Unión Soviética

“La experiencia de la traición me perseguirá hasta el fin”: Gorbachov tras el golpe de Estado

En "El Golpe", Mijail Gorbachov contó cómo vivió el golpe de Estado del 19 de agosto de 1991. Proceso publicó ese año el capítulo 2 del libro, titulado "Tres días en el Cabo Foros". Hoy lo volvemos a publicar por considerar que es de interés para nuestros lectores.
miércoles, 31 de agosto de 2022 · 20:43

MOSCÚ (Proceso).– Mijail Gorbachov cuenta cómo vivió el golpe de Estado del pasado 19 de agosto. En un libro de 100 páginas, publicado simultáneamente en Moscú y en las principales capitales occidentales, el presidente soviético evoca "esos tres días trágicos". Da detalles. Habla de sus temores. Rechaza acusaciones. Pero, sobre todo, hace lo imposible para tranquilizar a la opinión pública soviética e internacional.

Prueba de ello esta extraña confesión: "Estos días críticos fueron para mí una dura lección. Desde mi regreso a Moscú reflexioné mucho. Saqué conclusiones de esa tragedia y cambié mi manera de ver las cosas. Se dice que regresé a otro país. Es cierto. Y puedo agregar que el que regresó de Crimea es un hombre que lo ve todo con ojos nuevos. En todo caso. mientras siga siendo presidente va no soportaré vacilaciones y plazos en la realización de las reformas. De hoy en adelante ya no habrá compromiso alguno con quienes es inadmisible buscar aliarse. Hoy más que ayer, deseo que todas nuestras acciones se hagan en un marco democrático. Sin derrame de sangre. En realidad, a pesar de que muchas cosas disten aún de ser claras, hay que actuar. Una nueva época acaba de empezar...”

Proceso reproduce el segundo capítulo de "El Golpe", titulado "Tres días en el Cabo Foros" (A.M.M.)

El golpe fue una dura prueba para el país y para mí. La principal carta de los golpistas fue su posición, en el corazón del gobierno, al lado del presidente. Ahí radicaba el peligro: esa gente tenía la capacidad de controlar los mecanismos del poder. Ahí radica también mi amargura. Más allá de los riesgos que pudieron haberme amenazado, la traición fue la experiencia más dura que me tocó vivir. Y ese sabor de hiel, sin duda, me perseguirá hasta el final de mis días.

El mecanismo del golpe de Estado empezó a funcionar en Moscú. Naturalmente todo había sido preparado de antemano.

Los acontecimientos me alcanzaron el domingo 18 de agosto después de la comida, en la dacha presidencial de Cabo Foros, en Crimea. Había subido a mi cuarto de trabajo para volver a ver el texto del discurso que debía pronunciar en la firma del Tratado de la Unión. Había previsto volver a Moscú al día siguiente. En la víspera había hablado por teléfono con Boris Yeltsin, el presidente de Rusia, y Nursultan Nazarbayev, el de Kazakjistán. Habíamos hablado de la firma del tratado y de la sesión del Consejo de la Federación que debía realizarse después.

Ese 18 de agosto, hacia las 12 del día, había hablado por teléfono con el vicepresidente Genadi Yanaiev (quien encabezó el golpe). Por cierto, me agradeció haberle avisado mi hora de llegada a Moscú y me prometió ir a buscarme. Luego hablé con distintas personalidades: el primer vicepresidente del gabinete, Vladimir Velitchko; Arkadi Volski, responsable de la Unión Científica e Industrial; Stanislas Gurenko, primer secretario del comité central de Ucrania. A las 16:30 estaba hablando por teléfono de mi discurso, con Georgui Chakhnazarov, mi asistente. De todos ellos, sólo dos desmintieron la afirmación de los golpistas de que no me encontraba en capacidad de cumplir con mis funciones. Y estos dos no lo hicieron enseguida... Se demoraron uno o dos días...

A las 16:50 el jefe de mi guardia personal me anunció que un grupo de personas exigía que las recibiera. No esperaba visita alguna, no había hecho invitación alguna y nadie me había avisado de que alguien pudiera llegar. El hombre que estaba enfrente de mí no sabía nada.

–¿Entonces, por qué los dejó entrar?

–Están con Plekhanov (el jefe de Seguridad) –me contestó.

Sin este último, la guardia no los hubiera dejado pasar. Así es el reglamento, estricto, pero indispensable.

Mi primera reacción fue saber quién los había enviado. Disponía de todas las formas de comunicación posibles: gubernamentales, personales, estratégicas, por satélite... Descolgué uno de los teléfonos que están sobre mi escritorio. No había tono. Las otras cuatro líneas habían sido cortadas. El interfono también.

