Nadie les pidió perdón

martes, 23 de febrero de 2016 · 20:15
Nadie les pidió perdón Historia de impunidad y resistencia, es el nuevo libro de la periodista Daniela Rea. A continuación reproducimos el prólogo escrito por Emiliano Ruiz Parra. CIUDAD DE MÉXICO (apro).- Miriam levanta la mirada y ve una bandera monumental ondear sobre su cabeza. De repente lo comprende todo: se encuentra recluida en el Cuartel Militar Morelos de Tijuana. Durante días, elementos del Ejército Mexicano la han torturado, violado y la han obligado a imprimir su huella digital en una falsa confesión, acusándose a sí misma de narcotraficante. Esa escena, de la crónica Bajo el ondear de la bandera, condensa uno de los temas cardinales de este libro: el Estado convertido en un cáncer que envenena el tejido social. Soldados que levantan inocentes, policías federales que sodomizan jóvenes con sus rifles y, lo más doloroso, enfermeras que curan civiles con el único fin de prepararlos para un nuevo ciclo de tortura. Si en la Edad Media el carnaval era el espacio de la inversión de los valores (durante tres días, los campesinos se burlaban de la Iglesia, sus curas y obispos), en el México contemporáneo esa farsa se repite como tragedia: el Estado, aquel ente que debería garantizar la seguridad de los ciudadanos, muta en su verdugo. A veces levanta (desaparece), a veces mata y a veces sólo corrompe (como a las autodefensas de Guerrero). Celoso de su imagen, el Estado corona su abuso con la propaganda: a Miriam la convierte en peligrosa narco; unos de su empleados de supermercado resultan ser terroristas; adolescentes reguetoneros son exhibidos ante las cámaras como delincuentes. Producciones para veinte segundos de televisión que ocultan meses de tortura y años de encarcelamiento injustificado. Se ha dicho que Franz Kafka, de haber nacido en México, habría sido un escritor costumbrista. En el siglo XXI hay que añadir que habría sido un escritor costumbrista de novela negra. En las crónicas de Daniela Rea, los agentes del Estado exhiben en Facebook sus fotografías paseando a sus hijos en un parque y partiendo el pastel de cumpleaños. Entre semana, esos mismos agentes aplican sofisticadas técnicas para infligir dolor. El Estado aterroriza y el botín de sus ejecutores es el sufrimiento de las víctimas. En México la burocracia no sólo es aplastante, sino sádica. Daniela Rea empezó a escribir historias desde los 18 años de edad, cuando tocó las puertas del diario El Sur de Veracruz (ahora Imagen) y, por un sueldo de mil pesos quincenales, llenaba planas con crónicas sobre los pescadores del puerto. Con sus ojos felinos, amielados como el licor de avellanas, Daniela Rea aprendió a observar a las mujeres y a los hombres comunes. En 2005, a los 22 años de edad, la contrató el periódico Reforma. La conocí entonces. Llegaba a la redacción en bicicleta —cuando no estaba de moda— y se protegía con un casco que tenía pintada una calavera. Muy pronto, Daniela Rea demostró que era capaz de encontrar las mejores historias donde ningún veterano veía un detalle de valor. En 2008, por ejemplo, se trasladó a la Montaña de Guerrero —la región más pobre del país— para reportar un acontecimiento memorable: la comunidad nu’saavi (mixteca) de Mininuma había ganado el primer amparo colectivo en México. Los indígenas marginados hacían valer su derecho constitucional a la salud y daban un ejemplo de lucha. Daniela identificó el valor de ese hecho, insignificante para los ojos del resto de los periodistas, e insistió en contarlo. Pero ya había pasado más de un año desde que el entonces presidente Felipe Calderón había declarado la guerra contra el narcotráfico (luego veríamos que se trataba, en realidad, de una guerra contra los pobres y en particular contra los jóvenes pobres) y la agenda social se ensombreció con un manto de luto. El mapa periodístico cambió: de la pobreza extrema de Guerrero y Oaxaca, los periodistas con vocación social se convirtieron en corresponsales de guerra en su propio suelo. En su agenda diaria, Daniela tenía asignada la cobertura de las oficinas de combate a la pobreza; pero en sus vacaciones y descansos se enviaba, ella sola, a Michoacán y Ciudad Juárez; esta última se tornaba la ciudad más violenta del país y la segunda más mortífera del mundo. Esa guerra interna que ha vivido México convirtió a algunos reporteros en expertos en violencia. Daniela Rea se volvió una de las especialistas en la cobertura de desaparecidos y de víctimas de la maquinaria judicial. Pero sus crónicas no sólo relatan la desaparición, sino la búsqueda. En su propia búsqueda, Daniela visitó Bosnia para preguntarse si un país que había padecido tal dolor podría ser una clave para la verdad, la justicia y la reconciliación. En 2012, Daniela Rea dejó Reforma. Desde 2010 y durante este lustro, indagó algunos de los episodios más dolorosos que han ocurrido en México y, algunos de ellos, los coleccionó en este volumen. Casi ninguna de estas historias mereció algún comentario en los medios que no fuera alguna mención