Derechos Humanos
Derechos humanos: los riesgos
En este 2021 la permanencia de la impunidad y la innegable militarización obligan a centrar la atención en lo que ambas cuestiones significan para los derechos humanos.CIUDAD DE MÈXICO (apro).- Los derechos humanos no son un invento reciente. En nuestro país las luchas sociales en las que se enarbolaron inicialmente se remontan al movimiento estudiantil del 68 y a las dignas movilizaciones de las madres por los desaparecidos de la Guerra Sucia. Desde aquellas décadas, múltiples actores sociales han encontrado en los derechos humanos un lenguaje útil para nombrar sus exigencias de justicia. La fuerza de los derechos radica en que expresan el ideal, nunca del todo alcanzado y por eso mismo invocado con recurrente esperanza, de que todos y todas seamos “iguales en dignidad”, como lo promete el artículo 1 de la Declaración Universal que cumplió, este 10 de diciembre, 73 años.
El aniversario de la Declaración, que este año coincide con la llegada al punto medio del sexenio, es una efeméride pertinente para hacer un balance sobre la situación del país en este renglón.
El Centro Prodh ha aprovechado esta tribuna, gracias a la generosidad de Proceso, para realizar ese ejercicio los años previos. Al evaluar los grandes temas de derechos humanos en el arranque del sexenio, trazábamos un panorama de claroscuros, reconociendo varios aciertos y advirtiendo diversos retrocesos.
En este 2021, sin embargo, la permanencia de la impunidad y la innegable militarización obligan a centrar la atención en lo que ambas cuestiones significan para los derechos humanos.
La permanencia de la impunidad es uno de los renglones en que el sexenio ha quedado a deber, pese a que se gastaron cuantiosos recursos en una consulta ciudadana que no ha derivado en ninguna acción concreta adicional. Y aunque se prometió sanear la justicia, los esquemas del pasado no han sido revertidos, siendo las fiscalías el principal obstáculo.
Lamentablemente no se han incorporado en esas instituciones liderazgos con mirada de futuro, que entiendan que los problemas de criminalidad del país exigen construir una procuración de justicia para el siglo XXI y no añorar el pasado autoritario. El resultado está a la vista: salvo contadas excepciones, no se han emprendido procesos de calado hondo en materia de corrupción, derechos humanos y delincuencia organizada que, con respeto al debido proceso y transparencia, muestren al país que no estamos condenados a la impunidad.
En este contexto la autonomía de las fiscalías no está dando los resultados esperados. A nivel federal se ha invocado para abstraer a la institución de la necesaria coordinación con la administración pública en cuestiones prioritarias, como la búsqueda de desaparecidos, pero no para atender los asuntos verdaderamente importantes. A esto hay que añadir señales cada vez más preocupantes sobre el uso desviado de la justicia en asuntos que presentan todos los visos de implicar intereses personales del titular de la institución, lo que ha generado un desgaste que hace tiempo dejó de ser sostenible.
Esta realidad es un lastre. La reciente visita del comité de la ONU sobre las Desapariciones Forzadas lo puso en evidencia. En su informe preliminar el comité reconoció como un buen signo la disposición del Estado para abrirse al escrutinio; también saludó las acciones que realiza la Comisión Nacional de Búsqueda y la creación del mecanismo extraordinario que busca alternativas para enfrentar el rezago forense. Sin embargo, al evaluar el sistema de justicia, el comité enfatizó que las desapariciones caen en el paradigma del “crimen perfecto” pues las probabilidades de que los perpetradores sean sancionados siguen siendo prácticamente nulas.
La citada evaluación internacional no debería dejar dudas sobre cómo la justicia no está cambiando: la impunidad permanece y esa continuidad es en sí misma un riesgo para los derechos humanos, al incentivar que las violaciones se repitan.
Lo establecido por el mismo comité sirve para entrar al segundo tema, ya que al final de la visita sus integrantes señalaron que el modelo de seguridad adoptado este sexenio no está contribuyendo a revertir la crisis. La alusión es clara: el comité se refiere a un modelo cuya nota distintiva es la militarización.
