El pasado jueves 2 el parlamento turco aprobó mandar tropas a Libia, nación que se debate en una guerra civil desde la muerte de Muamar el Gadafi en 2011. Pero ese personal militar no fue enviado sólo por razones nostálgicas –el país norafricano fue parte del Imperio Otomano hasta principios del siglo XX y el actual presidente, Recep Tayyip Erdogan, parece querer restablecer las glorias imperiales–: en esa zona del mundo abundan el petróleo y el gas, además de que las constructoras de Turquía tienen en mente beneficiarse de la reconstrucción de la infraestructura cuando acabe el conflicto bélico, y apoyar al bando ganador le daría a Ankara acceso a gran parte de las riquezas que yacen bajo el Mediterráneo.
Estambul (Proceso).- Más de un siglo después de que el Imperio Otomano fuera expulsado de Libia –una de sus últimas provincias de ultramar–, el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, empeñado en recuperar la grandeza y el esplendor del pasado y convertir a Turquía en potencia mundial, ha llevado la bandera de la media luna y la estrella nuevamente a las costas libias.
El jueves 2, el parlamento turco aprobó el despliegue de tropas y buques de guerra en Libia para apoyar al asediado gobierno de Trípoli.
Pero no es sólo la nostalgia por el pasado imperial otomano lo que mueve a Ankara: Libia es rica en petróleo y gas, y si Turquía se afianza en esa nación norafricana, extendería sus privilegios a gran parte del subsuelo mediterráneo, que por ahora le está vetado.
Guerra civil
En febrero de 2011 estallaron en Libia las protestas contra el gobierno del coronel Muamar el Gadafi. Contagiados por la Primavera Árabe, los manifestantes exigían un reparto equitativo de la riqueza y, por encima de todo, libertad. La protesta se tornó pronto en abierta rebelión y la respuesta del gobierno fue la represión.
En abril de ese año la OTAN asumió el mando de una operación internacional y comenzó a dar apoyo a los rebeldes, que capturaron a Gadafi y lo ejecutaron el siguiente octubre.
La desaparición de Gadafi, sin embargo, no colmó las ansias de libertad de los ciudadanos. Las nuevas autoridades, salidas de las elecciones de 2012, no consiguieron imponer la paz ni poner en pie un gobierno funcional.
La falta de institucionalización de los partidos los convirtió en meras facciones en manos de milicias, y éstas –que habían contribuido a derrocar al régimen, muchas de ellas islamistas radicales– se enfrentaban entre sí. La producción petrolera –el mayor negocio del Estado– se detuvo y la inseguridad se instaló. Las divisiones entre el este y el oeste libios llegaron hasta tal punto que en cada zona había un gobierno y un parlamento.
En 2014 las diferencias estallaron en una nueva guerra civil que dura hasta hoy. Y pese a que la ONU promovió un acuerdo político y la formación de un Gobierno de Acuerdo Nacional (GAN) con sede en Trípoli, las autoridades de Tobruk, en el este, se negaron a reconocerlo. Entre tanto, veteranos yihadistas del Estado Islámico que habían luchado en Siria e Irak, regresaron a Libia y establecieron un emirato en la costa mediterránea.
En este clima de caos y anarquía, el mariscal Jalifa Hafter vio su oportunidad. Militar de carrera y jefe del Estado Mayor del ejército durante la época de Gadafi, rompió con éste cuando lo abandonó a su suerte tras ser capturado durante la guerra con el vecino Chad.
Hafter halló posteriormente refugio en Estados Unidos, al amparo de la CIA, que lo veía como un activo para derrocar a Gadafi.
Cuando estalló la rebelión contra Gadafi, Hafter regresó a su país para tomar parte. Pero en 2014 ya se había hartado de cómo marchaban las cosas y, junto con otros oficiales desertores del ejército y con el apoyo del Parlamento de Tobruk, le declaró la guerra al gobierno de Trípoli.
Su objetivo, anunció, era expulsar a los “islamistas y extremistas” que lo secundaban, en especial a la organización político-religiosa Hermanos Musulmanes. Aun así, él también contó con el apoyo de milicias islamistas radicales a la hora de formar lo que llamó el Ejército Nacional Libio, en el que también participan antiguos simpatizantes de Gadafi.
