Tonatiuh Guillén López
Mensaje para la futura presidenta, mexicanas y mexicanos en el extranjero
Reconocer los plenos derechos de los mexicanos en el extranjero, emigrados o nacidos en otro país, ha sido una neblina para los ojos del Estado y sus instituciones. La amplia mayoría de la clase política apenas imagina las nuevas y gigantescas dimensiones de la nación.Entre los asuntos que deberá reconocer y asumir el Estado mexicano en el próximo periodo sexenal, el más trascendente es la abierta valoración de la población mexicana que reside en el extranjero como una de las grandes potencialidades y desafíos de la nación.
Si hoy existe alguna transformación de escala histórica, profunda para el presente y futuro de México, es y será el pleno reconocimiento de los mexicanos en el extranjero, como esencia de la nación en condiciones iguales a cualquier otro mexicano.
La ruta no es optativa. Ha sido contenida por ignorancia y resistencia al cambio, pero definitivamente es un horizonte en curso, apenas con pasos iniciales considerando la enorme escala de los cambios sociales y económicos que están en su trayectoria.
El “gran cambio” de México no está en alguna providencial lideresa, ni en algún partido político, ni en alguna otra organización relacionada con los poderes públicos. El gran cambio –capaz de marcar la historia– procede de la población mexicana en el extranjero y de su reconocimiento e inclusión en los asuntos nacionales de mayor relevancia.
Cabe advertir que esa inclusión ha comenzado, derivada de la iniciativa de la población mexicana en el extranjero que se plasma en las gigantescas redes sociales, familiares y culturales que se extienden por todo el territorio del país. Esa presencia existe y es cotidiana, material, firme y generosa como son las remesas familiares que han contribuido a que el piso social del país no se hunda.
Desde esta perspectiva, la población mexicana en el extranjero no está “afuera” ni es distante. Por el contrario, tiene una presencia directa e intensa por todos los puntos cardinales; mal haríamos en no comprenderlo.
La población mexicana en el extranjero se integra por dos grandes componentes. El primero corresponde a personas que nacieron en el territorio mexicano y que emigraron, casi en su totalidad hacia Estados Unidos: hoy son alrededor de 11.7 millones. El segundo componente son las mexicanas y mexicanos nacidos en el extranjero, la amplia mayoría en Estados Unidos, y que son aproximadamente 26 millones.
Ambas poblaciones tienen plenos derechos, como cualquier otro mexicano, según lo establece la Constitución.
Reconocer los plenos derechos de los mexicanos en el extranjero, emigrados o nacidos en otro país, ha sido una neblina para los ojos del Estado y sus instituciones. La amplia mayoría de la clase política apenas imagina las nuevas y gigantescas dimensiones de la nación: somos una nación de más de 168 millones de personas. Para decirlo claro: México no es solamente la población asentada en el territorio; esa etapa concluyó a finales del siglo XX.
El siglo XXI corresponde plenamente a la Nación Transterritorial –concepto que amplío en mi libro, de ese título– y se necesita un Estado e instituciones con esa estructura, con nuevas alturas, con nueva imaginación que diseñe el futuro con comprensión integral de la escala actual de la nación.
No es posible construir un futuro nacional pensando que México es solamente lo que está y quienes estamos en el territorio. No es viable simplemente agradecer remesas y al mismo tiempo negar derechos y plena inclusión para la población en el extranjero. Nuestra diversidad social y cultural se ha expandido como agua sobre tierra fértil. Faltan los pasos para comprender, valorar, respetar e incluirnos en un mismo entorno nacional basado en diversidades, incluyendo idiomas y todas las formas culturales que han evolucionado en otros espacios.
Ante el nuevo escenario, ¿pueden concebirse objetivos de desarrollo nacional sin incluir como actor y sustancia del desarrollo a la población mexicana en el extranjero? Sería tanto como excluir a varios estados del país y dejarlos fuera de los objetivos y práctica del desarrollo. Peor aún, sería (es) un desperdicio inmenso de capacidades y potencialidades.
De igual manera, ¿es posible concebir la democracia mexicana del siglo XXI excluyendo a los mexicanos en el extranjero de la representación política y determinación del Estado? Sería tanto como decretar que un tercio de los mexicanos en el territorio no tengan derechos políticos.
Mientras persistan márgenes de exclusión para los mexicanos en el extranjero se crearán barreras y divisiones al interior de la nación y de su nueva estructura social. Los obstáculos serían (son) discriminatorios y abiertamente inconstitucionales.
Evidentemente la nueva nación mexicana y su futuro no configuran un camino simple. Las relaciones del Estado con las poblaciones en el extranjero son complejas y deben implementarse de manera diversa con dos consideraciones básicas: simplemente por razones espaciales (otros territorios) materialmente no puede ser la misma entre la población en el territorio y la que vive en otros países. Pero, incluso en esta condición, lo que está en juego es garantizar los principios de no discriminación e igualdad ante la ley: formas distintas, igualdad de esencia.
Además, entre la población en el extranjero debe considerarse otra importante distinción, no jurídica, sino también en formas: la población emigrada y además la población nacida en el extranjero que en su totalidad es binacional y cuantitativamente más relevante.
Comprendida en sus dimensiones, la nación transterritorial tiene una potencialidad gigantesca y capacidad decisiva para reorientar el futuro de México. Nos encontramos desde hoy ante otra etapa de la historia y es el Estado el que debe adecuarse a la nueva realidad nacional, progresivamente y con claridad sobre la ruta de plena inclusión. Desde la perspectiva constitucional y de las instituciones no puede haber mexicanas y mexicanos “de primera” ni “de segunda”, con derechos y sin derechos, con reconocimiento y sin reconocimiento.
De manera inmediata, un objetivo estratégico del Estado –principalmente mediante la Secretaría de Relaciones Exteriores– deberá ser un programa enorme y continuo para formalizar la nacionalidad mexicana de la población nacida en el extranjero, así como iniciativas culturales –aquí y allá– para valorar a la cultura mexicana evolucionada en otros territorios. Sería muy importante comenzar por aquí.
Después, pasar a otros asuntos decisivos como el desarrollo y la democracia. Sobre esta última, por ejemplo, en la cuestión electoral y en el debate sobre la representación política debe eliminarse la palabra “migrante” por una razón fundamental: la mayoría de los mexicanos en el extranjero no migraron, pues nacieron por allá. Queda mejor e incluyen mejor los términos de mexicanas y mexicanos en el extranjero. Cuando lo hagamos, las nuevas páginas de la historia nacional comenzarán a fluir por sí mismas. No es el fin de nuestros viejos problemas, pero sin duda es el inicio de un nuevo paradigma para resolverlos y crear un horizonte alternativo.
*Profesor del PUED / UNAM, excomisionado del INM