Poesía
Tres poetas con Eduardo Lizalde
Fallecido el 25 de mayo, el poeta Eduardo Lizalde iba a cumplir 94 años este 14 de julio. David Huerta, Marco Antonio Campos y Óscar Oliva escriben sobre su obra en Proceso.Fallecido el 25 de mayo, el poeta iba a cumplir 94 años este 14 de julio, fecha significativa que David Huerta aborda –como otras– para situar la obra de "El tigre". El sobrenombre, tomado de su libro "El tigre en la casa", permite que Marco Antonio Campos realice un perfil personal de su producción, como el chiapaneco Óscar Oliva en medio de sus evocaciones. Estos son los textos escritos para Proceso.
Apunte lizaldiano
Por David Huerta
Eduardo Lizalde nació en el aniversario de la toma de la Bastilla, exactamente 140 años después de ese hecho revolucionario, el 14 de julio de 1929. No voy a bordar sobre el “contexto” mexicano de esa fecha; hoy, cualquiera mínimamente interesado puede documentarlo muy bien. Prefiero hablar de la década poética en la que nació, en la Ciudad de México, el poeta de El tigre en la casa. 1929 es el penúltimo año de ese decenio, si entendemos que el último es 1930; pero, desde luego, es el último de “los años veinte”. Entre 1921 y 1930, Jorge Luis Borges publicó seis libros: tres de poesía y tres de ensayos. Alguien podría acercar el año 1922 al año 1923 en que apareció el prodigioso Trilce, de César Vallejo; en esa fecha se imprimió Fervor de Buenos Aires; pero basta hojear uno y otro libro para que las diferencias aparezcan con claridad. Junto a los seis libros de Borges, vale la pena mencionar los cinco de Pablo Neruda, todos de poesía; entre ellos, quizás uno de los libros más leídos de la lírica universal: los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de 1924 (Crepusculario es del año anterior, el mismo de Fervor de Buenos Aires.) En 1922 apareció también El soldado desconocido, del nicaragüense Salomón de la Selva, libro de guerra, pues su autor combatió contra los alemanes en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. En 1928, un año antes de que naciera Lizalde, apareció el primer número de la revista mexicana Contemporáneos. Ocho años antes había muerto Ramón López Velarde.
Creo que con esos datos tenemos un horizonte poético suficiente para entender a Lizalde desde el comienzo mismo de su vida. El signo revolucionario que indica su fecha de nacimiento es importante porque muchos años de militancia en la izquierda partidista de México serán decisivos para su vida; al paso de los años y las decepciones políticas e ideológicas, Lizalde asumiría una postura opuesta a la que tenía en sus años de juventud comunista y filomarxista, al lado de José Revueltas, Guillermo Rousset Banda y Enrique González Rojo. De éste vale la pena mencionar el hecho de que su abuelo, el poeta Enrique González Martínez, era una figura que Lizalde recordaba con afecto y no sé si con admiración: su poesía representa una vertiente muy diferente.
De ese contexto resalto dos o tres nombres: el de Vallejo, el de Neruda y el implícito de José Gorostiza en la mención de la generación de los Contemporáneos. Sería difícil establecer una línea de influencia directa de esos tres poetas en la obra de Eduardo Lizalde; pero la suma de la gravitación vallejiana y nerudiana en sus versos se complementa y se refuerza muy bien, según yo, con la altura del lenguaje gorosticiano, así como con la maestría del tabasqueño en el manejo de las formas. Dos nombres de prosistas mexicanos pueden relacionarse fácilmente con la poesía de Lizalde: Carlos Fuentes y Salvador Elizondo. En el caso del primero, por su cosmopolitismo novelesco, semejante al poético de Lizalde; en el caso del segundo, por la inclinación de ambos, el poeta y el narrador, a observar el lado de sombra de la realidad, la faz nocturna de la experiencia: Farabeuf, de Elizondo, y La zorra enferma, de Lizalde, por ejemplo.
Pocos poetas –ninguno, diría yo– han conseguido como Eduardo Lizalde armonizar la dimensión a veces sórdida de la vida con un lenguaje suntuoso. Esa coexistencia de lenguajes y temas contrastantes en un poema desencadena efectos formidables; casi cualquier lector de Lizalde puede comprobarlo con una lectura mínimamente atenta. Me ha dado por compararlo, a veces, con el poeta inglés Ted Hughes; las divergencias están a la vista, pero las coincidencias son muy impresionantes. Una de esas coincidencias es una visión parecida del mundo animal. Quien invocara los nombres de Borges y William Blake estaría señalando el marco tígrico de la poesía lizaldiana.
Lizalde se distingue por su temeridad en la elección y el tratamiento de los temas y por su dominio de la lengua en términos prosódicos; dicho de otro modo: el radicalismo y la extrañeza de sus asuntos ante el adocenamiento lírico circundante, la obsesión por el artificio poético, valorado en cada enunciado, en cada verso, en la cadencia y la “musicalidad” del poema en su conjunto. Los temas: la soledad amorosa y el desengaño erótico, enmarcado en una bien calibrada tonalidad en la que el rencor brilla con una luz destellante, nimbada de oscuridades. Eso es El tigre en la casa, centro de su obra poética, libro aparecido con el sello editorial de la Universidad de Guanajuato en julio de 1970. Es, sin la menor duda, uno de los grandes libros de la poesía mexicana del siglo XX. Es hora de volver a ese volumen extraordinario y a toda la obra de Eduardo Lizalde, protagonista discreto de nuestra diminuta escena literaria y poeta inmenso que con su solo nombre llenó varias décadas de nuestra historia cultural. Murió en la madrugada del miércoles 25 de mayo en su casa de la Ciudad de México.
