Fernando Fernández
Tertulia sobre López Velarde
Dos reconocimientos recayeron esta semana sobre el poeta, editor y ensayista literario Fernando Fernández: su entrada el martes 14 a esta institución legendaria fundada en 1942 (SMC) y el premio Iberoamericano Ramón López Velarde.Dos reconocimientos recayeron esta semana sobre el poeta, editor y ensayista literario Fernando Fernández: su entrada el martes 14 a esta institución legendaria fundada en 1942 (SMC) –que tiene presencia en 27 estados de la República y varias ciudades extranjeras–, y el premio Iberoamericano Ramón López Velarde que recibió este día 17 –dentro de las XXV Jornadas Lopezvelardeanas en la ciudad de Zacatecas–. De su discurso en el SMC, el escritor escogió un fragmento –referido precisamente a López Velarde– para Proceso.
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).– Hace unos pocos años, cuando tuve que enfrentar un pequeño problema para concluir una investigación hemerográfica, imaginé que José Luis Martínez, el más importante editor de Ramón López Velarde, a quien no tuve la suerte de conocer en persona, me hablaba en sueños para mostrarme el camino que debía de seguir para resolverlo. Lo conté en un artículo que apareció en un suplemento cultural y luego incluí en mi libro La majestad de lo mínimo. Aficionado a ese género de imaginaciones, el pasado febrero, en cuanto fui aceptado para formar parte del Seminario de Cultura Mexicana y vi la lista de amigos de López Velarde y de estudiosos de su vida y de su obra que me han precedido como miembros de esta institución, me dio por imaginar la animada, sabrosa, aleccionadora, divertida, quizá hasta gozosamente indiscreta tertulia velardiana que podría mantenerse con ellos.
Pienso en Enrique González Martínez y Manuel M. Ponce, amigos del poeta de Zacatecas, fundadores ambos del seminario, el primero de ellos, su primer presidente; en Carlos González Peña, editor original de algunos de sus mejores poemas; en Francisco Monterde y Antonio Castro Leal, contemporáneos suyos que se contaron entre sus estudiosos de la primera hora. No dejarían de estar presentes en aquella tertulia imaginada ninguno de los entusiastas del poeta más cercanos a nosotros, pero que también ya han fallecido, todos ellos en su momento miembros de nuestra institución, como Víctor Sandoval o Hugo Gutiérrez Vega.
Desde hace unos días pienso también, por supuesto, en Eduardo Lizalde, el poeta al que entrañablemente tanto admiramos y quisimos, miembro honorario del seminario, a quien todavía en 2017, en una comida íntima en Guadalajara, ciudad a donde lo acompañé para participar en un homenaje que le rindió la Feria del Libro, lo vi evocando algunos pasajes de La suave patria con los ojos llenos de lágrimas, tratando de expresarme lo que sentía por la verdad última y la belleza extrema que hay en esos versos sobre México.
De esta ladera de la realidad, no seríamos pocos los asistentes a esa tertulia, a cuya cabeza se sentaría el actual decano de los estudiosos de nuestro tema, miembro asimismo honorífico de nuestra institución, el poeta Marco Antonio Campos. Puedo imaginar con qué curiosidad genuina irían a asomarse a sus reuniones los otros hombres y mujeres de libros que son miembros del seminario, entre quienes hay algunos otros poetas. Yo me propondría, por supuesto, como un solícito y atento secretario de actas de la egregia tertulia, el amanuense de todos esos imprescindibles conocedores de nuestro asunto, quien haría el relato al detalle de cuanto ocurriera en ella.
Pero no es necesario ponernos demasiado imaginativos para ver esa reunión de velardianos ilustres con nuestros propios ojos, puesto que sus obras están en nuestras bibliotecas, y en hacerlas dialogar todo lo animadamente que se pueda es precisamente a lo que nos dedicamos los investigadores literarios, con más razones si se trata de ahondar en el estudio inagotable y de infinitas aristas que permiten y aun exigen la vida y la obra de López Velarde.