No tuve que reflexionar mucho tiempo para entender que esa delegación no estaba integrada por visitantes ordinarios. Obviamente, los conspiradores habían decidido aislarme.

Decidí poner a mi familia al tanto de la situación. Primero mi esposa, y luego mi hija y mi yerno. Para mí todo estaba claro: acontecimientos de suma gravedad estaban ocurriendo. No excluía intentos de chantaje o de detención. En realidad, no se podía descartar ninguna eventualidad... "Ustedes deben saber, expliqué a mis familiares, que no capitularé ante chantaje alguno, amenaza o presión y que mi posición no cambiará nunca".

Raisa Maximovna, Irina y Anatoli me brindaron su apoyo. Me dijeron que yo era quien debía tomar las decisiones. Estaban dispuestos a compartirlo todo conmigo hasta el final, aun si esas decisiones podían tener consecuencias graves para ellos.

Salí para invitar a mis visitantes a entrar en mi cuarto de trabajo, pero ya estaban ahí, no me habían esperado. Ese gesto constituía una violación muy desagradable del protocolo. Había cuatro personas: Valeri Boldin, jefe de la operación; Oleg Chenin, miembro del buró político y secretario del comité central del partido; Oleg Baklanov, vicepresidente del Consejo de Defensa y exsecretario del comité central, y el general Valentin Varenikov. Este último no pertenecía al círculo de mis colaboradores cercanos. Fue él, sin embargo, quien salió para Ucrania para lanzar un ultimátum a Leonid Kravchuk.

Plekhanov, jefe de Seguridad, los acompañaba, pero pronto le ordené salir de mi oficina.

–Antes de empezar, quiero saber quién los envía, pregunté enseguida.

Se miraron todos antes de contestar: –El comité.

–¿Cuál comité?

–Pues el comité creado para supervisar el estado de emergencia en el país.

–¿Quién creó ese comité? No soy yo, no es el Soviet Supremo. Entonces ¿quién?

Los visitantes afirmaron que el comité ya estaba formado y que sólo faltaba un decreto del presidente. Me colocaban ante la siguiente elección: o bien publicaba un decreto y me quedaba aquí, o bien cedía todos los poderes al vicepresidente. Baklanov me anunció que Boris Yeltsin había sido detenido. Luego se corrigió: iba a ser detenido.

–¿Cuál es el motivo?

–La situación... El país va derecho a la catástrofe, hay que tomar medidas y proclamar el estado de emergencia. Sólo eso puede salvarnos. Ya no podemos seguir con las mismas ilusiones...

No me ahorraron ningún lugar común. Les contesté que yo conocía la situación política económica y social del país tan bien como ellos, los problemas de la gente, su vida, las dificultades que tenían que aguantar diariamente. Efectivamente era imprescindible hacer lo necesario cuanto antes para mejorar su situación, pero me oponía rotundamente –y no sólo por razones políticas y éticas– a las soluciones que proponían, que siempre desembocan en la muerte de centenares, miles o millones de seres humanos. Teníamos que renunciar para siempre a esas soluciones; si no lo hacíamos, nuestras ideas serían traicionadas, nuestra acción aniquilada y el país se hundiría en un nuevo círculo vicioso sangriento.

–Si ustedes no comparten mi opinión, hablemos de esa divergencia ante el Soviet Supremo, ante el Congreso de los Diputados del Pueblo. Busquemos juntos una solución.

En realidad, conocían perfectamente bien mi posición: la había expuesto en la tribuna del Parlamento y defendido muchas veces ante el buró político y el comité central del partido. Por lo tanto, rechacé su ultimátum.

¡Presente su renuncia!

En el curso de los últimos años más de una vez me tocó calmar a la gente para prevenir el peligro de una escalada. Esta vez también pensaba que iban a entender y a cambiar de posición. Intenté convencerlos:

–Son unos aventureros, tanto ustedes como quienes los enviaron aquí. Si quieren destruirse, es su problema. ¡Peor para ustedes! Pero amenazan con destruir al país y a todo lo que ya hemos realizado. Díganlo a su comité. Estamos en vísperas de la firma del Tratado de la Unión. Hemos preparado con las repúblicas importantes decisiones que nos permitirán resolver los problemas concretos que debemos enfrentar. Debemos estabilizar cuanto antes la situación económica y política, acelerar la transición hacia la economía de mercado, dar a la población la posibilidad de tomar aún más iniciativas en todos los campos. Se vislumbra un acuerdo. Obviamente todavía no está listo. Aún hay sospechas en las relaciones entre las repúblicas y el centro, entre el movimiento político y el movimiento social. Eso es cierto. Pero la única vía es buscar un entendimiento. Ya empezamos a avanzar. Hay que ser suicida para proponer instaurar ahora el estado de emergencia en el país. No lo haré.

