, 2002), un horizonte, una constante “re-creación”.
En este sentido, la Independencia de México, al menos en lo que a la libertad se refiere, ha tenido, como su democracia, primaveras –como en 1821 y 1836 en que España la reconoció de manera definitiva–, pero también inviernos, en los que se oscurece, se reduce, se extravía y hay que volverla a encontrar. De allí que, después de la Independencia, la vida del país haya tenido dos efímeros imperios, una dictadura, nuevas rebeliones, una revolución que, por desgracia, se institucionalizó en un partido hegemónico, movimiento sociales, represiones, crímenes, una fallida transición democrática a principio del siglo XXI y recientemente un extraño sueño llamado Cuarta Transformación (4T) que el presidente de México, Andrés López Obrador, vive, si es posible decirlo así, como una tercera reactualización (las otras son la Reforma y la Revolución) de ese acontecimiento fundacional de nuestra existencia como nación.
En todo esto, el horizonte traído por la Independencia ha alimentado la vida de México. Quizá, al lado del Movimiento del 68, la última verdadera primavera que vivimos en este sentido fue el levantamiento zapatista de 1994.
¿Después de él podemos decir que seguimos siendo un país independiente, que las libertades, con sus primaveras y sus inviernos están preservadas, que los ciudadanos y los pueblos indígenas gozamos de plenos derechos? Jurídicamente para los ciudadanos –no para los pueblos indígenas que se conciben de otra manera en la nación– sí. La Constitución de 1917 –no obstante sus parches, enmiendas y correcciones o, tal vez, a causa de ello– conserva tanto la independencia como las libertades surgidas de ella de manera mucho más garantista, al menos en la letra, que la Constitución de 1824. Sin embargo, el fenómeno de la globalización, nacido con el final de la Guerra Fría, las presiones de Estados Unidos, la emergencia de la era digital, han ido minando tanto el concepto de Independencia como la experiencia de esas libertades, destruyendo no sólo la vida independiente de México, sino la de los Estados nacionales del mundo entero. Uno de esos fenómenos, traídos por la hipereconomización de la globalización, es la aparición de un poder que hasta recientes fechas estaba acotado en la vida de México: el crimen organizado.
En su libro L’avenir du crime (El porvenir del crimen, Flammarion, 1997. Véase al respecto mi artículo “Pensar lo impensable”, Proceso, 1 de junio de 2021), Jean de Maillard explica cómo la globalización abrió brechas en el tejido social, a través de las cuales redes y organizaciones criminales comenzaron a proliferar con absoluta impunidad en todas las naciones hasta colonizar hoy franjas heterogéneas de la vida social y política y volver imposible su control. Doce años después del levantamiento zapatista esto es una realidad en México, al grado de que parte del Estado no sólo utiliza sus métodos –la extorsión, el chantaje, la intimidación, incluso el asesinato o la desaparición– y sus recursos económicos –parte de las remesas que llegan de Estados Unidos provienen de allí–; también ha entregado muchas zonas del país al imperio del crimen organizado. Según el general Glen VanKerck, jefe del Comando Norte del ejército de Estados Unidos, es el 35% de nuestro territorio nacional.
En estas condiciones, la Independencia, tal y como hasta hace poco podíamos aún concebirla y 200 años después la celebramos, está perdida. Más allá de los intereses legales de la globalización, no sólo el Estado mexicano está sometido a los capitales ilegales del crimen organizado, lo están también nuestras libertades que, desde que se firmó la Constitución de 1824, este Estado libre y soberano dice custodiar. De 2006 a la fecha, el crimen organizado ha destruido más de 400 mil vidas entre asesinatos y desapariciones, sin que el Estado las haya protegido y sin que hoy se les dé la justicia que reclaman y que les pertenece. Casi el 100% de esos crímenes permanecen impunes. Los periodistas y los defensores de derechos humanos ejercen su oficio bajo la sombra de la muerte. Sólo en lo que va de los tres años de ese extraño sueño llamado 4T, han sido asesinados más de 50 periodistas y más de 70 activistas. Miles de empresas han debido cerrar a causa de las extorsiones. En muchos de los territorios tomados por el crimen organizado, los ciudadanos, ante la inacción del Estado, se encuentran en un desamparo absoluto y todos, en menor o mayor medida, no podemos recorrer la nación, incluso nuestras calles, sin el miedo de ser presas del crimen y su impunidad.
Si algo queda del horizonte traído por la Independencia está en los focos de resistencia, por desgracia desarticulados, de algunos movimientos sociales como el de las feministas, el de las víctimas o el del zapatismo y los pueblos originarios. Eso, por desgracia, no hace una primavera.
La mejor forma de celebrar los 200 años de nuestra Independencia es ponernos a pensar no sólo en cómo rescatarla, sino en cómo rehacerla en medio de un mundo que ya no es el de hace 200 años y en una época en la que las ideas ilustradas que la hicieron posible ya no sirven para ello.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.