José Saramago

El Jesucristo de Saramago

Este artículo fue solicitado a Vicente Leñero, narrador mexicano de filiación católica y publicado en el número 1146 del 19 de octubre de 1998 en la sección de Cultura de Proceso.
domingo, 20 de noviembre de 2022 · 12:13

CIUDAD DE MÉXICO (proceso.com.mx).–Este artículo fue solicitado a Vicente Leñero, narrador mexicano de filiación católica y publicado en el número 1146 del 19 de octubre de 1998 en la sección de Cultura de Proceso. Se reproduce ahora con ocasión del centenario del natalicio del escritor portugués José Saramago, Premio Nobel de Literatura.

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El Premio Nobel a José Saramago ha revivido de manera inevitable el enojo del Vaticano por su novela El evangelio según Jesucristo que los modernos inquisidores condenaron por "blasfema" y por presentar “una visión sustancialmente antirreligiosa del mundo”. Nada para extrañarse. Frecuentes son estas reacciones de los jerarcas de la Iglesia (siguen sin entender qué demonios es en realidad una novela), como frecuentes son, al mismo tiempo, los libros de ficción que tanto en Europa como en América se han empeñado a lo largo de los siglos 19 y 20 en abordar la figura de Jesucristo en el papel protagónico de historias imaginarias derivadas de los Evangelios: desde el piadoso Pérez Escrich con su Mártir del Gólgota, hasta este “blasfemo” Saramago, pasando por Papini y Mauriac y Kazanzakis y tantos otros que prolongan hasta lo interminable la bibliografía de ficciones sobre Jesús.

Justamente en estos días empieza a circular en la editorial Emecé la traducción a la última novela de Norman Mailer, El evangelio según el Hijo, que coincide con la de Saramago en contarnos la misma vieja historia desde el supuesto punto de vista del propio Jesucristo.

Mailer se empantana en su propósito. Pese a su falta de fe cristiana, el puntal del llamado nuevo periodismo sigue con extrema ortodoxia los sinópticos del pasaje de Lázaro del Evangelio de San Juan, pero no logra sustentar con su narrador en primera persona --lo que para algún crítico argentino es prueba irrefutable de la megalomanía de Mailer-- desde qué territorio cuenta este Hijo su aventura: ¿desde la realidad del Jesús resucitado?, ¿desde el mismísimo cielo eterno? Ni Dios lo sabe. Tampoco el Hijo a quien Mailer convierte durante 233 páginas en el muñeco de un padre ventrílocuo. Desde el principio el Hijo se sabe Hijo de Dios, y como tal abre la boca y de su boca salen, sin la menor conciencia propia, enseñanzas, profecías, parábolas y sentencias. No habla él, habla el padre ventrílocuo. Y es también el Padre ventrílocuo quien realiza por la intermediación pasiva y tonta del Hijo todos los milagros y prodigios consignados en los sinópticos. No hay siquiera misterio dramático en la persona de este Jesús que se remite a narrar los acontecimientos como si nada le compitiera, como si nada le emocionara, como si viviera en la pereza o en la depresión. Lo inquisidores del Vaticano verán en esto, sin duda, una “blasfemia” de Mailer, aunque es posible que se asusten más por algunos pecadillos de heterodoxia, como puede ser, verbigracia, la presencia de los hermanos carnales de Jesús. El Hijo fue concebido milagrosamente por María --sostiene Mailer con absoluta corrección--, pero sus hermanos son fruto de la relación sexual entre María y José; es decir, la Virgen dejó de ser virgen después de nacido el Hijo. Ningún lector se escandaliza ya con esto, para nada, faltaba más. Se escandaliza en todo caso de ver al gran novelista norteamericano empantanado, como un principiante, en el uso inverosímil de su narrador en primera persona.

No sucede lo mismo con El evangelio según Jesucristo de Saramago, que es lo que importa al fin de cuentas en esta reseña. El Jesucristo del Nobel portugués es en todo momento un personaje formidable, de carne y hueso. Entregado y comprometido en su tarea durante sus tres años de vida pública, pero también actor y sujeto de una volcánica pasión amorosa, carnal, con la Magdalena legendaria. Esta pasión, más heterodoxa que blasfema --jamás la sugieren los sinópticos--, no es sin embargo el meollo de la historia de Saramago. Toda su novela parece apuntalada desde el principio --es en realidad el móvil del escrito, según ha confesado el propio autor-- en un hecho que relata el Evangelio de San Mateo, sólo el de San Mateo, y del que se sirve el escritor portugués para apoyar la esencia de su relato literario: la matanza de los inocentes.

Porque sucede --como todos recuerdan-- que enterado por los “reyes magos” del nacimiento de Jesús, Herodes ordena realizar un exterminio de recién nacidos en toda la comarca. El ángel del Señor se lo comunica a José, y asustado, presuroso, José emprende con María y el Niño la huida a Egipto sin detenerse a comunicar a sus vecinos la matanza que se avecina. Este silencio egoísta, esta falta de solidaridad con sus prójimos, este ocultar lo que sabía a los padres de las futuras víctimas, termina por provocar en José un sentimiento de culpa que no lo abandonará hasta el fin de sus días.

Jesús crece y se entera. Huye de su casa, no para iniciar en un primer momento su misión redentora, sino precisamente para averiguar qué y cómo ocurrió aquella matanza de inocentes que su padre pudo delatar a tiempo. Entiende al fin el Jesucristo de Saramago la gravedad de aquella culpa imperdonable de su padre --culpa a la que debe la vida-- y es entonces cuando esta culpa, a la manera de una herencia, cae sobre él como la sombra de una iniquidad, diría Freud. Se comprende entonces, en la novela, que la tarea salvífica de Jesucristo surge como un impulso frenético para redimirse en los demás de aquella traición capital cometida por su padre y endosada a él desde su origen. La clave de esa historia, concluida en la cruz, se centra y se explica ahí, según Saramago.

Donde Saramago tropieza --si eso puede decirse en relación con una novela fascinante-- es en su empeño por envolver el momento histórico de Jesucristo con la lucha esquemática entre el Bien y el Mal, entre Dios y el Maligno, planteados como dos fuerzas opositoras del mismo nivel que dialogan y discuten y pelean --en otro plano literario distinto al de la acción central-- por el gobierno y por el poder sobre el mundo creado.

Como ocurre con Mailer, parece ser precisamente la falta de fe cristiana lo que mancha la novela de Saramago. Aquí, con disquisiciones más filosóficas que novelísticas, ingenuas por momento, al menos dignas de ser discutidas en un entorno diferente al celoso régimen de la ficción.

Pese a estos alegatos conceptuosos --¿existen de veras novelas perfectas?-- la obsesión por un Jesucristo angustiado prevalece y resplandece en El evangelio según Jesucristo de Saramago. Entusiasma. Contagia. Edifica; más tratándose del libro de un autor agnóstico, por no llamar ateo a quien sin duda no lo es.

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