Nacida hace 50 años en medio de una coyuntura singularísima en la historia del periodismo, The New York Review of Books es, probablemente, la más importante publicación cultural de los Estados Unidos. Ha sido el escaparate de las mejores páginas de crítica cultural y política que se producen en ese país, y su proyección la ha convertido en parte de la vida intelectual internacional. Se rememoran aquí sus orígenes.
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Desde los primeros días de noviembre de 1962, el Sindicato de Tipógrafos de Nueva York solicitó a los nueve principales diarios neoyorquinos un aumento salarial de 8 dólares por semana que se acumularía hasta llegar a 38 dólares en el curso de dos años. Las negociaciones con los diarios fracasaron y el 8 de diciembre comenzó una huelga que paralizó a más de 17 mil trabajadores y se extendió 114 días. Los diarios perdieron el equivalente a cien millones de dólares en publicidad. Para tener una idea de la proporción de esa pérdida hay que subrayar que el precio de un diario en aquellos días era de cinco centavos, y se duplicó precisamente al término de la huelga.
Más allá del incremento salarial, como señala Scott Sherman –uno de los notables colaboradores del veterano semanario The Nation, y buen observador de asuntos políticos mexicanos–, el motivo por el que se luchaba en esa huelga era el surgimiento de los nuevos sistemas computarizados de tipografía, que habrían de costar muchos empleos y cambiarían radicalmente las relaciones de trabajo. 1
(Cincuenta años después, dice Sherman, la situación es similar: la red electrónica merma sustancialmente el ingreso por publicidad de los diarios impresos y los vuelve incosteables.)
Entre las múltiples consecuencias de esa huelga, que se resolvió a favor de los linotipistas –una victoria efímera, pues a la postre el cambio tecnológico se impuso–, pueden contarse dos: la primera, el nacimiento del llamado Nuevo Periodismo. Un puñado de escritores que se desempeñaban como reporteros en diversos diarios –entre ellos Gay Talese, que trabajaba en el New York Times, y Tom Wolfe, en el New York Herald Tribune– se vieron obligados a trabajar por su cuenta y comenzaron a hacer reportajes extensos para revistas echando mano de un estilo mucho más literario que el empleado en sus respectivos diarios; la segunda, el nacimiento de una publicación cultural de muy alto nivel que hace unas semanas cumplió cincuenta años de circulación internacional: The New York Review of Books (NYRB).
II
Una noche, a finales de diciembre de 1962, dos matrimonios amigos se reunieron para cenar: Jason y Barbara Epstein, anfitriones, y Robert Lowell y Elizabeth Hardwick, sus vecinos.
Los Epstein tenían 34 años de edad, y se habían convertido en figuras destacadas del ámbito editorial neoyorquino. En 1953 Jason creó para el sello Doubleday una exitosa colección: Anchor Books, libros de bolsillo de gran valía literaria a precio muy bajo, y abrió un nuevo y vasto campo en el mercado librero estadunidense. Barbara, por su parte, había impulsado la traducción y edición de un libro publicado en Holanda en 1947, el Diario de Anna Frank, cuya primera edición en lengua inglesa (Doubleday, 1952) alcanzó una popularidad extraordinaria que significó la venta de cientos de miles de ejemplares tan sólo en los dos primeros años (hoy, traducido a más de 60 idiomas y con 31 millones de ejemplares impresos, es uno de los libros más difundidos en el mundo).
Lowell, a sus 45 años, había publicado ya varios libros capitales para la poesía norteamericana, y Elizabeth Hardwick, de 35, era la autora de dos novelas que habían sido muy bien recibidas, y de un volumen de ensayos y notas, A View of My Own (que, por cierto, incluye una reseña sobre Los hijos de Sánchez, de Oscar Lewis) con los que mostraba su inteligencia crítica. En octubre de 1959 publicó un afilado ensayo en la revista Harper’s, “Decadencia de las reseñas bibliográficas” 2, en el que condenaba la mediocridad de los reseñistas de los diarios y las revistas –incluida la propia Harper’s–, que elogiaban por igual lo brillante y lo anodino. Sin embargo, no existía alternativa: si se quería publicar un comentario literario, no había más remedio que hacerlo en el suplemento dominical del New York Times o del Herald Tribune, o bien en alguna de las revistas criticadas.
