Colombia
Los niños que devolvió la selva
La historia de sobrevivencia de los menores perdidos en la selva amazónica colombiana –“un milagro”, coinciden todos– y detalles sobre su localización son contados a Proceso por guardias indígenas que participaron en su búsqueda y el general a cargo de la operación de rescate.Comandos militares armados con fusiles, visores nocturnos y equipos de geolocalización, trabajaron codo a codo con guardias indígenas que echaron mano de sus rezos, bastones de mando, machetes y un poderoso arsenal de rituales milenarios para buscar durante 40 días a cuatro niños perdidos en la selva amazónica colombiana tras un accidente de avioneta en el que murieron su madre y dos adultos más. La historia de sobrevivencia de los menores –“un milagro”, coinciden todos– y detalles sobre su localización son contados a Proceso por guardias indígenas que participaron en su búsqueda y el general a cargo de la operación de rescate.
BOGOTÁ (Proceso).- Durante 40 días toda la angustia humana parecía volcada en un trozo selvático del mundo, al sur de Colombia, en el que cuatro niños de la etnia huitoto caminaron hambrientos y sin rumbo la mayor parte de ese tiempo mientras 208 hombres trataban de encontrarlos.
Fue una búsqueda frenética, casi una persecución, que terminó a las tres de la tarde del viernes 9, cuando cuatro guardias indígenas murui encontraron a los niños entre la espesa vegetación de la selva amazónica, en un punto que nunca antes había pisado el hombre.
Los guardias abrazaron a los niños con devoción, como si hubieran encontrado a sus propios hijos; los ventearon con humo de tabaco e incienso, y ungieron sus rostros con agua bendita.
“Así les quitamos el malhumor de la selva y los hicimos que volvieran a la luz, al mundo nuestro”, dice a Proceso Edwin Manchola, uno de los guardias indígenas que los encontró 40 días después de que los infantes sobrevivieron a un accidente aéreo en el que falleció su madre, Magdalena Mucutuy, y otros dos adultos que viajaban en la aeronave.
La mitad de los hombres que buscaban a los niños eran comandos de las fuerzas militares y estaban armados con fusiles, visores nocturnos y equipos de geolocalización. La otra mitad eran guardias indígenas que llegaron al sitio con sus rezos, sus bastones de mando, sus machetes y un poderoso arsenal de rituales milenarios que les enseñaron sus abuelos.
Unos y otros, militares y guardias indígenas, que han tenido una pésima relación por más de dos décadas por conflictos en los territorios, comenzaron a luchar juntos contra la verde espesura amazónica, que abrían a corte de machete, contra las lluvias incesantes, el fango que no deja caminar, las enfermedades tropicales y contra un adversario aún peor: los espíritus de la selva.
“Desde nuestras creencias, ellos, los espíritus, tenían a los niños, y nos tuvimos que enfrentar con espiritualidad a esas fuerzas muy poderosas”, dice en entrevista el coordinador nacional de la Guardia Indígena, Luis Acosta, quien participó en las labores de búsqueda de los cuatro pequeños: Lesly, de 13 años; Soleini, de 9; Tian, de 4, y Cristin, la bebé que cumplió un año el pasado 26 de mayo en la selva, en brazos de sus hermanos.
El general Pedro Sánchez, un curtido expiloto de combate con una licenciatura y tres maestrías y quien dirigió la operación de búsqueda de los menores, está convencido de que el trabajo espiritual de los chamanes indígenas que se internaron en la selva ayudó a encontrar vivos a los niños.
Como devoto católico formado por jesuitas, Sánchez es un hombre de fe.
Como jefe del Comando Conjunto de Operaciones Especiales (Ccoes) de las Fuerzas Militares de Colombia, un cuerpo de élite, el general es un estratega meticuloso y cerebral. Como descendiente de la etnia indígena guane, respeta la cosmovisión de los pueblos originarios y sus actos rituales.
“Yo creo que funcionaron bastante y que, si no fuera por los indígenas, no hubiéramos encontrado a los niños ese día (el viernes 9 de junio), sino que los hubiéramos encontrado después, y tal vez no vivos. Indiscutiblemente hubo algo espiritual y mágico en todo esto”, asegura el general a este semanario.
