Medicinas
América Latina en contraste: México, el país con los medicamentos más caros
Las grandes farmacéuticas, al defender sus precios, alegan que son el combustible que impulsa la investigación y desarrollo de nuevos fármacos. Pero la narrativa pierde fuerza al observar que países con marcos regulatorios más rigurosos siguen accediendo a terapias de última generación.(Primera de tres partes)
México lidera la clasificación de los medicamentos más costosos. En el tablero económico latinoamericano nuestro país figura en el segundo peldaño, justo detrás de Brasil. Sin embargo, lejos de la imagen que se asocia a una potencia, lleva la incómoda etiqueta de ser quien paga los medicamentos patentados a los precios más altos de la región (Zaprutko et al., 2024). No se trata de una mera corazonada; los datos comparativos internacionales lo confirman (Wirtz et al., 2017). Los precios que se manejan aquí son más altos que los de Colombia, Brasil y Argentina, al comparar los medicamentos patentados de una misma empresa.
En los albores del siglo XXI Colombia se vio sumida en una encrucijada crítica: los precios de los medicamentos de vanguardia –sobre todo los oncológicos y los antirretrovirales– se incrementaban de manera vertiginosa año tras año. El sistema de salud, tambaleándose al filo del colapso, se encontraba ahogado bajo una marea de miles de tutelas (acciones de amparo) que obligaban al Estado a costear tratamientos patentados cuya sostenibilidad financiera resultaba imposible (Reveiz et al., 2013).
En 2013 la propuesta se materializó con la Circular?03, que puso en marcha un esquema internacional de precios de referencia. Con ella se fijaron topes regulatorios al cotejar los precios locales con los de un conjunto de 17 países de referencia. El impacto resultó contundente: en algunos fármacos de alto costo los recortes llegaron a alcanzar 55?%; la reforma, lejos de erigir barreras, no impidió la llegada de nuevos tratamientos; la incorporación de innovaciones farmacéuticas en Colombia siguió su curso, aunque bajo condiciones de mercado menos depredadoras.
Ese modelo demuestra que un país con un PIB per cápita inferior al de México puede imponer normas a la industria y, al mismo tiempo, salvaguardar a su población (Atun et al., 2015). Brasil ofrece otro ejemplo de intervención que ha demostrado su efectividad. Con un PIB que alcanzó los 2.17?billones de dólares en 2023 –una magnitud que supera a la de México– y destinando el 9.6?% de esa cifra a la salud (en contraste con el escaso 6.2?% de México), el país optó por erigir un sistema regulatorio sólido.
La Agencia Nacional de Vigilancia Sanitaria (ANVISA), fundada en 1999, y la Cámara de Regulación de Precios de Medicamentos (CMED), establecida en 2003, se erigen como los pilares de esta estrategia. Su misión se reparte en dos frentes: por un lado, fijar los precios de entrada de los medicamentos patentados; por otro, supervisar los aumentos anuales a la luz de criterios técnicos como la inflación, productividad y variación de costos.
En el torbellino de su inestabilidad económica Argentina se ha visto obligada a recurrir a soluciones de corto plazo. En noviembre de 2021 el gobierno cerró un acuerdo con los laboratorios más influyentes para congelar los precios de los fármacos patentados, retrotrayéndolos al valor del primero de noviembre y manteniéndolos inmóviles hasta enero de 2022. Aunque la medida resultó ser temporal, dejó claro que, incluso, bajo la presión de una crisis, el Estado puede intervenir para frenar abusos y salvaguardar a la ciudadanía (Hasan et?al., 2019).

Incluso bajo su modelo de liberalización, Chile mantiene precios más bajos que los de México. Según el estudio de Zaprutko et al. (2024), al corregir los datos por la paridad del poder adquisitivo, México destina una mayor proporción de su gasto sanitario a medicamentos patentados que Chile. En consecuencia, el consumidor mexicano termina pagando más que el chileno, pese a que ambos sistemas se fundamentan en el libre mercado.
La conclusión es innegable: México paga los fármacos patentados más caros de toda América Latina (Wirtz et al., 2017; Zaprutko et al., 2024). No se trata sólo de estar entre los más altos, sino de encabezar la lista sin discusión. Este panorama afecta de manera directa a la población: el gasto del consumidor final en salud roza 40?% del total del gasto sanitario, situándose entre los porcentajes más elevados de la región (Atun et al.,2015).
Una porción notable de ese desembolso se destina a medicamentos bajo patente, los cuales quedan fuera del alcance de innumerables familias. El desenlace se hace patente: se abandonan los regímenes terapéuticos, se acumulan pasivos y las patologías crónicas se intensifican. El problema también penetra el sector público. Instituciones como el IMSS y el ISSSTE deben absorber precios inflados, lo que coarta su capacidad para ampliar la atención y asignar recursos a la infraestructura. El argumento que la industria suele esgrimir –la defensa de la innovación– se presenta como una excusa tanto moral como económica.
Las grandes farmacéuticas, al defender sus precios, alegan que son el combustible que impulsa la investigación y el desarrollo de nuevos fármacos. Sin embargo, la narrativa pierde fuerza al observar que países con marcos regulatorios más rigurosos –como Brasil y Colombia– siguen accediendo a terapias de última generación (Atun et al., 2015; Reveiz et al., 2013).
Regular los precios no debería verse como un freno a la innovación, sino como una forma de equilibrar los distintos intereses. La salud, reconocida como un derecho fundamental, no puede quedar supeditada a la lógica de la rentabilidad perpetua (Wirtz et al., 2017). Quedarse inmóvil no equivale a neutralidad; es una complicidad silenciosa. Al permanecer en silencio, el Estado refuerza el statu quo y antepone los beneficios corporativos a la dignidad humana.