En un lustro de combates, las fuerzas de Hafter han conquistado buena parte del país y la mayoría de sus pozos petroleros, reduciendo el territorio en manos del GAN a una exigua zona de la costa oeste del país –Trípoli y Misrata– y de su frontera con Túnez.
Guerra regional
Como en otros conflictos civiles de la región, la ONU ha decretado un embargo de armas. Y como en otros conflictos civiles de la región, nadie lo respeta: hay demasiados intereses en juego. Desde el inicio de su ofensiva, Hafter ha contado con la contribución de hasta 3 mil milicianos sudaneses y el apoyo de los Emiratos Árabes Unidos, Egipto y Arabia Saudita.
Esos tres países comparten el interés del mariscal por acabar con los Hermanos Musulmanes así como por ganar influencia en su guerra fría contra otros poderes regionales. “Apoyan a Hafter porque ven mejor una dictadura que una democracia y saben que un dictador como él les puede garantizar sus intereses y minar los de sus competidores”, opina Emrah Kekilli, investigador del think tank turco SETA, en entrevista con este corresponsal.
En 2019, además, se informó de la presencia –según las fuentes– de entre 600 y mil 400 mercenarios rusos que han contribuido a la ofensiva de Hafter contra Trípoli, aunque Moscú niega haber enviado tropas. Por contra, el GAN se ha quedado prácticamente sólo pese a ser el único gobierno de Libia reconocido por la ONU.
La Unión Europea avala formalmente al GAN, pero ese apoyo no se ha traducido en nada concreto, además de que agentes de Francia han intervenido de forma encubierta en ayuda del mariscal rebelde, al que también se ha acercado Grecia. El apoyo real al gobierno de Trípoli se circunscribe, por tanto, sólo al sostén financiero de Qatar y al militar de Turquía.
Erdogan ha enviado drones armados y otros equipos en los últimos años; el pasado otoño, ante la posibilidad de que Hafter tomara la capital libia, aceleró un pacto de cooperación en defensa, que incluye la creación de una Fuerza de Reacción Rápida que cubra “responsabilidades militares y policiales en Libia”, transferencia de material e instrucción militar y compartir información de espionaje.
En este marco se han enviado instructores militares –oficialmente 35– y rebeldes sirios que, ante la pérdida de territorio en su país frente a las fuerzas del ejército regular, ya se han convertido en mercenarios a sueldo de Turquía.
Si algo ha tenido de positivo la entrada oficial de Turquía en la guerra siria es que ha agitado el tablero diplomático. Erdogan y Putin, dos “hombres fuertes” que han demostrado entenderse bien pese a apoyar a bandos enfrentados tanto en Libia como en Siria, se reunieron el pasado miércoles 8 en Estambul para inaugurar un gasoducto entre ambos países y, a la vez, negociaron un llamado al alto el fuego.
Los protegidos de cada uno –Hafter y el GAN– aceptaron detener las hostilidades y aunque ha habido algunos intercambios de artillería, ambos bandos han mantenido sus posiciones. Además, Rusia y Turquía lograron que los contendientes libios aceptaran acudir a la Cumbre de Berlín, una reunión multilateral para tratar el conflicto que había quedado en el aire ante la desconfianza que se profesan los gobiernos de Trípoli y Tobruk.
Previamente a la cumbre, Fayez Sarraj, primer ministro del GAN, y Hafter fueron llamados a Moscú para formalizar la tregua. El primero la firmó pero el segundo se fue de Moscú sin hacerlo, algo que no le cayó bien a los rusos.
En Berlín, la Conferencia sobre Libia se inauguró el domingo 19 con gran expectación. Al término de la reunión, la anfitriona, la canciller alemana Angela Merkel, anunció que los participantes se comprometieron “a respetar el embargo de armas decretado por la ONU” y que los aliados de ambas partes acordaron “no enviar más tropas ni armamento”, si bien el hecho de que no se prevean sanciones para quienes violen la resolución hace que los más escépticos no crean que vaya a funcionar.
“La cumbre en Berlín ha intentado congelar el statu quo. Para el gobierno de Sarraj significa la supervivencia, mientras que para Hafter significa confirmar sus ganancias territoriales”, sostiene Micha’el Tanchum, investigador del Instituto Austriaco de Política Europea y de Seguridad, en declaraciones a Proceso: “Turquía gana porque se confirma como uno de los mayores actores extranjeros involucrados, sin tener que desplegar un gran número de militares. Y Egipto, por no tener que responder a un despliegue turco”.