De acuerdo con Sánchez, hubo cinco factores que permitieron sobrevivir a los niños: su deseo de vivir; su condición de indígenas resistentes a entornos adversos; su conocimiento de la selva amazónica, en la que nacieron y se han criado; el buen estado de salud y nutricional que tenían en el momento del accidente y, por último, algo tan intangible como “un milagro”.
El militar no sabe bien a bien si ese milagro fue de Dios, de la naturaleza o de los espíritus invocados por los mayores (chamanes) Luis Rubio y Eliécer Muñoz, quienes fueron los generales de la lucha inmaterial que se libró en la selva.
“Sea el dios que fuera, es un milagro que hayan sobrevivido a tantos peligros –dice el comandante del Ccoes–: ahí hay jaguares, tigrillos, serpientes venenosas, animales ponzoñosos, ríos muy caudalosos… entonces hay que dar el crédito a los rituales de los mayores (Rubio y Eliécer) y a las oraciones que también hicimos nosotros y que hizo el mundo.”
Es un asunto de sincretismo cultural. Los indígenas colombianos suman 1.9 millones y representan 4.4% de la población del país. Han fusionado sus creencias ancestrales con el cristianismo. Y al igual que en el resto de Latinoamérica, sus niveles de pobrezas y marginación social están muy por encima de la media nacional. El 20% de ellos son víctimas del conflicto armado interno.
Noche del conjuro
La tarde del jueves 8, el mayor Rubio (“mayor” es como llaman los pueblos amazónicos a sus curanderos, chamanes y a sus hombres más sabios) convocó a los guardias indígenas que permanecían en un campamento del Ccoes, en el corazón de la selva, y les dijo que esa noche harían una toma de yagé (ayahuasca).
Esa planta ceremonial, que es considerada en las culturas prehispánicas como la puerta de ingreso a un estado de misticismo en el que es posible comunicarse con las almas de los muertos y con los espíritus, era considerada por el mayor Rubio como “la última instancia para encontrar la gran verdad” y hallar a los niños.
Además, compartió mambe (hoja de coca tostada y mezclada con cenizas de yarumo) y ambil (pasta negra hecha de tabaco cocido) con los 16 guardias indígenas que permanecían en el campamento. De los 93 que habían llegado, la mayoría había regresado a sus comunidades. Otros estaban hospitalizados por enfermedades, como dengue o malaria, que contrajeron en la selva.
De hecho, el mayor Rubio y varios indígenas tenía programado abandonar el campamento el sábado 10, por lo que el ritual de la noche previa era quizá el definitivo.
En un programa de la televisión pública colombiana, el mayor Rubio relató que la noche del jueves 8 se enfrentó “al ser”, “al duende” o “al señor” que no permitía a los militares y a los guardias encontrar a los niños. Le dijo que se llevara su vida, pero que devolviera a los menores.
“Yo le dije –contó el chamán de la Araracuara– que a los muchachos no los molestara, que era a mí, que éramos él y yo (…) y con el yagé me encontré con el señor y él me dijo: ‘bueno, se los voy a entregar (a los niños), pero eso tiene consecuencias’, y me estrelló contra un palo.
“Me paré y les dije (a los militares y a los guardias indígenas) dónde buscar (a los niños) porque ya arreglé con él las amenazas que me hizo (…) porque yo en mis pensamientos llegaba donde los niños y veía que estaban muy desnutridos.”
El mayor Eliécer explica que dos noches antes habían tratado de hacer un ritual con el yagé, “pero la toma no nos funcionó”. La noche del jueves 8 sí actuó la planta y, gracias a la conexión que tenía con el mayor Rubio y “al poder de la palabra”, pudo visualizar el “campo espiritual” donde estaban los niños.
“Hoy los encontramos”, exclamó Eliécer cuando la ceremonia concluía, ya en la madrugada del viernes 9.
El general Pedro Sánchez señala que ese día el mayor Rubio le dijo a los comandos dónde ir, y una célula mixta, en la que había militares y guardias indígenas, caminó hacia el sitio donde indicaron los chamanes.
“Ellos acertaron”, dice el general.
El día del milagro
Edwin Manchola, guardia indígena que iba en la patrulla con los militares, recuerda que él y tres de sus compañeros de la etnia murui del sureño departamento del Putumayo, entre ellos el mayor Eliécer, acordaron dividirse del grupo y tomaron hacia la izquierda. Era el mediodía.
