Karolina Gilas
¿No es una locura?
Es una locura que millones de personas hayan depositado sus esperanzas en un hombre que ha demostrado repetidamente su desprecio por las instituciones democráticas y por amplios sectores de la población.La noche del martes 5 de noviembre de 2024, Donald Trump pronunció estas palabras —“¿No es una locura?”— en su discurso de victoria. Y sí, lo es. Es una locura que un expresidente con 34 cargos criminales, que intentó revertir una elección y lideró un intento de golpe de Estado, que ha pasado los últimos años insultando abiertamente a mujeres y minorías, haya conseguido no sólo ganar la presidencia, sino liderar una victoria republicana en prácticamente todos los frentes. El Partido Republicano, moldeado y controlado por Trump, obtuvo la mayoría de los escaños en el Senado y con toda probabilidad tendrá también la mayoría en la Cámara de Representantes.
Los números son devastadores. Kamala Harris obtuvo aproximadamente 15.3 millones de votos menos que Biden en 2020. Trump perdió solo 3.2 millones. Vista así, ésta no es la historia de un resurgimiento trumpista, sino del colapso de la coalición demócrata. Y en el centro de este colapso está una verdad incómoda: la sociedad estadounidense no está lista para ciertos cambios, o al menos, no de la manera en que los demócratas los están proponiendo.
El vuelco del voto latino masculino ejemplifica perfectamente este fenómeno. En 2020, los hombres latinos favorecieron a Biden por 23%. En 2024, Trump ganó este grupo por 8%. Un cambio de 31 puntos que resultó decisivo en estados clave. ¿Cómo explicar este cambio? La respuesta incómoda es que Trump, con toda su bravuconería y machismo descarado, conectó con algo profundo en la psique de muchos votantes masculinos (y no sólo masculinos).
Mientras los demócratas intentaban “regañar” a los hombres negros para que votaran (como hicieron los Obama en la recta final de la campaña) o presentaban una campaña que parecía diseñada para un especial de televisión (Harris con Beyoncé, Oprah y Lady Gaga), Trump estaba en el terreno, hablando de empleos, de “proteger” los deportes femeninos (y a las mujeres, quieran o no), de la crisis fronteriza. Su mensaje era crudo, incluso ofensivo, pero resonaba con una autenticidad que la cuidadosamente coreografiada campaña de Harris nunca logró igualar.
Una de las explicaciones de estos resultados tiene que ver con la persistencia del sexismo y racismo, de sentimientos nacionalistas, antimigración y, más en general, antiinclusión. Pero también hay otras cosas en el fondo. Muchas mujeres suburbanas, que se esperaba rechazarían en masa a Trump después de la revocación de Roe vs. Wade, terminaron votando por él. La campaña republicana, que llegó al punto de usar “It's a man's, man's, man's world” de James Brown en sus eventos, debería haber sido un desastre entre el electorado femenino. No lo fue.
¿Por qué? Porque mientras los demócratas estaban lanzando una campaña técnicamente impecable —tratando de no ofender a nadie y a sumar a los votantes conservadores “no trumpistas”—, los republicanos estaban construyendo una narrativa clara, aunque controversial. Trump puede ser un multimillonario que vive en palacios dorados, pero habla como alguien en un bar local. Puede ser acusado de múltiples delitos, pero se presenta como una víctima del “sistema” con la que muchos se identifican. Puede ser abiertamente misógino, pero promete estabilidad económica y “orden”.
La intersección de raza y género en esta elección fue brutal en su claridad. Un segmento significativo de hombres negros se resistió a apoyar a una mujer negra para presidenta. Las mujeres blancas suburbanas priorizaron sus preocupaciones económicas sobre la solidaridad de género. Los hombres latinos abandonaron en masa al partido que supuestamente representa sus intereses, votando a favor de las restricciones migratorias. Cada una de estas decisiones tiene sus razones, sus justificaciones, pero en conjunto reflejan la imagen de una sociedad que aún lucha profundamente con cuestiones de identidad, poder y cambio.
James Carville lo advirtió: los demócratas necesitaban dejar de presentarse como “el partido de mujeres predicadoras”. Pero reducir el problema al mensaje o a la mensajera sería reproducir los mismos sesgos que llevaron a esta derrota. Harris, una candidata extraordinariamente competente que logró articular una campaña sólida en apenas tres meses, cargaba con el peso de una administración profundamente impopular (Biden llegó a las elecciones con tan sólo 38% de aprobación a nivel nacional, el nivel más bajo desde Dwight Eisenhower en 1953). Y sin embargo, las críticas se centraron desproporcionadamente en ella, revelando los prejuicios de género y raza.
La victoria de Trump, entonces, no puede reducirse a un simple rechazo a Harris, sino que es el resultado del fracaso del Partido Demócrata en capitalizar el éxito objetivo de la gestión económica de la administración saliente, su incapacidad para construir un mensaje que trascendiera las divisiones identitarias, y sobre todo, la decisión tardía de Biden de no buscar la reelección, que dejó al partido sin tiempo suficiente para construir una estrategia electoral y un mensaje que rezonarían mejor con la ciudadanía.
El “techo de cristal” más alto sigue intacto, y las razones incluyen, pero van más allá, del sexismo explícito. Tienen que ver con cómo se han construido las narrativas políticas, cómo se entiende el liderazgo y, fundamentalmente, cómo una sociedad llega a procesar los cambios. Los demócratas apostaron a que la sociedad estaba lista para una mujer de color como presidenta (y, francamente, hubiera sido un caso de justicia poética que una mujer birracial, hija de migrantes, hubiera ganado a un hombre blanco, racista y misógino). No es que estuvieran equivocados en el largo plazo, pues eventualmente una mujer llegará a la presidencia de los Estados Unidos. Sin embargo, de momento, claramente subestimaron las resistencias vigentes: el rechazo de buena parte de la sociedad a las políticas identitarias, su enojo con las élites tradicionales y deseo de cambio (o, más bien, de un retorno al pasado).
“¿No es una locura?”, preguntó Trump. Sí, lo es. Es una locura que millones de personas hayan depositado sus esperanzas en un hombre que ha demostrado repetidamente su desprecio por las instituciones democráticas y por amplios sectores de la población. Es una locura pensar que quien ha construido su carrera política sobre la división y el resentimiento pueda ser la solución a los problemas de la clase media estadounidense. Es una locura esperar que quien ha prometido venganza pueda ser un líder para todos.
Con el control republicano del Congreso y de la Corte Suprema, los contrapesos institucionales que frenaron los impulsos más autoritarios de Trump en su primer mandato serán mucho más débiles. El costo de esta victoria lo pagarán primero y más duramente las mujeres, que verán erosionados sus derechos reproductivos; los migrantes, que enfrentarán políticas cada vez más hostiles; y las minorías raciales, que sufrirán el embate de políticas discriminatorias avaladas desde el poder. Pero el precio más alto podría pagarlo la propia democracia estadounidense, que enfrenta su prueba más difícil desde la Guerra Civil.
La locura también sería pensar que este resultado es sólo un accidente de la historia o un tropiezo temporal. Es, más bien, el reflejo de tensiones profundas en una sociedad que debe decidir si su futuro será construido sobre la inclusión y la expansión de derechos, o sobre la nostalgia por un pasado mitificado que nunca existió.