Ensayo

El monumento y el ambiente digital

Las investigaciones del dublinés Juan Galindo, así como las obras del estadunidense John ­Lloyd Stephens y del británico Frederick Catherwood bien pueden ser consideradas el inicio de los estudios en torno a la cultura maya.
sábado, 12 de febrero de 2022 · 15:02

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).– Las investigaciones del dublinés Juan Galindo, cuyo nombre de nacimiento era John Gallagher (1802-1839), así como las obras del estadunidense John ­Lloyd Stephens (1805-1852) y del británico Frederick Catherwood (1799-1854) bien pueden ser consideradas el inicio de los estudios en torno a la cultura maya.

Explorador y oficial castrense, Galindo tuvo una militancia política trascendente en la efímera República Federal de Centro América (Honduras, Guatemala, El Salvador, Nicaragua y Costa Rica); en su obra general sobresalen empero sus investigaciones de 1831 sobre varios sitios mayas, como Palenque y Copán, que son de importancia cardinal. Mediante las imágenes esculpidas en esos templos Galindo planteó el postulado de que la población maya de la época se encontraba indisolublemente asociada a sus ancestros locales.

Sus indagaciones, que fueron laureadas en 1839 por la American Antiquarian Society y por la Société de Geographié parisina, rebatieron tesis estrambóticas, que habían sido ampliamente aceptadas, pregonadas por el rabino de Ámsterdam Manasseh ben Israel, en la que se afirmaba que los naturales precolombinos de la región pertenecían a una de las 10 tribus extraviadas de Israel (Diego Durán ca. 1588-?, Gregorio García 1561-1627, Thomas Thorowgood, ca 1669-?, John Oxenbridge 1608-1674 et al.).

A comienzos de 1640 el criptojudío portugués Antonio de Montesinos (Aharon Levy) llegó incluso a sostener que en la provincia Pichincha, cercana a Quito, los indígenas observaban prácticas judaicas que “evidenciaban” su filiación. El otro referente es John Lloyd Stephens, estadunidense de formación jurídica, quien trabó una amistad con el políglota británico Frederick Catherwood que fue pródiga en expresiones artísticas relacionadas con sus expediciones arqueológicas y sus descubrimientos.

Stephens fue nombrado por el presidente Martin van Buren (1837-1841) embajador estadunidense en América Central, y al amparo de su cargo realizó diversas exploraciones en los vestigios mayas.

El primer periplo de Stephens y Catherwood partió de Nueva York en 1839 y su visita comprendió Copán, Uxmal y Palenque, no obstante la prohibición expresa del presidente Antonio López de Santa Anna de visitar este último sitio.

Catherwood, auxiliado por un teodolito y una cámara lúcida que proyectaba sobre la superficie imágenes con gran detalle, elaboró una serie de litografías y grabados de las edificaciones mayas; toda una apología de la belleza de las ruinas. Su visita a Uxmal es célebre, ya que le permitió a él y a su compañero entrar en contacto con el estilo Puuc, correspondiente al periodo clásico.

En 1841 ambos organizaron un segundo periplo, ahora acompañados del naturalista Samuel Cabot, en el que exploraron Uxmal, Kabah, Chichén Itzá y Labná. De estos viajes publicaron en 1843 dos libros en forma conjunta. El primero: Incidents of Travel in Central America, Chiapas and Yucatán (Vicisitudes de viaje en Centro América, Chiapas y Yucatán); el segundo: Incidents of Travel in Yucatán (Vicisitudes de viaje en Yucatán), este último en dos volúmenes con 120 grabados. Posteriormente, en 1844, Catherwood publicó su propio libro, Views of Ancient Monuments in Central America, Chiapas and Yucatán (Vistas de monumentos antiguos en Centro América, Chiapas y Yucatán), con 25 espléndidos grabados.

Estas obras revelan las ruinas como un criptograma cuyos estereotipos y confinamientos obligan al desciframiento del vestigio. Su efecto primigenio es evidente: la resurrección de los templos precolombinos.

La asociación que hizo Galindo de los templos con las sociedades mayas de su época, junto con las obras de Stephens y Catherwood, pusieron en tiempo presente lo que Michel de Certeau llamó los olvidos de la historia. Estos trabajos fundacionales posibilitaron la simbolización colectiva destinada a unificar y a congregar a las comunidades culturales.