A las tres de la tarde, Edwin se detuvo y creyó que algo se movía a unos 20 metros de distancia. En ese momento, Cristin, la bebé de un año, lloró, y su aflicción fue escuchada por el guardia indígena.
“Escuché el llanto y me quedé poniéndole cuidado –cuenta Edwin–, y le dije a Nico ‘mira, están allá’, y él (Nicolás Ordóñez, otro guardia que formaba parte de la patrulla) se metió entre una mata de espinas y los vio.”
Nicolás encontró a Lesly, la mayor, parada junto a un árbol. Tenía a la bebé en brazos y a su hermanita Soleini tomada de la mano. Él les dijo en lengua huitoto: “Somos familia, venimos de parte de su papá, de su abuela, de sus tíos… somos familia de la Araracuara (la región de ellos en el sureño departamento del Amazonas)”. Las niñas lo abrazaron y Lesly le entregó a la bebé.
Tian, el niño de 4 años, estaba unos metros atrás de ellas, acostado en un cobertizo de matas de plátano y hojas de bijao. Tenía la ropa húmeda y se veía débil, demacrado, pero se incorporó lentamente y le dijo a Nicolás: “Mi mamá se murió”.
El guardia indígena cambió la plática y le dijo que la abuela materna, Fátima, lo esperaba, que todo iba a estar bien.
“Tengo hambre –dijo Tian–, quiero fariña (harina de yuca silvestre) con chorizo.”
Los cuatro guardias indígenas sabían que no podían dar alimentos sólidos a los niños y les dieron agua. Luego grabaron un video en el que Nicolás arrulla a la bebé con una canción en lengua indígena que habla del sol y de la luz que viene para apartar la oscuridad.
El mayor Eliécer colocó agua bendita en las frentes de los niños, les sopló humo de un puro y prendió incienso. “Ese es el trabajo que nos encomendó el mayor Rubio para el momento en que los encontráramos”, señala.
Cada uno de los cuatro guardias indígenas cargó a uno de los menores y caminaron dos horas para encontrarse con el grupo de la Araracuara y los militares, que reportaron el hallazgo a Bogotá con un código previamente acordado: “Milagro, milagro, milagro”.
Ruta del hambre
La misma noche del viernes 9, Lesly, Soleini, Tian y Cristin fueron sacados de la selva en un helicóptero militar y la madrugada del sábado 10 llegaron a Bogotá en un avión ambulancia. Llegaron al Hospital Militar con una desnutrición severa y con picaduras de mosquitos en todo el cuerpo. Su recuperación ha sido rápida, pero se espera que los den de alta hasta el mes próximo.
Ellos han contado a sus abuelos maternos, Narciso Mucutuy y Fátima Valencia, que en la selva comían frutos silvestres, como borojó, mango y chontaduro, así como pepas (semillas) que Lesly, la mayor, masticaba en su boca para darle a la bebé. El agua la bebía en hojas.
También usaron los alimentos de uno de los 100 kits de supervivencia que arrojaron en la selva las fuerzas militares.
Los niños tenían dos celulares ya descargados, una linterna, pañales desechables y ropa que recuperaron en el sitio del accidente de la avioneta, donde al parecer permanecieron unos días. La aeronave, una Cessna 206, fue encontrada por guardias indígenas el pasado 16 de mayo.
Dentro estaban los cadáveres de la mamá de los niños, Magdalena Mucutuy, del líder indígena huitoto German Mendoza y del piloto, Hernando Murcia, quienes viajaban en la parte delantera. Lesly, Soleini y Tian se salvaron porque viajaban en los asientos de atrás, que quedaron intactos.
La bebé, Cristin, sobrevivió porque la mamá la traía en sus brazos y la cubrió con su cuerpo cuando la avioneta monomotor se fue a pique en una trayectoria perpendicular.
Los niños estuvieron unos días en el sitio del percance, pero, quizá por el proceso de descomposición de los cadáveres, Lesly decidió caminar con sus hermanos hacia el occidente. En un par de morrales guardó ropa, como kilo y medio de fariña, una linterna y dos celulares.