Hidrocarburos en juego
El hecho de que a Hafter le salgan tantos pretendientes tiene que ver con que muchos países prefieren ver de nuevo a un hombre fuerte al frente de Libia, en lugar del caos actual: el conflicto ha servido para convertir a la nación en punto de partida de la inmigración clandestina hacia Europa.
Pero también pesa que la mayor parte de los pozos y de la infraestructura petrolera están en territorio bajo su control. La producción de crudo se ha recuperado y aunque no llega a los niveles anteriores a 2011, se ha estabilizado en 1 millón de barriles por día. Es, así, el vigésimo mayor productor mundial y el noveno país en reservas probadas. Si bien los pagos de los hidrocarburos libios siguen llegando a cuentas controladas por el GAN, es Hafter quien tiene la llave de las exportaciones.
Sin embargo no está en juego sólo el control de los recursos propios de Libia, sino también la geoestrategia regional. Para Turquía no se trata sólo de apuntalar a un gobierno con el que hay sintonía ideológica, como el libio. Su intervención se dirige también a “proteger sus intereses en el Mediterráneo oriental ante lo que están haciendo Grecia, Egipto y sus aliados”, apunta Kekilli.
En la última década se han descubierto importantes bolsas de gas subterráneo en aguas de Israel, Egipto y Chipre, y estos tres países, junto a Grecia, han establecido un acuerdo para delimitar sus zonas de exploración de hidrocarburos (en sus respectivas Zonas Económicas Exclusivas, EEZ) así como para transportarlos a los mercados europeos por un gasoducto de futura construcción.
Las EEZ están delimitadas por la Convención de la ONU sobre la Ley del Mar (UNCLOS) e implican que cada Estado tiene derecho exclusivo a llevar a cabo exploraciones en el subsuelo marítimo hasta a 200 millas náuticas de su costa, siempre que no entre en conflicto con la EEZ de otro país.
Pero Turquía se niega a firmar la UNCLOS, pues aunque tiene una de las líneas costeras más largas del Mediterráneo, la presencia de islas griegas y de Chipre cerca de su litoral hace que su EEZ quede limitada a una exigua porción de mar.
Así, el gobierno de Ankara se siente humillado por los recientes pactos entre sus vecinos, que lo excluyen del reparto de los hidrocarburos submarinos, y ha enviado buques militares para evitar las exploraciones en aguas de Chipre.
Y aquí es donde entra la clave libia. A cambio de la ayuda militar al GAN, Erdogan ha hecho firmar a Sarraj un acuerdo bilateral de delimitación de fronteras marítimas que extendería una eventual EEZ turca y le permitiría buscar bolsas de gas submarino en medio del Mediterráneo.
Para Turquía es, por tanto, primordial mantener al gobierno de Sarraj ya que, de vencer Hafter en la guerra libia, el acuerdo sería desechado.
El problema es que la demarcación pactada entre Ankara y Trípoli se superpone a las EEZ de Grecia y Egipto, que, junto a la Unión Europea, han declarado el acuerdo “ilegal, nulo y sin efecto”. A su vez esto ha llevado a que el Ejecutivo griego se alinee con Hafter, al que recientemente invitó a Atenas a una reunión secreta.
Turquía criticó este hecho como un “sabotaje al proceso de paz en Libia”, a lo que el portavoz del gobierno griego, Stelios Petsas, respondió que Grecia “posee intereses vitales en la región y defenderá sus derechos soberanos por todos los medios posibles”.
Es cierto que Rusia y Turquía pretenden liderar el proceso de paz en Libia y repartirse así la influencia sobre el país, lo que los situaría en posición ventajosa para recibir luego los multimillonarios contratos de reconstrucción (el sector de la construcción turca tiene gran experiencia en ello) e imponer su opinión en el negocio petrolero.
Pero el hecho de que los intereses geoestratégicos y energéticos de tantos países confluyan sobre un mismo país hace temer que el conflicto diste mucho de una solución.
Este reportaje se publicó el 26 de enero de 2020 en la edición 2256 de la revista Proceso