Olga Pellicer
Los retos de la transición
El enorme número de litigios que se suscitarán a partir de las disposiciones constitucionales que se pretenden aprobar auguran un panorama lleno de nubarrones en la relación económica más importante para México.Contrariamente a lo que se esperaba, la transición del gobierno de López Obrador al de Claudia Sheinbaum está resultando más turbulento de lo que se esperaba. Hay malestar en el frente interno al mismo tiempo que, desde el exterior, llegan claros mensajes de desconfianza y desaprobación.
Los motivos son varios. Internamente hay preocupación por la herencia tan peligrosa en materia de seguridad interna, cuyos ejemplos más visibles son los enfrentamientos entre el crimen organizado y el Ejército que están ocurriendo en Sinaloa y Chiapas. A su vez, en el terreno económico el déficit fiscal y el endeudamiento externo dejan poco campo de maniobra para seguir apuntalando a Pemex o ampliar, aún más, los programas sociales.
Ahora bien, el aspecto sobresaliente de la turbulencia es la decisión de llevar a cabo los cambios constitucionales presentados desde el mes de febrero por López Obrador, mismos que no era posible llevar a cabo sin la mayoría calificada en el Congreso que, ahora, se ha impuesto.
Se trata de una serie de cambios que modifican profundamente el régimen político del país. Entre ellos destaca el debilitamiento del Poder Judicial, al introducir la noción de elección por voto popular de todos los jueces, magistrados y ministros; la desaparición de órganos autónomos encargados de asegurar el acceso a la información y la transparencia; la defensa de la libre competencia y el trato igualitario a los inversionistas que desean venir a México. En otro orden de cosas, se encuentran medidas que pueden atentar contra los derechos humanos, como es la suspensión del derecho de amparo o el mantenimiento de la prisión preventiva oficiosa, condenada por diversos organismos defensores de derechos humanos.
El conjunto de cambios constitucionales ha producido un fuerte malestar en el exterior expresado en los medios de comunicación, tanto de Europa como de Estados Unidos. Se pueden citar múltiples artículos aparecidos en el Washington Post, New York Times, Wall Street Journal, The Economist o The Guardian. En ellos se señalan dos grandes consecuencias de tales cambios: el debilitamiento de la democracia mexicana y el efecto negativo sobre el Estado de derecho, seguido de la consiguiente desconfianza de empresarios e inversionistas en México.
Estados Unidos y Canadá, principales socios económicos de nuestro país (México ha desplazado a China como el principal socio comercial de Estados Unidos), presentaron por medio de sus embajadores sendos documentos expresando su desacuerdo con los cambios constitucionales que ponen en peligro la creciente interacción económica entre los tres países miembros del T-MEC.
La revisión de ese tratado tiene lugar en 2026. Desde ahora es evidente que las medidas que está tomando México a favor de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) o Pemex, entre otras, son incompatibles con estipulaciones establecidas en el T-MEC que piden piso parejo para los inversionistas de los tres países.
El enorme número de litigios que se suscitarán a partir de las disposiciones constitucionales que se pretenden aprobar auguran un panorama lleno de nubarrones en la relación económica más importante para México.
Es un tanto inesperado el giro radical de AMLO hacia una posición que identifica la soberanía nacional con el desconocimiento de compromisos que, en ejercicio de dicha soberanía, se aceptaron con entusiasmo hace pocos años. Cabe recordar la rapidez con que el Congreso ratificó el T-MEC y el viaje a Washington de López Obrador en julio de 2020 con el objetivo primordial de celebrar la entrada en vigor del mismo.
El cambio en las relaciones con Estados Unidos y Canadá, que han sido puestas “en pausa” después del desacuerdo sobre los cambios que se pretenden introducir en la constitución, representa un mensaje significativo respecto al lugar que el actual gobierno desea que México ocupe en el mundo.
A primera vista parece que México se acerca más a países de izquierda radical en América latina, como Bolivia y Cuba, la primera siendo la única que comparte la forma de elección de miembros del Poder Judicial mediante el voto popular. La segunda, merecedora de reconocimiento caluroso por la presencia de cinco mil médicos cubanos en nuestro país.
Nos encontramos entonces ante una situación contradictoria al estar fuertemente vinculados económicamente con los países de América del Norte, pero ideológica y políticamente identificados con países que no gozan de la simpatía de los primeros. México queda entonces como un actor ambivalente, poco confiable en el panorama internacional.
Estas decisiones, que pueden determinar por varios años el futuro del país, se están tomando cuando está a punto de terminar el gobierno de López Obrador y tomar posesión, el 1 de octubre, Claudia Sheinbaum, la primera mujer presidenta de México, electa por una mayoría abrumadora.
Tal mayoría no supone, sin embargo, que la herencia que le está dejando López Obrador, caracterizada por decisiones apresuradas y bastante polémicas, será fácil de manejar. Lo deseable sería que la presidenta electa tuviera mayor presencia, una intervención más decidida e independiente durante este último mes de su predecesor. Sólo así podrá hacer valer sus puntos de vista y estrategias con las que deberá enfrentar uno de los momentos más complejos de la historia reciente del país.
Estrategia fundamental que debe ser decidida por ella y su equipo es la relación con quien resulte vencedor de las elecciones del 2 de noviembre en Estados Unidos. Manejar con enorme cuidado y profesionalismo los diversos escenarios que enfrentará México con su vecino del norte en materia de problemas fronterizos, seguridad, migración y comercio es lo que se espera de Claudia y su gabinete. A ellos les toca bajar el tono de confrontación que caracterizó el discurso de despedida de López Obrador al referirse a Estados Unidos. El golpe de timón es necesario para dar equilibrio a una transición que ha resultado más difícil de lo esperado.