En su peregrinaje en busca de una salida de la selva, de un caserío, de algún mortal de confianza que les tendiera la mano, los niños fueron dejando rastros –huellas, restos de frutas, un biberón, pañales de la bebé– que alentaban a los comandos y a los guardias indígenas a seguir buscándolos.
Los niños han dicho que en algún momento los encontró un perro de rescate del ejército llamado Wilson, pero que luego se les perdió. Se trata de un pastor belga que en las labores de búsqueda abandonó a su entrenador, quizá por nervios, y que aún es buscado por los 106 comandos militares que permanecen en la selva con el único objetivo de localizarlo.
Disputa familiar
El general Pedro Sánchez dice que sus tropas y los rastreadores indígenas encontraron unas 15 evidencias de vida de los niños a lo largo de la búsqueda. “Había huellas recientes, de un día atrás, y nosotros nos preguntábamos ‘¿dónde pueden estar?’, y lo único que decíamos es ‘están vivos’”.
El abuelo materno de los niños, Narciso Mucutuy, ha dicho que ellos se escondían entre los árboles y en palizadas cuando escuchaban los sobrevuelos de los helicópteros militares. Lesly le contó que, además, se quedaban quietos y ella tapaba la boca al pequeño Tian cuando pasaban cerca los comandos militares y los guardias indígenas.
La familia materna ha asegurado a los funcionarios del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) que las niñas mayores sufrían abusos de su padrastro, Manuel Ranoque, quien es el padre de Tian y de Cristin, y que además él golpeaba a la madre de los menores cuando estaba borracho.
Por eso, según Narciso Mucutuy, los niños estaban habituados a esconderse en la selva durante dos o tres días cuando vivían en el Resguardo Indígena Puerto Sábalo, en el sur amazónico colombiano, donde Manuel Ranoque era gobernador. Y por eso, según la versión del abuelo, se ocultaban de los militares y los guardias indígenas que los buscaban.
Creían que, si los encontraban, les “iban a dar juete (a pegar)”, ha declarado Mucutuy.
Manuel Ranoque niega esas versiones y acusa a los abuelos maternos de buscar la custodia de los cuatro menores de edad “por interés económico”, para beneficiarse “de la indemnización de los niños”.
En conversación telefónica con este semanario, Ranoque asegura que él ha sido como un padre para las niñas mayores y que buscará su custodia, pero el ICBF no le ha permitido verlas.
El dirigente indígena huitoto cuenta que hace meses había viajado a Bogotá para asentarse en la capital del país debido a las amenazas de muerte que había recibido de las disidencias de las FARC que operan en el sur del país.
“Junté una platica y les pagué los tiquetes de avión a mi familia para que me alcanzaran en Bogotá”, explica. Magdalena y los cuatro niños viajaban por la vía aérea del Resguardo Indígena Puerto Sábalo a San José del Guaviare cuando ocurrió el accidente. El plan era seguir el trayecto en autobús a la capital colombiana, donde se encontrarían con Ranoque.
La directora del ICBF, Astrid Cáceres, ha dicho que todas las denuncias son motivo de investigación y que por ahora la institución –a cargo de la protección de la infancia en Colombia– escuchará a todas las partes involucradas, “principalmente a los niños”.
Los señalamientos de la familia materna motivaron que durante la búsqueda de los niños fuera la abuela Fátima, y no Ranoque, quien grabara los mensajes que esparcían los helicópteros militares en altavoces llamando a los menores a permanecer quietos en un lugar para que fueran localizados.
El padre biológico de Lesly y Soleiny, quienes llevan los apellidos Jacombombaire Mucutuy, ha estado ausente de sus vidas los últimos seis años, pero las visitó en el Hospital Militar hace unos días con supervisión de una funcionaria del ICBF.
Luego de la investigación preliminar, vendrá el proceso de asignación de custodia, que tardaría unos seis meses y que podría ser resuelto en un juzgado familiar.
El núcleo familiar más duro lo conforman los cuatro hermanos sobrevivientes. Cuando las niñas mayores escuchan el llanto de un niño en el piso nueve del Hospital Militar preguntan por Cristin, la bebé, que permanece en cuidados intermedios.
Tienen muchos años por delante para contar cómo salieron con vida de un oscuro pedazo del mundo.