Opinión

Natalismo autoritario

Las mujeres no tienen hijos, tienen menos hijos o los tienen más tarde no por egoísmo, sino por responsabilidad hacia ellos: esperan hasta asegurar educación, trabajo estable y pareja confiable.
martes, 26 de agosto de 2025 · 05:00

Los líderes populistas del siglo XXI han descubierto una nueva obsesión: revertir el declive demográfico con políticas que ven a las mujeres como máquinas reproductivas defectuosas que necesitan reparación. Desde Orbán en Hungría hasta Putin en Rusia, pasando por Trump y su promesa de ser el “presidente de la fertilización”, estos gobiernos buscan estrategias efectivas para lograr que las mujeres tengan más hijos.

En efecto, las tendencias demográficas son preocupantes. Después de dos siglos de crecimiento imparable, parece que la humanidad alcanzará su población máxima hacia el año 2080 y de ahí empezará la despoblación. Hoy todavía los únicos países con tasas de natalidad altas son los más pobres de África subsahariana, y ellos también han registrado disminución en las últimas décadas.

El resto del mundo, incluyendo prácticamente todos los países desarrollados y de ingresos medios y altos, desde hace mucho tiempo tiene tasas por debajo del nivel de reemplazo de 2.1 hijos por mujer.

Esta tendencia preocupa a quienes consideran que los logros de la civilización humana han sido posibles gracias a una población creciente y cada vez más diversa, y quienes llaman a un diálogo y búsqueda de soluciones que permitan construir sociedades de futuro que resguarden nuestras libertades, avancen hacia una mayor igualdad de género y una distribución equitativa de las responsabilidades compartidas.

Otras voces, esas voces preocupadas por la grandeza de sus naciones y por las tendencias más cortoplacistas –como migración, competencia internacional, sistemas de prensiones y presiones fiscales–, han identificado la fuente del problema y la solución inmediata en un mismo grupo de personas: las mujeres.

Son las mujeres que, seducidas por el feminismo, ya no quieren tener hijos. Las mujeres que, ante mayor acceso a la educación, empleo y control reproductivo, eligen familias más pequeñas anteponiendo su egoísmo y comodidad ante el deber patriótico de parir. Los líderes populistas, por supuesto, tienen que encontrar soluciones y corregir esta desviación tan indeseable.

La mayoría de las soluciones se centran en facilidades y beneficios económicos. Viktor Orbán nacionalizó las clínicas de fertilidad para ofrecer procedimientos gratuitos y estableció exención de impuestos de por vida a madres de cuatro –o más– hijos. Hungría gasta ya 5.5% de su PIB en estas y otras políticas familiares. Sin embargo, tras un ligero aumento inicial, su tasa de natalidad cayó de 1.55 en 2019 a 1.38 en 2023. Bolsonaro en Brasil otorgó subsidios condicionados a la maternidad; Ley y Justicia en Polonia otorgaron muy generosos subsidios familiares. En Estados Unidos Trump está planeando convencer a las mujeres al otorgar beneficios económicos por nacimiento de hijos y asignar becas para estudios universitarios; también considera la idea de otorgar medallas a las mujeres que tengan al menos seis hijos... como lo hacían en la Unión Soviética y Alemania nazi.

Las políticas públicas que adoptan esos gobiernos no sólo reflejan la misoginia y sexismo que reducen el rol de las mujeres a la maternidad y asumen que el gobierno puede comprar el acceso a sus úteros. Trump, quien se jacta de nunca haber cambiado un pañal, pretende aplicar en la vida pública la misma estrategia que lo ha guiado en la esfera privada: “Yo proporciono fondos, y ella se encarga de los niños”. Así de fácil: el hombre –o el gobierno– aporta dinero, la mujer hace todo lo demás.

Esta visión explica por qué las políticas natalistas populistas fallan sistemáticamente. Las investigaciones evidencian importantes brechas entre las preferencias de las mujeres y los hombres al respecto de la decisión sobre si tener hijos, cuántos y cuándo. Los hombres quieren más, más temprano y con mayor frecuencia... porque no cargan con el peso de criarlos.

Los estudios sobre las motivaciones detrás de las decisiones reproductivas de las mujeres, como los realizados en Chile por Martina Yopo Díaz, revelan que deciden no tener hijo o retrasan la maternidad por razones muy pragmáticas: buscan estabilidad económica, seguridad laboral, corresponsabilidad en el cuidado y capacidad financiera para cubrir los costos crecientes de educación, salud y vivienda.

Las mujeres no tienen hijos, tienen menos hijos o los tienen más tarde no por egoísmo, sino por responsabilidad hacia ellos: esperan hasta asegurar educación, trabajo estable y pareja confiable.

Sin embargo, incluso en los países con políticas familiares ejemplares nacen menos niños. Suecia, con generosa licencia parental compartida, guarderías universales y horarios flexibles, registra 1.45 hijos por mujer en 2023. Francia, con su fuerte sistema de apoyo familiar, alcanza 1.68. Estos números sugieren que, más allá de cierto umbral de bienestar y políticas públicas, las preferencias reproductivas de las mujeres simplemente han cambiado. Aun así, en países con mayor igualdad doméstica –como Suecia, donde las mujeres dedican sólo 0.8 horas más que los hombres al trabajo doméstico– las tasas de fertilidad son menos dramáticamente bajas que en lugares como Japón, donde la diferencia es de 3.1 horas diarias, como evidencia la Premio Nobel de Economía Claudia Goldin. Pero incluso la igualdad perfecta no restaura las familias numerosas del pasado.

Posiblemente estamos ante una transformación civilizacional más profunda que cualquier política pública puede revertir. Las familias grandes simplemente han dejado de ser deseables para la mayoría de las personas. Y esta transformación plantea preguntas incómodas para los sistemas políticos y económicos diseñados para el crecimiento poblacional constante.

Los datos sugieren dos caminos posibles: adaptar nuestros sistemas económicos y sociales a poblaciones estables o decrecientes, o aceptar que el crecimiento demográfico sólo ocurrirá mediante migración desde regiones con altas tasas de natalidad.

Los autoritarios rechazan ambas opciones porque contradicen sus fantasías de pureza étnica y grandeza nacional. Prefieren, entonces, centrarse en el control de las vidas de las mujeres.

De ahí que sus esfuerzos en favor de la natalidad están acompañados por otros tantos encaminados a limitar el acceso de las mujeres a educación sexual, anticonceptivos y servicios de aborto. Esta estrategia revela una lógica implacable: si no pueden convencer a las mujeres de elegir la maternidad, eliminarán su capacidad de elegir cualquier otra cosa.

En Estados Unidos, el movimiento MAGA trabaja para eliminar el derecho al aborto (que ya restringió) y reducir el acceso a los mecanismos de planeación familiar. Orbán restringió el acceso a los anticonceptivos y ha dificultado el acceso al aborto. En Polonia el gobierno de ultraderecha logró una prohibición casi total del aborto. Bolsonaro restringió programas de planificación familiar.

La lógica es clara: cerrar todas las vías de escape, obligar a las mujeres a parir y ejercer la maternidad, reducirlas a subordinadas cuya función primaria es la reproducción al servicio del Estado.

Al final, nunca se trató de aumentar la natalidad, sino de controlar a las mujeres. El natalismo autoritario es pura retrotopía: la nostalgia por un tiempo donde las mujeres no contaban. Pero ese mundo, simplemente, ya no es habitable.

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Texto de Opinión publicado en la edición 0026 de la revista Proceso, correspondiente a agosto de 2025, cuyo ejemplar digital puede adquirirse en este enlace.

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