Opinión
Libertad y digitalidad
Ahora que nos preparamos para celebrar la Navidad habría que meditar en el peso y la responsabilidad de lo que implica luchar por ser libres.Nos disponemos a celebrar la Navidad, la fiesta de la Encarnación. Una de sus características es el concepto de libertad que hoy tenemos: “La capacidad humana de actuar por voluntad propia –dicen en sentido amplio los diccionarios– y de tomar decisiones sin imposiciones externas, asumiendo la responsabilidad de los actos”. La Encarnación fue en este sentido un acto de libertad y no, como suele enseñarlo la Iglesia, algo que se debía. Fue la respuesta a un llamado que la parábola del Buen Samaritano ilustra: de manera contraria al sacerdote y al levita que tenían el deber de socorrer a su hermano herido y pasan de largo, el samaritano –enemigo suyo– lo socorre. Nada lo obligaba. Lo hizo por una respuesta de su libertad al llamado de un sufrimiento que trastocó para siempre el orden establecido de la antigüedad. Esta enseñanza tiene su correlato en las primeras liturgias cristianas en donde, lo que hoy en las misas se conoce como “el saludo de paz”, llevaba el nombre de conspiratio, un beso en la boca. En ese momento, como lo pretendía san Pablo, dejaba de haber judío y gentil, amo y esclavo, hombre y mujer, “porque todos ustedes son uno en Cristo”. Abolida la desigualdad, los seres humanos se entregaban a una libertad y una fraternidad semejante a la que mostró el samaritano y la idea de la Encarnación.
Esta noción de libertad, igualdad y fraternidad está en la base del pensamiento ilustrado, de la democracia moderna y de los derechos humanos.
Desde entonces, la lucha por la libertad y sus dos hermanas, ha movido no sólo a Occidente, sino, con el paso del tiempo, a la humanidad entera.
Es posible decir que en 2025 somos más libres que en la época del Evangelio. Sin embargo, desde la segunda mitad del siglo XX y más en lo que va del XXI, la libertad ha perdido sus contornos confundiéndose con lo que a falta de un mejor nombre podría definirse como un desenfreno de la libertad, su forma pervertida, que termina en dictadura. Estaba como un germen en el movimiento libertario del 68. Las consignas que en su momento derribaron muros –“Prohibido prohibir”, “Las libertades no se dan, se toman”, “Cualquier otro que no sea yo es un agente de represión”, etcétera–, se volvieron un hábito del poder.
Desde que “los muros cayeron –dice Alain Finkielkraut– ya nada diferencia las palabras subversivas de los discursos oficiales” y los muros que ahora levantan. Entre López Obrador, por ejemplo –que no dejó de recetarnos algunas de esas consignas en sus mañaneras, como la de “Prohibido prohibir” o su refrito: “No me vengan con que la ley es la ley”–, y los muchachos de entonces no hay ya el menor asomo de una barricada.
La libertad se volvió el derecho del poder al atropello. Los burócratas y los políticos de hoy son, como Sheinbaum, los contestatarios de ayer. Vivimos, vuelvo a Finkielkraut, la alianza del poeta y el oficinista, la fusión del lenguaje mentiroso de la propaganda política y el alfabeto del corazón. Lo vimos durante la marcha del 15 de noviembre, donde el supuesto gobierno de izquierda, hijo de esas consignas, levantó muros y usurpó la Plaza de la Constitución.
Podría decirse que esa forma de ser y de decir ha contagiado a todos. Los medios digitales, que día con día nos invaden, lo expresan y potencian. Ese universo, que difunde mensajes con la velocidad del rayo y manipulan políticos, criminales y empresarios, parece en un sentido un instrumento de libertad –la convocatoria a la marcha del 15 de noviembre habría sido imposible sin ellos. Pero en otro, desfiguran la idea de libertad. La marcha aludida no tenía una noción clara de ella: no hubo propuesta política ni conducción. Fue la expresión del hartazgo frente a la opresión de un Estado coludido con el crimen. Las consignas que la habitaban no eran las del 68 –no es posible llevar el deseo libertario más lejos–, sino las de una furiosa impotencia –“Fuera Claudia”, “Fuera Morena”, “Narcopresidenta”, “Revocación de mandato”, “Carlos Manzo vive”; “Menos sicarios y más universitarios”–; lo fue también el derribo legítimo de los muros que concluyó en el enfrentamiento.
Semejante a la izquierda en el poder, que usurpó las consignas del 68 para justificar su corrupción, sus vínculos con el crimen organizado y continuar su desmantelamiento de las libertades, los derechos humanos y la vida civil, las redes, sus algoritmos y mensajes relámpago, explotan nuestros odios y nos alimentan de consignas sin propuesta política ni conducción. Ambas, la estupidización de la 4T y la legítima indignación ciudadana, lejos de trazar un camino para una transformación que descapture al Estado de su criminalidad y construya un camino de justicia, paz y democracia, anuncian la insurrección y el ahondamiento de la violencia.
En un mundo así, cualquier diálogo es imposible; lo único que lo habita es una libertad sin referentes, una libertad “fatal”, dice Finkielkraut, en el sentido de algo que inevitablemente causa ruina y muerte.
De las consignas libertarias, burocratizadas por los políticos, a las redes digitales, lo que se vive es la alienación. Embriagados de libertad habitamos en una especie de confinamiento que alimenta la violencia.
La libertad es lo contrario de esta corrupción. No es algo dado que constituye una propiedad inalienable o se arrebata, sino algo que aprendemos y construimos juntos con lo mejor de la memoria del pasado. Es una disciplina y una ética que al mismo tiempo que se trasmite se ejercita. Mediante ellas se construyen resistencias y propuestas políticas imaginativas y profundas. Pienso en Gandhi; en su programa económico para la India, en su desobediencia civil y en su resistencia noviolenta contra el poder. La resistencia en México requiere que la indignación se unifique en una agenda política de mínimos y una representación plural que, mediante la noviolencia y la resistencia civil, derrumbe a un Estado corrupto y lo refunde.
Esto, como la libertad del samaritano y del Evangelio, en el que Gandhi se inspiró, y la que se expresaba en el rito de la conspiratio, nada tienen que ver con las alienaciones de la libertad que se manifiesta como pura indignación ni con las consignas desmesuradas del 68 vueltas costumbre y alienación autoritaria, sino con la imaginación, que deslocaliza al poder y la propuesta política, que puede construir una verdadera vida democrática.
Ahora que nos preparamos para celebrar la Navidad habría que meditar en el peso y la responsabilidad de lo que implica luchar por ser libres.
Además, opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.
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Texto de Opinión publicado en la edición 0030 de la revista Proceso, correspondiente a diciembre de 2025, cuyo ejemplar digital puede adquirirse en este enlace.