Violencia

La muerte

Nuestra sociedad, que ha perdido la trascendencia y su tremendo misterio, procura no pensar en ella, apartarla de su conciencia: la muerte les sucede a otros. Sin embargo, desde hace más de 10 años la muerte nos cerca a través de la violencia criminal.
viernes, 12 de febrero de 2021 · 19:36

CIUDAD DE MÉXICO (apro).- La muerte es terrible. Es la destrucción de nuestro orden natural. La separación violenta de lo más propio de nosotros: nuestros sentidos. Quienes, en nombre de una fe intoxicada de magia, afirman que la muerte es una bendición y no es aterradora, o bien no saben lo que dicen o se niegan a mirar la realidad. Incluso para el propio cristianismo, la muerte es, como consecuencia del pecado de origen, espantosa. Supone, decía Iván Illich citando a Santo Tomás, “que nuestra alma, hecha para conocer y amar, a través de un cuerpo, estará sin más ni menos a merced de Dios (de lo conocido desconocido) privada del apoyo de sus sentidos”, de su carne.

Nuestra sociedad, que ha perdido la trascendencia y su tremendo misterio, procura no pensar en ella, apartarla de su conciencia: la muerte les sucede a otros. Sin embargo, desde hace más de 10 años la muerte nos cerca a través de la violencia criminal, y, desde hace un año, de la pandemia. La muerte ha ido ocupando todo. Está en los familiares y los amigos asesinados, desaparecidos, enfermos o intubados; está en los noticiarios, en la conversación cotidiana, en los hospitales, en los tanques de oxígeno, en los cubrebocas, en las superficies, en el confinamiento, en la carne y la presencia de los otros. Está en el pan, la leche, el corazón y la memoria. Nunca, quizá, como ahora, la muerte se ha vuelto una realidad cotidiana; nunca, quizá, ha estado tan mezclada con el acontecer de la vida.

No se trata, por lo mismo, de la muerte que, pese a su injusticia, se espera como consecuencia de haber vivido, sino de lo que Albert Camus definió como “lo arbitrario humano” –la muerte generada por la violencia de los hombres– y “lo arbitrario divino” –aquella que produce el mal que nos sobrepasa: los terremotos, las epidemias–. Ambas son más absurdas que la muerte a la que nuestra propia vida nos destina. Son la irrupción de lo inesperado en el centro mismo de un mundo que lo había limitado mediante leyes, controles, programas de protección. Pensando en ello, Camus escribió una novela conmovedora, La peste. En esa alegoría de lo arbitrario humano y divino, Camus, además de describirnos el sufrimiento y la impotencia frente a lo absurdo, muestra a un puñado de seres luchando contra él, no para erradicar la muerte –es imposible–, sino para contenerla, para disminuir su presencia y su sufrimiento, para volverla otra vez extraordinaria en la cotidianidad de la vida.

No es otra cosa lo que, en el caso de lo arbitrario humano, han mostrado las organizaciones de víctimas y de derechos humanos. No otra cosa lo que, ante lo arbitrario divino, hacen el personal de salud y las organizaciones civiles de ayuda. Tiempo atrás, La peste dejó de ser una novela para habitar la realidad.

Por desgracia, la irrupción de lo inesperado tiene hoy una característica ajena a esa resistencia: ha desbordado todo. Las instituciones de seguridad, al menos en nuestro país, no funcionan. Lejos de ello, los gobiernos han reducido hasta la impotencia a las organizaciones civiles que luchan contra el crimen, y su actuación parece estar coludida con quienes producen la muerte. Las instituciones de salud están rebasadas. La ineptitud gubernamental para enfrentar el virus es tan arrogante como criminal. Ha abandonado a su suerte al extenuado personal de salud, cuya mortandad es una de las más altas en el mundo. Ha reducido a la indefensión a la gente, que muere por falta de atención médica, y ha permitido que el propio presidente, víctima de su soberbia e ineptitud, enferme.

Mientras en medio del caos, del comportamiento errático criminal de los gobiernos y de la irresponsabilidad de muchos, luchamos como podemos contra esa doble arbitrariedad, la muerte está allí, cosida a nuestras vidas como nunca antes. ¿Qué podemos hacer cuando, habiendo agotado todas las posibilidades, aparece de manera irremediable? ¿Qué podemos hacer por quienes, aún en nuestra compañía, mueren en la soledad propia de la muerte, que siempre es personal, intransferible, inimaginable para quienes aún vivimos? Pero, sobre todo, ¿qué podemos hacer por quienes, sin poder socorrerlos en forma alguna, mueren en la desolación de una casa de seguridad, de un hospital, de una calle, de un pasillo? ¿Qué podemos hacer incluso contra la conciencia de nuestra propia y posible muerte?

Desde que el ser humano es el ser humano, no conozco otra cosa que la oración. No en el sentido mágico que puerilmente se le atribuye –la petición de un milagro–, sino en el más profundo: el del silencio atento que, al recoger nuestros sentidos, nos fija amorosos en quienes, débiles como nosotros, mueren irremediable y absurdamente. En esos momentos, dejamos el tiempo y la imagen, y, acompañándolos, entramos con ellos en la oscura y terrible luz de lo invisible. Creamos o no en la trascendencia, la oración es, desde tiempo inmemorial, la fuerza de la impotencia ante el fracaso que es la muerte; la intercesora entre la vida humana y el mundo terrible de lo desconocido, entre la miseria de la muerte y el misterio del sepulcro, pero, sobre todo, entre la soledad y la fraternidad.

Sólo una sociedad arrogante puede prescindir de ella y abandonarse y abandonar a otros en la angustiante presencia de lo arbitrario.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a Morelos.  

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