Opinión
Sermones, bots y dinero en las elecciones de Moldavia
La interferencia electoral es sólo una pieza de ese plan: las otras son la guerra energética, la infiltración religiosa, el uso de las redes de oligarcas y estructuras de corrupción heredadas del periodo soviético.Las elecciones parlamentarias celebradas el 28 de septiembre último en Moldavia fueron el más reciente y completo ensayo de la estrategia rusa para influir en procesos democráticos fuera de sus fronteras. No se trató sólo de desinformación en redes o de dinero sucio en campañas, sino de una operación integral que combinó tecnología, financiamiento político, redes religiosas y viejos reflejos imperiales.
Moldavia ocupa un lugar simbólico y estratégico en la visión geopolítica del Kremlin. Situada entre Ucrania y Rumania, fue territorio de disputa desde que Pedro el Grande buscó expandir el imperio ruso hacia el sur en el siglo XVIII. Más tarde, bajo los zares y luego bajo la Unión Soviética, Moscú consolidó allí su control político y cultural. Desde la independencia moldava, lograda en 1991, Rusia ha intentado mantenerla dentro de su órbita, mediante una combinación de dependencia energética, corrupción y manipulación política. Hoy, al mirar hacia Europa, Moldavia desafía esa vieja lógica de subordinación.
Desde que Maia Sandu llegó al poder en 2020, el país ha intentado dejar atrás esa herencia y mirar a Occidente: el año pasado un referéndum nacional aprobó (por un estrecho margen de 0.7%) inscribir la integración europea en su Constitución. Aquella consulta desató una operación de interferencia orquestada desde Moscú, con más de 100 millones de dólares destinados a compra de votos, desinformación y ciberataques. Para las elecciones parlamentarias de este septiembre Rusia desplegó una arquitectura aún más compleja.
La interferencia comenzó con las tácticas ya conocidas. Las campañas digitales “Matryoshka” y “Overload”, diseñadas para inundar las redes con noticias falsas y saturar a los verificadores, llenaron Telegram y TikTok. Decenas de portales falsos suplantaron a medios como BBC, The Economist o Deutsche Welle, difundiendo las notas falsas sobre corrupción y “traición” de Sandu. La estrategia fue bastante exitosa, acumulando casi dos millones de vistas en tan sólo tres meses (Moldavia tiene una población de 2.4 millones, además de una considerable diáspora de 1.2 millones de personas). Las campañas se dirigieron especialmente a la diáspora moldava que en elecciones previas había votado por opciones proeuropeas.
Rusia también respaldó financieramente a múltiples bloques electorales. El Bloque Patriótico, liderado por el expresidente Igor Dodon, viajó a Moscú días después de anunciar su formación para reunirse con funcionarios rusos que prometieron apoyo económico “después del cambio de poder”. Otro bloque, Alternativa, adoptó una estrategia de Caballo de Troya: promovió una plataforma aparentemente proeuropea, pero crítica hacia el gobierno actual para capturar votos de electores desencantados.
Lo más novedoso fue la instrumentalización sistemática de la Iglesia Ortodoxa moldava –la institución más confiable del país–, subordinada al Patriarcado de Moscú. Una investigación de Reuters documentó cómo cientos de sacerdotes moldavos, subordinados al Patriarcado de Moscú, fueron invitados a peregrinaciones a templos rusos, con todos los gastos pagados. Durante esas visitas escucharon sermones sobre la “unidad espiritual” de ambos países frente a un Occidente corrupto y decadente.
Al regresar, muchos de ellos recibieron tarjetas de débito del banco estatal ruso Promsvyazbank con depósitos de hasta mil 200 dólares, el doble del salario mensual promedio. A cambio, debían crear canales de Telegram para sus parroquias y difundir mensajes contra la integración europea. En un año surgieron cerca de 90 nuevas cuentas parroquiales que publicaban contenido idéntico sobre la pérdida de valores tradicionales y la imposición de identidades LGBT: advertencias contra la “Europa gay”, llamados a “proteger la fe” y a “votar por los verdaderos patriotas”.
Entre los organizadores de esos viajes, Reuters identificó a tres operadores políticos vinculados al partido Rusia Unida, de Vladimir Putin, y al movimiento Frente del Pueblo, una organización creada por el Kremlin para movilizar apoyo social a sus políticas. La infiltración fue tan profunda que algunos canales parroquiales eran administrados desde Rusia por técnicos y exmilitares encargados de insertar propaganda política bajo apariencia religiosa.
En las elecciones parlamentarias de septiembre el Partido de Acción y Solidaridad (PAS) de la presidenta Maia Sandu logró conservar la mayoría, aunque reducida. Una victoria precaria, pero real, que deja claro que la maquinaria de manipulación rusa, si bien no es invencible, tampoco resulta inofensiva. También evidencia que Kremlin aprende y adapta sus estrategias y diversifica sus tácticas: financia simultáneamente a fuerzas abiertamente prorrusas y a otras que se dicen neutrales; fusiona campañas digitales con redes clientelares y figuras religiosas convertidas en propagandistas.
En sus documentos internos, el Kremlin ha establecido como objetivo estratégico impedir la integración de Moldavia al bloque europeo para 2030. La interferencia electoral es sólo una pieza de ese plan: las otras son la guerra energética, la infiltración religiosa, el uso de las redes de oligarcas y estructuras de corrupción heredadas del periodo soviético.
Por supuesto, no se trata sólo de Moldavia. Tan sólo en 2024 se ha documentado la influencia rusa en las elecciones en Bulgaria, Georgia, Rumania y Eslovaquia. Con distintos –aunque cada vez mayores– niveles de éxito, Rusia sigue implementando el mismo método: intervenir, dividir y cooptar hasta crear gobiernos funcionales a su influencia.
Todos esos esfuerzos por influir en los resultados electorales son parte de un mismo plan y una misma visión del mundo, donde los países “pequeños” no tienen derecho a decidir sobre sí mismos, sino que deben alinearse con los intereses de “las potencias” en cuya “esfera de influencia” tienen mala suerte de encontrarse.
Se trata de mantener a Moldavia –y a todo su vecindario– dentro de una esfera de influencia que Rusia considera propia. Una idea decimonónica sostenida hoy con herramientas cada vez más sofisticadas y diversas, que incluyen las armas del siglo XXI: bots, deepfakes y sermones difundidos por Telegram.
Un viejo imperio con armas nuevas.
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Texto de Opinión publicado en la edición 29 de la revista Proceso, correspondiente a noviembre de 2025, cuyo ejemplar digital puede adquirirse en este enlace.