Los cuatro comensales detestaban el bajo nivel de calidad de la prensa cultural, y durante la cena celebraban que la huelga de los linotipistas hubiera apagado el blablablá que producían los suplementos culturales de los diarios neoyorquinos. “Hay un silencio maravilloso”, dijo Jason Epstein y, como él mismo lo cuenta en una remembranza publicada la semana pasada en la página electrónica de la NYRB, de pronto “los cuatro vimos la oportunidad que la huelga nos ofrecía: crear el tipo de revista que Elizabeth Hardwick reclamaba o dejar de quejarnos definitivamente. No había término medio, ni manera de eludir el compromiso, ni cabía discusión alguna. La oportunidad –en realidad, la obligación– se presentaba por sí sola. No había manera de ignorarla.” 3
Haciendo gala de la visión que lo había convertido ya en un renombrado editor, Jason Epstein, convertido para entonces en importante ejecutivo de Random House, decidió mantenerse al margen en cuanto a la dirección del proyecto, pero pensó que Robert B. Silvers, el editor de Harper’s que había solicitado a Hardwick el ensayo mencionado, sería la persona idónea para encargarse de la realización de la revista. Jason lo llamó al día siguiente para proponérselo y Silvers aceptó de inmediato. A su vez, le pidió a Barbara que fuera su coeditora. Nació así un dúo legendario que trabajó en perfecta sintonía durante más de 43 años, bastante más de lo que duró el matrimonio de los Epstein, quienes a pesar de su separación supieron mantener siempre una cordial amistad.
Lowell aportó cuatro mil dólares y Jason Epstein reunió diez mil más gracias a los anuncios que logró conseguir entre diversas casas editoriales, a las que la huelga había afectado considerablemente porque no tenían manera de anunciar sus novedades.
Con esa suma se imprimieron cien mil ejemplares de un tabloide de 48 páginas que contenía más de cuarenta colaboraciones firmadas por autores como Wystan Hugh Auden, John Berryman, Irving Howe, Susan Sontag, Norman Mailer, William Styron, Mary McCarthy, Paul Goodman, Alfred Kazin, William Phillips y, por supuesto, Elizabeth Hardwick, Robert Lowell y Jason Epstein. Algunos de los temas explorados en ese número, a través de la crítica de uno o más libros, son: el arte de escribir en Nueva York, el desarrollo económico ruso, la exploración del espacio exterior, los partidos políticos en los Estados Unidos, la muerte de Robert Frost; entre los libros reseñados descuellan obras de Elias Canetti, Simone Weil, John Updike, Alexander Solzhenitsyn, J. D. Salinger, Nadine Gordimer y Jean Genet.
Al final del número, impreso el 21 de febrero de 1963, una carta de los editores dirigida al lector –a la vez un manifiesto y un programa a seguir– advierte (es indispensable citarla en su totalidad):
The New York Review of Books presenta reseñas de algunos de los libros más interesantes e importantes publicados durante este invierno. No busca, sin embargo, simplemente cubrir el vacío creado por la huelga de impresores de Nueva York sino aprovechar la oportunidad que la huelga brinda para ofrecer al público el tipo de revista literaria que los editores y colaboradores sienten que es necesaria en los Estados Unidos. Este número no intenta reseñar todos los libros, ni siquiera los más importantes. Pero no se ha gastado tiempo en reseñar libros triviales en su intención o venales en su efecto, excepto para disminuir una reputación inflada o para llamar la atención sobre un fraude. Los colaboradores han proporcionado sus reseñas para este número con un margen de tiempo muy reducido y sin esperar remuneración alguna; los editores han aportado su tiempo gratuitamente puesto que el proyecto se ha realizado sin contar con capital; las casas editoriales, mediante la compra de anuncios, han posibilitado el pago de la impresión. La esperanza de los editores es esbozar, así sea de manera deficiente, algunas de las cualidades que una revista literaria responsable debe tener, y al mismo tiempo descubrir si en los Estados Unidos existe no sólo la necesidad de una revista semejante sino también un público que la reclame. Invitamos a los lectores a que envíen sus comentarios a The New York Review of Books, 33 West 67th Street, Nueva York.
Los cien mil ejemplares se agotaron en la semana misma de su lanzamiento. Con ello se hizo evidente que ese público existía y, como el tiempo habría de probarlo, no sólo en ese país.
Aunque en otras ciudades de Estados Unidos se han creado revistas y sellos editoriales muy importantes, una publicación de esta naturaleza sólo podía haberse creado en Nueva York, donde el terreno había sido abonado desde los años treinta y cuarenta por autores como Lionel Trilling, Philip Rahv, William Phillips, Dwight Macdonald, Sidney Hook, Harold Rosenberg, Saul Bellow y Delmore Schwartz, entre otros, colaboradores de una gran revista que debe contarse entre los antecedentes directos de NYRB: The Partisan Review, una revista partidista, como su título indica, fundada en 1934 con el propósito de hacer crítica política, social y literaria desde la izquierda, pero con una gran apertura, que en los años cuarenta implicó una abierta oposición al estalinismo. Por cierto, una de las mejores evaluaciones de The Partisan Review fue hecha por Irving Howe, mencionado líneas atrás, uno de los más tempranos y constantes colaboradores de la NYRB.
Fragmento del reportaje que se publica en la edición 1901 de la revista Proceso, ya en circulación.