ocasional. La importancia de este libro, sin embargo, no estriba solamente en la denuncia del Estado como verdugo del pueblo, ni tampoco en la visibilización de hechos gravísimos que habían sido ignorados por los medios de comunicación. Este volumen le ofrece al lector un periodismo distinto al que ha leído en los diarios y revistas. Porque no observa, sino encarna a sus personajes. Se mete en su piel. Siente la tortura. Mira el mundo con sus ojos. Padece la injusticia. Escucha al secuestrador desde los oídos de las madres, palpa las paredes con sangre seca, agota las horas en las filas para reconocer un cadáver. Estos textos no son fríos reportajes sobre vivos y muertos. Son historias de pasiones humanas: amor, dolor, fraternidad y culpa. Estas historias retratan algunas de las heroínas más valientes y admirables de México. En Nadie les pidió perdón hay algunos héroes masculinos, pero el coraje es un atributo de las mujeres: Miriam López Vargas, que sobrevivió a la tortura del Ejército Nacional Mexicano; Olguita, una obrera de ciudad que se empeñó en construir comunidad donde sólo había muerte y abandono; Mayra Contreras, una empleada de limpieza, quien empujó la libertad de su esposo y cuatro amigos de la infancia acusados de narcotraficantes y terroristas; Rosario Villanueva, Yolanda Morán y Araceli Rodríguez que acudían a las cárceles a mirar a los ojos a los secuestradores de sus hijos, a quienes ofrecían su perdón y su solidaridad a cambio de una pista sobre el paradero de sus vástagos; Alicia y Jessie que, con un obsesivo amor, encontraron a su querido Jorge, secuestrado por criminales, ejecutado por soldados y desaparecido por autoridades en la fosa común; o Liliana, que cría a León en el amor a su padre, desaparecido en San Fernando, Tamaulipas. En este libro también se narra la lucha de campesinos por crear un sistema propio de justicia y enfrentan no sólo delincuentes, sino el desprestigio mediático y el poder corruptor del Estado; se evidencia el cinismo de un gobierno de izquierda que, en pos de proteger sus intereses, mantiene impune la muerte de nueve jóvenes y tres policías en un operativo fallido; se cuenta la historia de El Guaymas, un ex guerrillero cuya principal batalla no fue intentar una revolución, sino sobrevivir a ella y testimoniar, por el resto de sus días, los calabozos de muerte y desaparición a donde fueron llevados los combatientes. Cada uno de los 10 relatos de este libro representó meses de trabajo paciente. Frente al periodismo más común en México —aquél de los columnistas que recorren los pasillos del poder y halagan a los políticos a cambio de verdades oficiales— estas historias revelan otra manera de ejercer el oficio. Estas páginas concentran decenas de horas en autobuses o a pie, innumerables puertas que se tocan para buscar nuevas fuentes, miles de páginas de expedientes que el periodista agota en busca del dato escondido entre paja inútil. Y justo por eso, sorprende que estas historias se cuenten como piedras pulidas por aguas milenarias. Sin aristas de palabras u oraciones que estorben la narración, sólo aparece lo imprescindible. Son novelas condensadas, tan breves como complejas. Bajo el ondear de la bandera entrevera la crónica de una desaparición forzada con una historia de desengaño y amor. Si nos matan a dos… relata cómo la venganza se convierte en un laberinto sin salida: un tema shakespeariano que no se desarrolla en los ducados de Italia o Dinamarca, sino en los barrios obreros de Ciudad Juárez. En este libro se captan diálogos que recuerdan el oído de Juan Rulfo, como éste que pronuncia Calucha: «Aquí creció uno de pura pedrada…». Y se construyen escenas memorables como el aplastamiento en la discoteca News Divine, que recuerda la angustia de otro relato imprescindible en la crónica mexicana, La fiesta de las balas, de Martín Luis Guzmán. Así, en este volumen no sólo se visibilizan los abusos más graves del Estado mexicano. También se experimenta con el lenguaje, con sus sonidos, pero más con sus silencios. La autora a veces arroja una palabra como una piedra, y deja que su onda se expanda en el estanque de la página en blanco. Las crónicas de Nadie les pidió perdón revelan que la literatura mexicana más audaz la están escribiendo cronistas. Estos textos nos traen personajes llenos de vida, de dolor y de muerte. Al terminar este libro, el lector quisiera que cada uno de los relatos fuera la creación de algún novelista anciano y sabio como José Saramago o Doris Lessing, así como Miriam, Rosario y Liliana desearían despertar de esta pesadilla y tener de vuelta sus vidas, sus hijos y sus maridos extirpados del mundo. Pero esta es nuestra verdad y nuestra vigilia. Aquí están los personajes reales del México del siglo XXI, sus heroínas más ejemplares y sus demonios más crueles. La lectura de este libro confirma una frase de Liliana, protagonista de uno de los relatos, en la escritura la divinidad es la coexistencia de tanta belleza y tanto dolor.

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