Más aún, estas investigaciones y obras tuvieron el mérito incontestable de transfigurar las ruinas en sitios transitivos para adjudicar al monumento una imagen que debía ser contemplada y salvaguardada. Con ello se evidenció la íntima interacción entre el monumento y el documento. El primero se erige para perennizar la memoria que trasciende a sus creadores, al convertirse en el receptáculo de la reminiscencia. Su longevidad acrecienta su dimensión simbólica, que vivifica el sentimiento de pertenencia y asegura su irreductibilidad.

En su proceso evolutivo, el documento innova asiduamente y reactualiza el contexto de la pirámide, de la estela y del templo, y de esta manera relativiza su petrificación. En efecto, es la narrativa cultural la que inmortaliza los monumentos como hitos de piedra, cuya función fue y sigue siendo vincularlos con las comunidades por medio de referentes religiosos, políticos e históricos.

Es precisamente la construcción social de esa narrativa, que se renueva en forma recurrente, la que crea la constelación de valores de heroísmo o de gloria que le da al monumento su inmortalidad. Es la construcción social la que asegura la transitividad de un monumento en principio inamovible y estático la que lo resucita e incorpora al cuerpo social.

En esa forma, las pirámides, las estelas y los sitios arqueológicos vehiculan el sentimiento identitario y de pertenencia social, con lo cual se convierten súbitamente en la herencia cultural imperecedera de nuestros ancestros. Esta es, y no otra, la función operativa de la construcción social. La mediación documental, ya sea científica, administrativa o legislativa, cuyos destinatarios son heterogéneos, es por lo tanto decisiva.

La fotografía

El avance de la fotografía trastocó las artes visuales, y la asociación entre la narrativa cultural y el monumento no fueron excepción. La fotografía introduce un inventario sistemático que resguarda el esplendor de los sitios arqueológicos y registra su alteración por el paso del tiempo y el vandalismo. Asimismo, favorece la comunicación y la transmisión del conocimiento.

Además, la fotografía hizo al documento iconográfico y lo transfiguró en una imagen fácilmente reproducible pero que debía ser preservada. Creó con ello diferentes formas de memoria colectiva.

El ambiente digital

Nuestra época está inmersa en ambientes totalmente innovadores, como la videoesfera y el llamado 5G, la tecnología de última generación. El crecimiento en el número de portales en internet relativos a pirámides, estelas y templos ha sido exponencial; estos espacios de la red se han privilegiado como el instrumento idóneo para desentrañar el pretérito de nuestro presente.

El énfasis es necesario: el pretérito de nuestro presente es por naturaleza mutante, y le ha correspondido al ambiente digital (AD) aportar elementos de vanguardia para acrecentar la capacidad de la memoria colectiva y sus vínculos sociales.  El AD sintetiza la imagen del monumento y del sitio arqueológico, con una consecuencia clara: esa imagen crea un monumento o sitio ficticio; los reconstituye y remodela la estética de la ruina; desprovee a uno y a otro de su reminiscencia y los convierte en deambulatorios dentro de un espacio virtual.

Esta innovación tecnológica súbitamente conduce a quien explora el portal al arcano del monumento; el efecto inercial empero es convertir el sitio arqueológico en un pretérito inerte, lo que obliga a desarrollar novedosas formas de monumento insertas en la memoria colectiva a través de construcciones sociales originales. El desafío es más que evidente: evitar que la memoria colectiva abstracta se oponga a una memoria individual, concreta pero solitaria, y con ello superar dos órdenes irreducibles: el individual y el colectivo.

Epílogo

La innovación tecnológica dramatiza la mutación de las narrativas de los monumentos, máxime si se tienen en perspectiva las primeras exploraciones del siglo XIX y las del XXI. Las nociones de autenticidad formal y de autenticidad histórica transitan en lo sucesivo cuestionadas por un derrotero diferente.

El ambiente digital, con su eficacia simbólica, reconfigura el mensaje de la pirámide, de la estela o del templo.

La construcción social del AD tiene un doble efecto: la representación objetiva del monumento y, sobre todo, su representación política. El AD no debe agotarse en su practicidad, en su singularidad técnica o intelectual, sino en su carácter institucional. Su eficacia simbólica no concluye en la mera imagen icónica; si bien ésta crea el monumento, su carácter institucional robustece la intervención del poder.

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* Doctor en derecho por la Universidad Panthéon-Assas.

Ensayo publicado el 6 de febrero en la edición 2362 de la revista Proceso, cuya edición digital puede adquirir en este enlace.

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