AMLO

Calles y AMLO

El México de Calles salía de una revolución y buscaba, mediante la centralización del poder y la fuerza, reconstruir un Estado roto disputado por facciones revolucionarias. El de López Obrador, en cambio, no viene de ninguna revolución sino de un país sometido por la violencia del crimen.
martes, 8 de febrero de 2022 · 12:55

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).– Los espejos donde un hombre calificado de “populista” se refleja son tan múltiples que cualquier dictador o autócrata, sea de derecha o de izquierda, sirve para reflejarlo y descubrir algunos de sus rasgos. Así, a López Obrador le hemos encontrado parecidos con Hitler, Stalin, Díaz Ordaz, Echeverría, Chávez… Todos ellos reflejan algo de esa personalidad simiesca, cansada, autoritaria y narcisista en la que descansa el desastre de México y que cada mañana vemos aparecer en noticieros, redes sociales y conversaciones. Hay otro espejo que poco se ha explorado, pero que ayuda a comprender más a ese ser que al igual que genera odios y miedo, provoca adhesiones acríticas, genuflexiones rastreras, linchamientos mediáticos, fervores fanáticos: Plutarco Elías Calles.

Algún día, después de los diálogos que las víctimas sostuvimos con López Obrador durante su campaña y, luego, como presidente electo para crear una política de Estado que marcara una ruta hacia la verdad, la justicia y la paz, misma que traicionó, Jacobo Dayán me dijo: “Es Calles”.

Desde entonces las semejanzas han estado allí. También las diferencias. Pero se volvieron explícitas cuando el pasado 22 de enero anunció que tiene un testamento político por si las enfermedades que trae consigo le impidieran concluir su mandato.

No sabemos lo que ese testamento, que ha suscitado todo tipo de especulaciones, contiene. Pero parece claro, a la luz de las acciones llevadas a cabo en sus tres años de gobierno, que López Obrador no sólo pretende perpetuarse como Calles en un nuevo Maximato –como recientemente lo evocó Gabriel Zaid (Reforma, 30 de octubre)–, sino, a diferencia del Jefe Máximo, que terminó expulsado del país por Lázaro Cárdenas, a seguirlo ejerciendo contra un enemigo más poderoso: la muerte.

A semejanza de Calles, López Obrador llegó al poder en medio de un país agitado por la violencia. A diferencia suya no creó instituciones, se ha apoderado de ellas para, como Calles con las que construyó, someter, destruir a sus enemigos y crear un nuevo orden político. A semejanza del Jefe Máximo centraliza el poder y, como él, ha entregado la administración de instituciones al Ejército para evitar la tentación de un golpe de Estado, y el gobierno de los estados a caciques adictos a él: Garrido Canabal y Gonzalo N. Santos con Calles; Salgado Macedonio y Ricardo Gallardo con López Obrador, por nombrar a algunos.

Hay, sin embargo, diferencias sustanciales. El México de Calles salía de una revolución y buscaba, mediante la centralización del poder y la fuerza, reconstruir un Estado roto disputado por facciones revolucionarias. El de López Obrador, en cambio, no viene de ninguna revolución sino de un país sometido por la violencia del crimen organizado, donde ese Estado, fundado por Calles, se pulverizó en un montón de partidos coludidos con el crimen. Por ello, lejos de poder organizar, como Calles, un partido de Estado, el suyo, atravesado por las mismas corrupciones, el mismo desorden, las mismas ambiciones, los mismos vínculos con el crimen que los demás partidos, es parte del desastre del país.

Su 4T y su intento de prolongarla en un nuevo Maximato no sólo son un ridículo remedo de un pasado muy lejano y de un país que ya no existe. Son también el fin de esa forma del Estado que se inició con Calles, se afinó y prolongó con el PRI, se fracturó con la mal llamada “transición democrática” y ha llegado con López Obrador y sus trasnochados sueños a su decrepitud y su muerte.

Fuera de los discursos que nos receta todos los días, fuera de la fe religiosa y fanática de una parte de la población que cree en ellos, lo único que en realidad hay detrás de la 4T y del sueño de un Maximato es la continuación del caos, del horror, de la deshumanización y la ausencia de vida política de las pasadas administraciones.

Después de López Obrador todo, como lo hemos visto cada vez que cambiamos de gobierno o se prolonga el anterior, se volverá peor. Vivimos, como lo he dicho varias veces, una profunda crisis civilizatoria a nivel mundial, que en México se manifiesta por el desmoronamiento de los paradigmas ilustrados y republicanos y las endebles instituciones con las que llegamos hasta aquí. Creer –como pretende la oposición, cuyas corrupciones, crímenes y traiciones son semejantes a las de la 4T y cuyos gobiernos abrieron el camino a esta desgracia– que podemos regresar a lo que nunca hemos tenido y está profundamente erosionado en Europa y Estados Unidos, o como lo pretende López Obrador, a los tiempos en que una nación se formaba bajo la égida de un hombre duro y un partido controlado por él, es no entender los tiempos que vivimos. Como el imperio azteca y el virreinato se desmoronaron, así también se han desmoronado los sueños nacidos de la Ilustración y sus múltiples rostros. Vivimos no en el tiempo de ayer, sino en el de los asesinos, el del nihilismo rampante, el de los sueños intoxicados de resentimiento y odio, vivimos, como decía Malraux, el tiempo del deprecio. Cambiarlo implica pensarnos de nuevo. Pero ¿quién, quiénes tienen los güevos, como se dice, de pensar desde lo humano, de empezar desde otro lado?

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México. 

Este análisis forma parte del número 2362 de la edición impresa de Proceso, publicado el 6 de febrero de 2022, cuya edición digital puede adquirir en este enlace

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