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¿Dónde quedaron las pretensiones religiosas de AMLO?

A tres años de distancia debemos realizar un balance de las relaciones entre el gobierno de la 4T y las iglesias. Recordemos que AMLO, desde su campaña en 2018, sorprendió a muchos por convertir lo religioso en un activo político importante.
viernes, 21 de enero de 2022 · 09:23

CIUDAD DE MÉXICO (apro).- La laicidad es el régimen de libertades que en México hemos construido a jaloneos, pero ha otorgado a la nación estabilidad frente a las ambiciones e intereses de los más diversos actores políticos y religiosos.

A tres años de distancia debemos realizar un balance de las relaciones entre el gobierno de la 4T y las iglesias. Recordemos que AMLO, desde su campaña en 2018, sorprendió a muchos por convertir lo religioso en un activo político importante. Sea por razones de cálculo político –y así atraer a diversos contingentes de creyentes– sea por una verdadera convicción acerca de la necesidad de purificar el país, lo cierto es que Andrés Manuel López Obrador se tornó, en cierto momento, en un promotor que legitimaba el regreso de la religión a la vida pública. De manera audaz convirtió lo religioso en un valioso factor político. Al menos así lo explicitó en su agenda pública en los dos primeros años de su gobierno.

Por un lado, AMLO reivindica separar la política de la economía. Por otro, induce la proximidad social entre la religión y política. Un hombre de Estado que exhorte lo espiritual sobre lo material y el reino del bienestar del alma sobre el crecimiento económico, incurre en oficios propios de un ministro de culto, no de un jefe de Estado. Son parte de la audaz y llamativa convocatoria de un gobernante astuto que encontró en lo religioso un insospechado capital político. Sus continuas incursiones a textos sagrados nos colocan ante un presidente convertido por momentos en un predicador. No sólo por las invocaciones bíblicas, sino porque pareciera convencido de responder a un llamado divino para salvar a la patria.

Hace tres años una pregunta recurrente en la opinión pública era: ¿en qué cree el presidente? Su fe ahora es cuestión de Estado. AMLO se ha empeñado, hasta ahora, en mantenerla difusa intencionalmente. AMLO tiene gran amistad con católicos progresistas como Alejandro Solalinde, Raúl Vera y el finado Arturo Lona, todos ellos cercanos a la Teología de la Liberación. Sin embargo, en el bloque evangélico la afinidad se decanta por los pentecostales más conservadores de la galaxia evangélica, como son Hugo Érik Flores, un político evangélico, y Arturo Farela, un evangélico político.

Surgieron a inicio de este sexenio muchas interrogantes ante el afán de incorporar a las iglesias a los programas sociales como política pública. ¿Bajo qué criterios las iglesias ayudarían a transmitir valores y de qué tipo para restaurar el dañado tejido social? ¿Las iglesias son entidades puras que por su actuar o autoridad podrán sanar la moralidad social? ¿No son las iglesias también responsables de la debacle moral que se diagnostica como catastrófica?

El presidente López Obrador partió de un supuesto falso: las iglesias alcanzarían a moralizar la sociedad. Usando la reserva ética e influencia moral, las iglesias podrían ser un factor que restituya el dañado tejido social, según su diagnóstico, contribuyendo a la paz social y a la reconciliación.

Usar a las iglesias como portadoras de propuestas sociales e ideológicas de gobierno es una hipótesis que nada garantiza su éxito. Supone una pureza y autoridad moral que no tienen las asociaciones religiosas. Primero, porque nadie escapa de la cuota de responsabilidad a la crisis de valores que la sociedad vive. Las iglesias no están exentas de la atmósfera de violencia y corrupción. Dicho de otra manera, las iglesias y principalmente la Iglesia Católica son también responsables del deterioro ético y moral a que alude el diagnóstico de AMLO. Hay una creciente desacralización de su rol salvífico en el mundo. El cura y el ministro de culto están perdiendo ese rol de mediación entre la persona y lo sagrado. La dimensión metasocial de los actores religiosos se ha venido desvaneciendo, fruto de los escándalos, abusos sexuales a menores, afanes políticos e imagen secularizada que proyectan muchos altos ministros, en especial de la jerarquía católica. Tan sólo hay que ver las cifras de los sacerdotes asesinados en los últimos 10 años.

El lance de la distribución de la Cartilla Moral, en junio de 2019, arroja un balance poco favorable para las intenciones del presidente López Obrador. El presidente eligió como interlocutor al pastor Arturo Farela, quien no goza de la representatividad ni del liderazgo requerido. El ejercicio fue fallido. Es un hecho que los principales actores evangélicos y católicos se deslindaron del llamado y de la iniciativa. AMLO no tuvo el eco esperado. Provocó irritación, especialmente en la Iglesia Católica. Tuvo un efecto contrario, pues provocó desconfianza y reservas de varios actores religiosos evangélicos ante el protagonismo de Farela. El diagnóstico de la decadencia moral del país y una necesaria restauración es compartido por casi todas las iglesias, no así las estrategias. En ese sentido, la suerte de la Constitución Moral, prometida en campaña, se convirtió en un pálido catálogo de ética política que muy pocos han retomado.

En las mañaneras el presidente ha reiterado qué entiende por laicidad del Estado. Es el trato igualitario del Estado a todas las creencias y asociaciones religiosas. Es decir, el Estado no debe favorecer a una sola religión o Iglesia, es decir la católica. AMLO tardó en reconocer el legado juarista sobre la histórica separación entre la Iglesia y el Estado. Pero fue obligado por la oportunista iniciativa de Ricardo Monreal para reformar la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público.

Existe una consecuencia peligrosa de coquetear con la religión y la política en México. Bajo el código de algunos tabernáculos evangélicos, ocurre la constantinización de las iglesias; es decir, convertir las asociaciones religiosas en iglesias de Estado. Esta amenaza viene de la ola latinoamericana de la hiperpolitización pentecostal en muchos países de la región. Hay riesgos que consisten en abrir el espacio público de las políticas del Estado a las iglesias, prescindiendo del proyecto laico de nación. Como se recordará, Flavio Valerio Aurelio Constantino, emperador romano en el siglo IV, se convirtió al cristianismo y sentó las bases para convertir al cristianismo en la religión del Imperio Romano; es decir, el cristianismo se convirtió en religión de Estado. Muchos exégetas e historiadores aseveran que éste perdió su veta profética para convertirse en una religión de cristiandad; es decir, secular y política. ¿La 4T quisiera convertir a los evangélicos en iglesias de Estado? ¿Estaríamos a las puertas de pentecostalizar la política? ¿El fin de la separación entre Estado e iglesias y el advenimiento de sensibilidades teocráticas? Esta ruta es una pesadilla que felizmente se ha venido apagando. Ha influido el catastrófico resultado electoral del PES, partido confesional, que aspiró a un registro en dos momentos.

Insistimos: la crisis de valores no sólo es secular, es también una ruina religiosa. Las iglesias, en especial la católica, son igualmente responsables de la degradación de los principios y de la corrupción imperante en el país. Ante ello debemos sostener la herramienta jurídica y política que nos ha funcionado: la laicidad

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