Cine
“Nosferatu”: Una sinfonía del horror
Nosferatu es una obra de sombra y luz, apoyado con la cámara de Arno Wagner, figura clave en el desarrollo del expresionismo alemán en el cine.CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Confinada por décadas a salas de arte o ediciones especiales de DVD, Nosferatu (Nosferatu: eine Symphonie des Grauens; Alemania, 1922) de Friedrich Wilhem Murnau, se exhibe próximamente en circuitos más amplios; en el fondo una maniobra comercial, bienvenida cuando se trata de esta obra maestra del expresionismo alemán, que prepara el estreno de una nueva versión, 2024, ahora de Hollywood; la anterior fue dirigida por el alemán Werner Herzog en 1979.
Adaptada de la novela de Bram Stoker, Drácula (1897), Murnau, junto con su guionista Henrik Galeen y el equipo de producción, decidió cambiar el nombre a Nosferatu para evitar el pago exorbitante de derechos que la viuda de Stoker quería cobrar, pero no se evitó la demanda y la sentencia que obligaba a destruir todas las copias de la película; gracias a algún dios encargado de salvaguardar el cine, Nosferatu sobrevivió y revive en las incontables versiones de Drácula y demás películas de vampiros que, debido al desgaste, agotaron el horror y recurrieron al humor. Al conde Drácula se le había perdido ya el respeto antes que Abbot y Costello, el dúo cómico de los años cuarenta, jugara a los espantos con él y con Frankestein.
Pero será difícil que el conde Orlok (Max Schreck), de colmillos juntos, orejas de murciélago, calvo, de mirada tan perversa como temerosa y desesperada, llegue a causar risa; este vampiro no aspira a la majestad decadente del Drácula de Hollywood, Bela Lugosi, Christopher Lee, o el gran Gary Oldman en el Drácula de Coppola. Max Schreck compone un personaje más cercano a una bestia herida que a un ser humano. Klaus Kinski, en la versión de Herzog, tuvo todo esto en cuenta, en su caracterización replica y amplía estos temas.
No hay sobresaltos ni sustos para el espectador moderno en esta historia del conde Orlak que acarrea la muerte como plaga; habría que preguntarse si en algún momento Murnau pretendió espantar a su público; el horror en Nosferatu proviene del espectáculo de lo patético, este vampiro es un monstruo patético que vive en un pozo de soledad, y a diferencia de Drácula, Orlak no convierte a nadie en vampiro, destruye por completo a sus víctimas, nadie lo acompaña en el tormento de su maldición eterna.
Nosferatu es una obra de sombra y luz, apoyado con la cámara de Arno Wagner, figura clave en el desarrollo del expresionismo alemán en el cine. Murnau, con simple negro y blanco, supo evocar el color de la sangre y las diferentes tonalidades entre el anochecer y amanecer; logro técnico, claro, pero sobre todo producto de la atmósfera que el director crea, un juego de sombras tan imitado y asimilado al lenguaje cinematográfico que ya nadie nota. Las sombras, por ejemplo, esa sombra agigantada cuando camina por las calles desiertas de esa ficticia ciudad alemana, no sólo están al mero servicio de una estética, su eficacia depende del efecto emocional que provocan, amenaza, poder macabro, y soledad.
Sí, nadie se va asustar, pero no es un espectáculo que se sacuda al fin de la película; las imágenes permanecen en el subconsciente, la mudez y el ritmo de pesadilla no son meros efectos, reflejan una experiencia personal y colectiva. La entonces reciente primera Guerra Mundial, la muerte colectiva, la pérdida personal de Murnau, problemas sociales y económicos graves, la lenta gestación del nazismo, componen el tejido de Nosferatu.
Intriga la versión americana de 2024 que se estrena en diciembre; nada bueno se augura si Robert Eggers, el nuevo director, intenta provocar terror y abusa de los efectos especiales.