Un último vino por Eduardo Lizalde Marco Antonio Campos
A Rafael Vargas
Por Marco Antonio Campos
Me dicen que murió Eduardo Lizalde. Quien lo haya tratado no habrá dejado de inmediato de sorprenderse con un gran conversador que poseía una vasta cultura filosófica, política, operística y desde luego literaria y poética. Lizalde gustaba en la vida diaria del juego del ajedrez y, gracias a su voz de barítono, de cantar arias.
Una vez, hablando sobre Pablo Neruda, me decía que todo gran poeta con una dilatada obra es varios grandes poetas; es su caso. Las lecturas de poetas que lo marcaron se dividen en los que llamó los abstractos y los concretos. Abstractos como Mallarmé, Valéry, Eliot, Gorostiza y Rilke, y concretos como Villon, Baudelaire, Rimbaud, Lautréamont, Neruda, Vallejo, López Velarde, Sabines.
Lizalde, a través de sus libros, pasó del bordado gongorino al poema político, al poema reflexivo, al poema réprobo y maldito, en el cual escribió los que me parecen sus libros mayores (El tigre en la casa y Caza mayor). Pero nada incendia más sus páginas, a partir de su espléndido libro El tigre en la casa, que la figura elegantemente exacta del tigre. Él ha hablado de que la imagen del tigre le viene más de sus lecturas de Salgari, Kipling y Saroyan, que de Blake y Borges. Pero me parece que a lo largo de su obra brilla con inusual intensidad el verso de Blake:
Tiger, tiger, burning bright,
in the forest of the night!
En Caza mayor, no sin honda melancolía, Lizalde recordó a los viejos amigos con quienes bebió y convivió en bares y cantinas de Ciudad de México (Augusto Monterroso, Marco Antonio Montes de Oca, Jaime Sabines, Rubén Bonifaz Nuño, Alí Chumacero). En libros sucesivos vinieron más rosas y tigres y tabernas y descripciones del acto amoroso y reflexiones wittgensteinianas, y llegó a su vida la última mujer –Hilda– que le dio por cosa de 35 años la felicidad que quizá ya no esperaba.
Y ahora, en la hora de su hora, en el último tránsito, yo le agradezco, le agradeceré siempre, la mano amiga que me ofreció desde 1975, dándome su amistad y perdiendo algo de su tiempo creativo leyendo mis libros que fueron hechos para la historia de la nada.
Salud, donde estés ahora, querido Eduardo, poeta entrañable, poeta mayor. Brindemos con el último vino que no sacia ni se acaba. Con tu adiós termina una generación espléndida de la poesía mexicana, esa promoción de los años veinte en que estuvieron Jorge Hernández Campos, Rubén Bonifaz Nuño, Dolores Castro, Rosario Castellanos, Jaime Sabines, Tomás Segovia, Víctor Sandoval y Juan Gelman, de quienes fuiste tan próximo o muy amigo.
Se fue quien era el mejor poeta vivo de la lengua española.
Los poemas y los años
Por Óscar Oliva
Conocí a Eduardo Lizalde en 1958. Desde esos años ya era un formidable polemista. Él junto con José Revueltas y Enrique González Rojo cuestionaban duramente al Partido Comunista Mexicano y todas sus deformaciones, Eduardo no se conformaba en hacer la crítica feroz del movimiento comunista mexicano, sino también de la historia de México, de la ciencia y la estética que se realizaba en esos años.
Crítico de la historia y del lenguaje de la poesía, desde entonces ya se había hecho de una cultura enorme. Había gozado de la cultura popular mexicana, la estudiaba y la llevaba también como bagaje para sus poemas. Eduardo era muchas expresiones. De él aprendí que la poesía estaba en todas partes, en los boleros, en los corridos, en el habla popular, en la Ciudad de México. También aprendí de él que todas las artes estaban integradas, y que deberían también estar integradas a la ciencia, a la filosofía y sobre todo a las pasiones humanas.
Por eso, creo, su poesía es rigurosa: casi nada deja al azar, es concreta, no tiene atajos ni desviaciones. Casi siempre da en el clavo, en el punto mismo donde más duele una herida. Su poesía va de hallazgo en hallazgo. Por eso sus versos exaltados nunca dejan quieto al lector. Lizalde lo apabulla, lo lleva a un rincón del cuadrilátero y no lo suelta. Seguramente por eso es que nosotros, sus lectores, hacemos nuestros sus versos, los leemos y los releemos. De tan buen poeta, es un poeta también de caídas. Y eso lo hace más cercano a todos los que seguiremos leyéndolo, abriendo y repensando sus libros, que son tan fuertes como su propia estancia en la tierra.
Han pasado tantas cosas desde 1958. Todavía recuerdo a Eduardo leyendo, él y yo, la primera versión de El tigre en la casa, en una cantinita de San Ángel. Recuerdo con emoción ese momento en que compartimos, con otros parroquianos, emocionándolos con esos rugidos.