Ernesto Villanueva

Julio Scherer Ibarra

Su desempeño como consejero jurídico de la Presidencia fue una decisión motivada por el compromiso institucional, con renuencia de Julio, no por ambiciones personales ni afán de notoriedad.
viernes, 23 de mayo de 2025 · 08:52

Julio Scherer Ibarra ha sido colocado en el centro de una tempestad mediática por acusaciones que, más que fundadas, parecen hilvanadas con hilos de conveniencia, oportunismo y distorsiones interesadas. Su desempeño como consejero jurídico de la Presidencia fue una decisión motivada por el compromiso institucional, con renuencia de Julio, no por ambiciones personales ni afán de notoriedad. Quienes han tenido trato profesional y personal con él —me incluyo— coinciden en su estilo sobrio, discreto y ajeno al protagonismo. En mi caso personal he tenido y tengo la mejor impresión de él, de ahí que escriba estas líneas para no incurrir en la solidaridad en privado, si acaso, y el silencio en público, que tanto se practica. Veamos.

Primero. Los hechos que se le imputan a Julio han sido construidos mediáticamente, sin el respaldo de evidencias verificables ni de actos formales de autoridad. Los principios básicos del derecho penal son categóricos: nullum crimen, nulla poena sine lege et sine probatione. Es decir, no hay delito sin ley previa, ni responsabilidad sin pruebas. El señalamiento público no puede suplantar al debido proceso. Y, sin embargo, eso es lo que ha ocurrido: se ha intentado sustituir el estándar probatorio por una narrativa mediática. Televisa ha difundido una versión que no ha sido sostenida ni judicial ni ministerialmente. Las acusaciones presentadas carecen de elementos objetivos de prueba y se apoyan, en cambio, en declaraciones de personajes con antecedentes penales o en condición de prófugos de la justiciar lo que compromete su credibilidad. No hay elementos más allá de dichos interesados en lo que en medios se presenta de facto  como hecho consumado. A esto se suma una grabación privada que, lejos de incriminar, exhibe a Julio deslindándose de forma explícita, manifestando su sorpresa, y dejando constancia verbal de que no autorizó ni participó en las acciones que se le atribuyen. Desde la perspectiva jurídica, dicha grabación tiene un valor exculpatorio. Pretender utilizarla como prueba de cargo no solo es improcedente; es un ejemplo claro de distorsión del material probatorio, contrario a los principios del debido proceso, conforme lo ha sostenido reiteradamente la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

Segundo. Desde el punto de vista constitucional, esto es inaceptable. La presunción de inocencia, establecida en el artículo 20, apartado B, fracción I, de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, es un principio que impone a toda autoridad —y, por analogía, a cualquier actor social con poder de influencia— el deber de abstenerse de tratar a una persona como culpable hasta que se dicte sentencia firme. La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha sostenido en múltiples precedentes, como el Caso Ricardo Canese vs. Paraguay (2004), que este principio también es vinculante para medios de comunicación cuando se reproduce un discurso de acusación sin pruebas y sin respetar el estándar mínimo de veracidad. La afectación al patrimonio moral causado por afirmaciones infundadas tiene consecuencias jurídicas. El artículo 23 de la Ley de Responsabilidad Civil para la Protección del Derecho a la Vida Privada, el Honor y la Propia Imagen en el Distrito Federal (hoy Ciudad de México) establece con claridad que: “La violación a los derechos a la vida privada, al honor y/o a la propia imagen constituyen un menoscabo al patrimonio moral”.

También se ha fallado desde el ejercicio del periodismo. El Código Europeo de Deontología del Periodismo, adoptado por la Federación Europea de Periodistas y citado como referente ético por múltiples organismos internacionales, establece que toda información debe ser obtenida de forma legal, procesada con honestidad y difundida con veracidad. Cuando un medio publica sin verificar, pierde autoridad. Cuando acusa sin pruebas, vulnera derechos. Y cuando lo hace en un contexto de alta exposición pública, el agravio se multiplica: contamina la percepción social y deja una huella indeleble.

La libertad de expresión no es absoluta. El equilibrio entre libertad de los medios y derechos de personalidad no es retórico: es el núcleo del periodismo responsable.

Tercero. El daño ocasionado a Julio no se limita al ámbito privado. Este tipo de exposiciones mediáticas, carentes de sustento legal, tienden a sustituir la deliberación racional por el escándalo. Transforman sospechas en condenas anticipadas. Alimentan una cultura de linchamiento simbólico, donde una declaración basta para destruir una reputación sin derecho de audiencia ni defensa. Esta práctica no solo degrada el debate público; también erosiona el Estado de Derecho. La justicia deja de ser institucional y se convierte en espectáculo. Cuando los medios renuncian a verificar y las audiencias renuncian a dudar, se contamina la opinión pública y se debilita la confianza social. Y cuando no hay confianza, lo que queda no es libertad, sino ruido.

Este caso exige algo elemental: que se diga la verdad. Que se corrija el error. Que se reconozca públicamente lo que no se pudo probar. Porque el silencio no es neutral. Porque quien calla, otorga. Y porque no se puede construir credibilidad sobre las ruinas del honor ajeno. Esto no es un asunto privado. Es de interés público. Porque si la palabra puede dañar sin consecuencias, entonces todos estamos en riesgo. Y cuando los hechos son sustituidos por versiones, la democracia pierde sus cimientos: pierde verdad, pierde justicia, pierde confianza.

El periodismo y el derecho tienen algo en común: están al servicio de la verdad. Sin ella, no hay justicia. Sin justicia, no hay democracia. Y sin democracia, lo que queda es el linchamiento como norma y el descrédito como política. Que no se normalice.

@evillanuevamx

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