En este momento Varenikov me cortó la palabra:

–¡Entonces presente su renuncia!

La imprudente exigencia del general consolidó mi determinación:

–¡Ustedes no obtendrán nada de mí! ¡Ni la promulgación del estado de emergencia, ni mi renuncia! Díganlo a quienes los enviaron aquí. Dentro de dos días firmaremos el nuevo Tratado. El 21, el Consejo de la Federación se reunirá para estudiar estos problemas. Resolveremos los problemas que el gabinete aún no ha logrado solucionar. Pero no como ustedes lo proponen.

Yo conocía muy bien el tema: algunos días antes había trabajado con mi asistente Anatoli Chernaiaiev en la redacción de un artículo sobre la situación del país y evoluciones posibles. La proclamación del estado de emergencia había sido una de las eventualidades analizadas. ¡Y ahora sus protagonistas estaban frente a mí! Yo había rechazado esa hipótesis, porque a mi juicio sólo desembocaba en un callejón sin salida, en la muerte de la sociedad, en la regresión del país y en el aniquilamiento de todas nuestras realizaciones.

–Propongo, les dije, convocar al Soviet Supremo, al Congreso, y reflexionar juntos sobre todos estos problemas. ¿Les preocupa la situación presente? Pues a todos nos preocupa. ¿Estiman que hay que tomar medidas de emergencia? Estoy de acuerdo con ustedes. Reunámonos y discutamos. Si una parte de los dirigentes tiene dudas, pues estoy dispuesto a explicarme ante el Parlamento. Pero debemos seguir tres líneas principales: consenso, profundización de las reformas y colaboración con Occidente.

Era un diálogo de sordos. Era muy claro que ya habían echado a andar la máquina y que no iban a pararla, pasara lo que pasara. Saqué la conclusión que se imponía:

Es todo. Ya no tenemos nada más que decirnos. Digan a sus jefes que me opongo categóricamente a sus proyectos. Esto va a provocar una guerra civil y un baño de sangre. Será su responsabilidad. Ustedes son unos aventureros y criminales y su intento está condenado al fracaso.

Varenikov fue quien se portó de manera más grosera. En un momento dado tuve que decirle:

–Ya no recuerdo su nombre... (En realidad, yo lo sabía muy bien) Ah, ¡sí! Valentín Ivanovich, ¿Eso es? Bien Valentín Ivanovich, el pueblo no es un batallón al que se ordena caminar y que obedece. Las cosas no pasarán así. El pueblo ha cambiado. No aceptará su dictadura ni se resignará a perder lo que conquistó en los últimos años. No se olvide de mis palabras.

Al final de esa conversación acabé por enviarlos adonde los rusos suelen enviar a sus interlocutores en este tipo de circunstancias.

Lo que siguió se desenvolvió según la lógica de la situación. Los golpistas me aislaron totalmente del mundo exterior y me sometieron a una verdadera presión psicológica. De regreso a Moscú, días más tarde, me enteré de que un destacamento de guardafronteras del KGB y guardacostas había sido colocado bajo el mando directo de Plekhanov y de su adjunto Generalov. En cambio, los 32 hombres de mi guardia persona me fueron fieles. Decidieron resistir hasta el final y se repartieron los sectores que había que defender. Creo que sobra explicar hasta que punto la claridad de su decisión fue reconfortante en estas circunstancias dramáticas.

No era difícil prever la lógica de las acciones ulteriores de los golpistas: tomar el poder y usarlo con fines personales. La conferencia de prensa que dieron los facciosos del supuesto Comité de Estado para el estado de emergencia confirmó mis peores temores. Tuvieron el aplomo de pretender que no me encontraba en capacidad de cumplir con mis funciones y se comprometieron a entregar pronto informes médicos al respecto. Saqué la conclusión de que si los hechos, en este caso mi salud, no concordaban con su declaración, se iban arreglar por todos los medios para que me encontrara realmente deshecho física y psicológicamente.

Mis guardias llegaron a la misma conclusión. De común acuerdo decidimos rechazar la comida traída de fuera y consumir exclusivamente nuestras reservas y las del comedor de la guardia. Debíamos aumentar la vigilancia en todos los campos.

No soy el único que piensa que lo más importante no fue lo que los golpistas dijeron durante su conferencia de prensa. El mundo entero notó su patética representación. Por mi lado, yo había guardado la sangre fría, aunque estaba totalmente trastornado e indignado por la ceguera política y la irresponsabilidad de estos hombres. Estaba cada vez más convencido de que su aventura no podía durar mucho tiempo.