Este mediodía acudo a este Foro Castalia, y lo hago para hablar por vez primera en público como parte de este seminario. Quiero pensar que el nombre de nuestro foro es buen augurio: Castalia es como se llamaba la fuente consagrada a las musas a la que Cervantes dedicó unos preciosos versos burlescos en su Viaje del Parnaso, y es asimismo el nombre de una de las editoriales que más procuramos desde jóvenes, la editorial Castalia, en cuya serie de clásicos, los Clásicos Castalia, leímos y estudiamos a los principales maestros del Siglo de Oro de nuestra lengua.
Para mí, este ingreso, que agradezco en lo mucho que vale a mis ahora colegas, empezando por mi viejo y queridísimo amigo Sergio Vela, impulsor original de mi candidatura, con quien cumplo estos días nada menos que 40 años de amistad ininterrumpida y fructífera, tiene algo de regreso a casa. En 1990 salí de la Facultad de Filosofía y Letras; desde entonces, he desarrollado mi trabajo de manera independiente, sin liga permanente con ninguna organización académica o educativa. Más de 30 años después ingreso a una institución que tiene como propósito estimular la producción científica, filosófica y artística, y de difundir la cultura en todas sus manifestaciones, y lo hago ofreciéndole a cambio de su cobijo mi alegría y mi empeño, mi amor a las letras, mi facilidad para la comunicación, con el principal objetivo autoimpuesto de contagiar el encanto de la poesía, el más exigente y misterioso de los géneros literarios, al que he consagrado parte de mi vida.
A López Velarde, quien murió hace poco más de 100 años, lo leemos como si no hubiera pasado ni un solo día, porque de ese modo se mantienen algunos de sus poemas: vivos, frescos tanto como las aguas de la fuente Castalia. Pero eso ocurre también con obras anteriores, y a veces muy anteriores, y hoy quisiera poner como ejemplo del género de cosas que nos comunica la poesía una obra escrita hace poco menos de cuatro siglos que llevo un par de décadas leyendo con verdadero placer. La escojo no sólo porque me permite romper una lanza en favor de algunas de las características del género que más me interesan, del modo exacto en que encarnan en esa obra específica: su luz diurna; su felicidad; su suave ironía; el modo en que se ensayan los aspectos eufónicos y sonoros de la lengua; su ritmo decididamente clásico. No menos que eso, su ligereza, su gracia, su sentido del humor. Todo ello describe a las mil maravillas el tipo de relación que mantengo con la poesía, una relación quizá más natural y sincera incluso que la que me une a López Velarde.
Pero hay más: la decisión de referirme a ella me permite subrayar mi vínculo con España, de donde vinieron mi madre y mis cuatro abuelos, y sobre todo y muy especialmente expresar el grandísimo cariño que siento por la vieja tradición de la lírica castellana. Para este pequeño viaje de casi 400 años casi no será necesario trasladarse; ni siquiera habrá que cambiar de página del diccionario de nombres de poetas de donde hemos partido, puesto que no saldremos de la “l” de López Velarde para encontrarnos con uno de sus más insignes colegas, quien tiene un nombre extrañamente parecido al suyo: Lope de Vega.
Las breves páginas que leeré a continuación versarán sobre La Gatomaquia, una de sus principales obras poéticas. Se trata de una invitación a acercarnos a un poeta del siglo XVII como si fuera nuestro contemporáneo, y a su gran poema como si hubiera sido escrito en nuestro tiempo. En el inolvidable curso que daba en la década de 1980 en la Facultad de Filosofía y Letras, Salvador Elizondo sostenía que en la poesía, como en el arte en general, no existe la noción de progreso: nada es mejor que lo excelente que lo antecedió, y por eso la estudiamos como si cada poema fuera contemporáneo uno del otro, o quizá mejor dicho como si estuvieran a salvo del efecto del tiempo.
Una serranilla del Marqués de Santillana puede tener la misma exacta intensidad de belleza que una canción para cantar en las barcas de José Gorostiza.