Posverdad
La verdad en la era de la posverdad
La verdad existe, pese al profundo ocultamiento que ha sufrido en la era de la propaganda y el algoritmo. No tiene que ver con las creencias y las ideologías, sino con la sinceridad o la buena fe que es negarse “a engañar, a disimular, a embellecer”.“¿Qué es la verdad?”, pregunta escéptico Pilato a Jesús que, durante el interrogatorio que concluirá con su ejecución, acaba de decirle que vino a dar testimonio de la verdad. En la Ética a Nicómaco, Aristóteles inicia su alegato contra los argumentos platónicos sobre el bien diciendo algo que la tradición ha resumido como “soy amigo de Platón, pero más amigo de la verdad”.
Las citas remiten a un momento de la historia, anterior a la propaganda, en el que, pese al escepticismo de Pilato, la verdad tenía un peso específico en la vida de los humanos. Era lo contrario de la mentira (“urdir un embuste con la mente”), lo contrario a la verdad que, dice Aristóteles, está vinculada a la ética.
Pero ¿qué es la verdad en la era de la posverdad?, es decir, en la era en la que las fronteras entre la verdad y la mentira se volvieron borrosas, en la que los políticos, como lo hace cada mañana Claudia Sheinbaum o Donald Trump, mienten sin escrúpulo alguno y distorsionan la verdad de los hechos; en la era del algoritmo, donde la verdad es moldeada por las emociones y las creencias personales.
Es cierto que la Verdad, en el sentido absoluto de la palabra, es incognoscible. Su instrumentalización –una forma de la mentira– condujo, como lo mostraron Adorno y Horkheimer, a las barbaries totalitarias. Pero la verdad en minúsculas existe. Lo muestra el propio argumento defendido por ellos y tiene como fundamento la ética propuesta por Aristóteles. De hecho, el silencio de Jesús frente a la pregunta de Pilato dice de alguna forma que la verdad es la íntima relación entre lo que se dice y se hace, una relación que la presencia de Jesús en el pretorio testimonia. Pilato lo sabe, por eso quiere evitar su condena. Sabe también que entre esa verdad y él se interpone la mentira del sanedrín a la que finalmente sucumbe lavándose las manos.
La verdad, pues, existe, pese al profundo ocultamiento que ha sufrido en la era de la propaganda y el algoritmo. No tiene que ver con las creencias y las ideologías –formas en las que la verdad se corrompe y se pudre–, sino con la sinceridad o la buena fe que, dice André Compte-Sponville, es negarse “a engañar, a disimular, a embellecer”. Es amar la veracidad más que a uno mismo y más que a los amigos, como señalaba Aristóteles en su Ética. Esa adhesión tiene, por lo mismo, que ver con “la generosidad, la humildad, la valentía y la justicia”. Es lo contario del yo que “siempre es mendaz, siempre ilusorio, siempre malo” y de mala fe; es “el reverso del narcisismo, del egoísmo ciego, de la sujeción del sí mismo al sí mismo”, y lo contrario también a la ideología que, como dije, corrompe la verdad.
Lo que conmueve del zapatismo no es su ideología marxista, sino su adhesión a principios fundamentalmente humanos –los límites, la proporción, el derecho a la diferencia y a la autonomía–; lo que fastidia de Sheinbaum, de López Obrador, de Peña Nieto o de Calderón; lo que molesta de todos los políticos –cuyos rostros más extremos y públicos hoy son Fernández Noroña, Alito, Adán Augusto o Andy López Beltrán– no son sus posiciones de “izquierda” o “derecha” –un pobre reduccionismo que sólo exalta la estupidez y polariza–, sino su capacidad de mentir, engañar, ocultar, exhibir su cinismo y, como adolescentes inmaduros, culpar a otros de sus equívocos y traiciones.
Pero saberlo y señalarlo con valentía, como muchos lo hacen, no nos vuelve completamente veraces. Ser sincero, de buena fe, implica también ser capaz de ver los propios defectos sin disimularlos ni exculparlos, sino de aceptarlos para mejorarse.

Uno de los grandes problemas con respecto de la verdad de críticos y opositores de Morena, es su incapacidad para asumir su responsabilidad en el desastre, de no ver, como dice el Evangelio, la viga que se lleva consigo y que hace que su veracidad disminuya y contribuya a la polarización y a la mentira. Ser sincero, en la era de la posverdad, de la propaganda y el algoritmo, exige por lo mismo tener una vigilante mirada para saber dónde somos víctimas de ella, dónde nuestras denuncias y señalamientos no son frutos de la ética, que es desinteresada y ama la verdad en sí misma, sino de la ideología que perdió el poder y habita el mismo resentimiento que critica en sus adversarios.
Como toda ética, quien ama la verdad, dice Aristóteles, habita en el justo medio de varios abismos: entre la jactancia y el disimulo, entre la arrogancia y el sigilo, entre la vanagloria y la falsa modestia. La verdad pertenece a quien la dice sin rodeos, la vive en sus acciones y discursos, y reconoce sus cualidades y defectos sin agregar ni quitar nada. Todo lo demás, lo muestran los griegos y el silencio de Jesús ante la pregunta de Pilato, es sofística o algo peor y desconocido en aquellas épocas, posverdad, la progresiva pérdida de la verdad y la mentira: el lodazal de la época.
En la era de la posverdad, la veracidad es casi imposible, pero como todo aquello que pertenece a lo mejor de lo humano, existe; es la dignidad de ser. Es, en medio de la dificultad para vivirla, uno de los caminos fundamentales de la resistencia: preserva la confianza, la memoria y el sentido de la vida donde parecen perdido. En estos tiempos oscuros, procurar la verdad es mantener vivo el espíritu cuando aún no se ha extraviado la fe en él.
Además, opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.
Texto de opinión publicado en la edición 28 de la revista Proceso, correspondiente a octubre de 2025, cuyo ejemplar digital puede adquirirse en este enlace.