Durante el 19 exigí de nuevo que se restablecieran inmediatamente las comunicaciones y que se me mandara un avión para regresar a Moscú. Obviamente no obtuve respuesta alguna.

Tres días incomunicado

Después de la conferencia de prensa de Yanaiev y sus hombres, decidí grabar una declaración en un videocaset. Finalmente hice cuatro grabaciones distintas en la misma cinta que Irina y Anatoli montaron. Luego buscamos canales seguros para sacar estas cuatro versiones de la residencia. Esperábamos que por lo menos una de ellas llegaría al exterior. (...)

Durante estos tres días lo más duro fue la ausencia de información. Todas las comunicaciones habían sido cortadas, menos la televisión, en la que alternaban los comunicados del supuesto Comité de Estado, películas y conciertos. Los oficiales de mi guardia se mostraron particularmente inventivos. Encontraron radios viejos en un local de servicio y lograron colocarles antenas para captar emisoras extranjeras. La BBC y Radio-Liberty eran las que mejor se escuchaban. Luego encontramos la Voz de América. Anatoli, mi yerno, logró inclusive escuchar emisoras occidentales con un pequeño radio transistor Sony. Fue así como empezamos a juntar información, a sacar conclusiones y a hacernos una idea de la evolución de la situación.

Todos los acontecimientos que tuvieron como marco la residencia de Foros serán por supuesto objeto de análisis serios. Pero debo desmentir con vigor absoluto las sospechas sobre mi actitud durante ese periodo. Mi posición nunca cambió: rechacé plegarme a las exigencias de los golpistas. Fue eso lo que perturbó su juego y lo que nos permitió, al unir todas nuestras fuerzas, infligirles una grave derrota.

Rechazo categóricamente las insinuaciones de que el presidente no hubiera estado a la altura y sólo pensó en salvar su pellejo. Las fuerzas que perdieron esa batalla, ahora se dedican a inventar cualquier cosa. Van a lanzar las mentiras más descaradas para desacreditar al presidente, a las fuerzas democráticas e intentar comprometerlas.

Corrió el rumor de que yo estaba al tanto del golpe que se preparaba. Se pretende también que estuve en comunicación con ellos, pero que me mantuve aparte para no correr riesgos y poder volver después para "sentarme en la mesa". En otras palabras, se hubiera tratado de una variante del juego "siempre se gana": si el golpe funciona, el presidente sale ganando porque les dio una oportunidad. Si el golpe fracasa, regresa a Moscú, blanco como la nieve y envuelto en su dignidad. Semejantes "tonterías" surgen de todas partes, pero la investigación revelará que no falté ni a mi deber ni a mi honor.

Oleg Bajlanóv, el hombre del complejo militar-industrial, razonaba como todas estas mentes pervertidas cuando intentó persuadirme que dejara el poder a Yanaiev, el 18 de agosto. "Usted descansará, me decía para incitarme a apoyar su comité. Haremos el trabajo sucio en su ausencia y luego podrá regresar a Moscú". Extraña coincidencia ¿no? Pero si no se logró hacerme cambiar de posición durante esos tres días, hay muy poca posibilidad para que se logre ese resultado hoy.

Raisa Maximovna se portó con valor, al igual que los otros miembros de mi familia. Tenían conciencia de los peligros de la situación y a pesar de eso enfrentaron todo sin debilidad. Me enorgullece su actitud. El 18 de agosto esperaba todavía que los conjurados moscovitas renunciarían a sus proyectos después de recibir el informe de sus enviados acerca de la entrevista que habían tenido conmigo. Su comunicado, transmitido el 19 por televisión, acabó con todas mis esperanzas.

De acuerdo con mi familia, decidí entonces, dejarme ver en el exterior lo más a menudo posible y quedarme muy a la vista. Obviamente no subestimábamos los riesgos de "accidentes': pero yo quería que todos vieran que el presidente estaba vivo, con buena salud y en su estado normal.

Cuando la BBC anunció que un grupo de conjurados estaba en camino para demostrar a una delegación del Parlamento que Gorbachov estaba realmente enfermo, llegamos todos a la conclusión de que tenían intenciones criminales y que iban a arreglárselas para acordar la realidad a su ficción. Esa perspectiva chocó profundamente a Raisa Maximovna, quien tuvo un ataque muy grave, cuyas secuelas sigue sufriendo hoy. Afortunadamente estábamos cerca de ella. Mi esposa e Irina sufrieron mucho durante estos tres días.

En cambio, Anastaia, mi nieta, fue quien soportó mejor la situación. No entendía nada de lo que estaba pasando. Corría por todas partes. Quería ir a la playa y debíamos satisfacerla. Pero después los guardias nos pidieron dejar de ir. Todo podía ocurrir.

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