Fernando Valenzuela

Etchohuaquila, cuna del Toro Valenzuela

Esta crónica sobre Etchohuaquila, el ejido sonorense donde nació el pitcher mexicano Fernando Valenzuela, fue publicada el 31 de diciembre de 2006. Por ser de interés del público Proceso la reproduce nuevamente.
martes, 22 de octubre de 2024 · 22:00

ETCHOHUAQUILA, SON.- Sobre la carretera que va de Ciudad Obregón a Navojoa hay que fijarse dónde está la Comisaría del ejido Fundición y luego doblar a la derecha. Siguiendo sobre el camino de terracería pronto se ve una nube de polvo; es la que levanta el camión destartalado y viejo que casi se queja al andar. Viene saliendo de lo que parece un pueblo abandonado en el que el sol cae a plomo pero no calienta, no al menos en el invierno, porque en verano aquello es un horno donde el calor no deja ni respirar.

El paisaje está compuesto principalmente por polvo, entre el que se asoman unas 200 o 250 casitas, todas humildes. Las gallinas caminan despistadas por todos lados. Huele a leña quemada y se mira por doquier el humo blanco de las fogatas caseras; el viento pasea la música y las estrofas de los corridos norteños del sinaloense Chalino Sánchez.

Es el retrato de un día cualquiera en Etchohuaquila, el ejido sonorense que aún no aparece en los mapas del estado pero del que todo México escuchó hace más de 25 años, cuando se supo que ahí nació el pitcher mexicano Fernando El Toro Valenzuela.

Según Juan Galaviz, comisario ejidal de esta comunidad habitada todavía por integrantes de una tribu de mayos, Etchohuaquila es el nombre de una cactácea de esta desértica región. Aquí no hay nomenclaturas en las calles ni números en las casas. Todos son domicilios conocidos, pero uno sobresale: el de la familia Valenzuela Anguamea, que posee la casa más grande y bonita de todas. Está pintada de un rosa que el sol ha vuelto pálido y montada sobre una estructura de piedra volcánica.

La casa del Toro Valenzuela en Etchohuaquila. Foto: @antillons

Tiene grandes ventanales que, sin embargo, no permiten ver nada hacia adentro; del techo cubierto con tejas rojas sobresale la chimenea y una palmera de fondo que le da el estilo californiano.

No hay cómo llegar a ella, no hay timbre ni campana para llamar a la alejada puerta; la casa está rodeada por una barda hecha de varas sostenidas por cinco hileras de alambre de púas oxidado a prueba de intrusos.

Los habitantes del pueblo no dan muestras de hostilidad, todos saben que esa es la casa de Fernando Valenzuela, aunque muchos lo consideran más una leyenda porque nunca han visto al jugador en persona; siempre amables, los lugareños aconsejan: “Gríteles para que salgan. Seguro ahí están porque casi nunca van a ningún lado”.

Después de un rato de insistir se asoma una mujer de unos 30 años que no se identifica pero informa que no hay nadie, que la familia salió y tal vez vuelva en una semana. ¿Algún número telefónico al cual llamar? “No, aquí no hay teléfono”, responde.

 No hay ni un doctor, la clínica más cercana está a kilómetros de distancia y cuando alguien se enferma hay que correr hasta Ciudad Obregón o Navojoa. No hay paradas del camión, los pasajeros suben y bajan en donde pueden. No hay pavimento, ni servicio de recolección de basura; ésta viaja de aquí para allá a capricho del viento, algunas veces alguien la junta para quemarla. No hay policías ni quién vigile nada; por eso de repente alguien se pasa de vivo y aprovecha para meterse a una casa a robar. Pocos tienen coche, aquí el medio de transporte es la bicicleta.

“Fui el último suspiro”

En Etchohuaquila hay poco que hacer. Los hombres salen a trabajar la tierra, las mujeres cuidan la casa y a los hijos, los niños van al kinder, a la primaria o máximo a la secundaria. Después, los pocos que pretendan seguir estudiando se van a Obregón o Navojoa, pero se cuentan con los dedos. Aquí nacen, aquí mueren, y cuando esto pasa hay que cruzar del otro lado de la carretera porque ahí está el cementerio. 

En el campo de beisbol, si así se le puede llamar a un terreno erosionado que ni a líneas de cal llega, los jardines están delimitados por llantas usadas que semienterradas forman una barda que apenas rebasa el metro de altura. Para donde uno voltee es pura tierra; eso sí, el montículo resalta con todo y su placa de pitcheo, que no es otra cosa que una tabla de madera reseca y rajada por el sol.

El alumbrado lo componen cuatro reflectores, dos de los cuales no tienen foco, los otros quién sabe si alumbran. Sólo los domingos hay juego. Uno de los 13 equipos de ejidos vecinos acude a competir. Los locales son los Vaqueros de Etchohuaquila.

En la puerta de su casa, don Ignacio Parra, narra que entrenó a Fernando Valenzuela cuando éste tenía unos 15 años y vestía el uniforme gris con franjas rojas de los entonces Piratas de Etchohuaquila. Recuerda cómo se hizo, que era bueno, cómo tiraba; lo vio irse y luego regresar como campeón, hijo pródigo del pueblo a donde llegaba de vez en vez cargado con guantes, pelotas y bats para que sus excompañeros jugaran.

Porque este ejido ni liga ni beisbol organizado tenía por allá de los años sesenta, cuando Fernando Valenzuela era un peblito, un buki (niño), “por eso empecé a jugar hasta los 13 años porque no había donde”, explica El Toro en la entrevista que concedió a la reportera en la ciudad de  Mexicali.

 El comisario ejidal recuerda que el padre de los chamaquitos Valenzuela los mandaba a trabajar al campo “y los canijos se ponían a jugar beisbol”.

Sus hermanos mayores eran maldosos -dice Fernando-. Siempre lo mandaban a fildear en el jardín derecho “porque por ahí nadie batea”. Piensa que seguramente olfateaban su talento y le cuidaban el brazo. “No me dejaban tirar curvas ni sliders para evitar que me lesionara”, recuerda.

A los ocho años, Fernando recibió su más preciado regalo de Navidad: un guante de beisbol que le obsequió su padrino Adalberto “y que por ahí quedó, de tanto usarlo se terminó, pero fue mi regalo más preciado. Me sirvió porque con él pude hacer lo que más me gustaba que era jugar beisbol”.

-¿Cada cuándo va a Etchohuaquila, cómo está su pueblo? -se le pregunta a Fernando.

-Está igual, los mismos mil habitantes, bueno 999, porque falto yo, bromea.

Pero el chiste no lo es tanto, dice Victoriano Moroyoqui, uno de los 59 ejidatarios del lugar. “Máximo llegamos a mil personas y el 70% han de ser mujeres”. Por eso hasta allá van los varones de otros lugares en busca de esposa.

Una de las mujeres más longevas es la madre de Fernando Valenzuela, quien tiene 94 años y concibió al más pequeño de sus 12 hijos cuando contaba con 48. “Fui el último suspiro”, vuelve a bromear el pelotero, cuyo padre falleció en 1988.

En esta tierra seca, que la lluvia casi nunca moja, floreció el más grande pitcher mexicano, mercancía de exportación que fue a dar al otro lado de la frontera. Nada en Etchohuaquila lleva su nombre, quién sabe por qué.  

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