Vale la pena extenderse sobre este punto para, con objetividad, aquilatar el calado del fenómeno ante el que estamos, contrastando la realidad con el mensaje que el presidente de la República emitió por los primeros tres años de su gobierno. Ahí, el primer mandatario afirmó que los señalamientos sobre que en esta administración se ha militarizado el país carecen de toda lógica y de la más elemental buena fe. También sostuvo que en el presente no se ha ordenado a las Fuerzas Armadas que hagan la guerra ni se les ha pedido que opriman a la sociedad o que se involucren en acciones represivas.
Adicionalmente, refirió que el actual despliegue militar se ha realizado sin violaciones a derechos humanos y, por último, aludió al origen histórico del Ejército mexicano, sugiriendo que esta genealogía también permite minimizar los riesgos.
Pero la preocupación por la creciente militarización tiene lógica: se sustenta en las propias cifras oficiales, que evidencian un incremento inédito en el despliegue militar. También parte de la buena fe: en el caso de las organizaciones civiles de derechos humanos, a partir del acompañamiento concreto a víctimas, expresamos esta misma preocupación en el sexenio de Fox, cuando se otorgó amnistía de facto a los elementos castrenses por los crímenes del pasado y se les entregó la PGR; en el sexenio de Calderón, cuando se inició el cruento aumento de la violencia por la política de guerra; y en el sexenio de Peña Nieto, cuando se intentó imponer la Ley de Seguridad Interior.
Advertir esta realidad, por otro lado, no implica afirmar que en el presente se le hayan conferido a las Fuerzas Armadas órdenes de hacer la guerra, oprimir a la sociedad o involucrarse en acciones represivas. Esto no es lo que se señala. Cuando se afirma que se está profundizando la militarización del país se alude, sobre todo, a que se ha llevado a una nueva fase el proceso iniciado hace décadas, de innegable expansión del protagonismo militar en las políticas de seguridad y en la vida pública, sin que existan contrapesos civiles robustos que aseguren controles democráticos mínimos.
Desde esta perspectiva, la afirmación de que el despliegue militar del presente se ha dado sin que ocurran violaciones a derechos humanos es también problemática, porque dada la opacidad castrense, que se muestra por ejemplo en la renuencia a transparentar cabalmente los informes de uso de la fuerza a los que obliga la ley en la materia, y dada la ausencia de la debilitada CNDH en el monitoreo estricto de este tema esencial, no puede saberse con plena certeza si esto está ocurriendo. Y como cada vez se documenta más en las fronteras, la vergonzosa política de contención militar de la migración puede generar lo contrario.
Traer a colación el origen revolucionario de las Fuerzas Armadas tampoco basta para relativizar la preocupación que causa la militarización en curso. Ese origen no impidió que durante el siglo XX la lealtad de las Fuerzas Armadas al régimen de partido hegemónico se tradujera en importantes cuotas de autonomía, que desembocaron en episodios de corrupción y violación a derechos humanos, frente a los que por regla general el poder civil fue complaciente.
No hay duda: estamos ante un proceso de profundización de la militarización que despierta fundadas preocupaciones. No se advierte que ninguna institución civil pueda ser contrapeso de las Fuerzas Armadas más allá del actual presidente, lo que a todas luces es insuficiente dado el calado y la permanencia de los cambios legales que se han impulsado, como documentamos en nuestro informe Poder militar. Desde esta perspectiva, cabe preguntar si, después de este sexenio, alguna instancia civil externa tendrá la fuerza necesaria para investigar los casos de violaciones a derechos humanos o de corrupción en los que pueden incurrir los elementos castrenses.
La militarización, además, no ha revertido la violencia: son más de 20 mil desaparecidos ya en este sexenio y cerraremos este año con un acumulado de homicidios dolosos que sigue en niveles inaceptables, por más que esta situación quiera normalizarse. Esto no puede soslayarse.
La deriva decepcionante de la procuración de justicia y el creciente protagonismo castrense no son una invención. A mitad de sexenio, conviene reconocer que esto es así para seguir exigiendo cambios de fondo en la justicia y para señalar los peligros latentes en propuestas ya anunciadas, como la intención de reformar la Constitución de nuevo para entregar a la Sedena por completo la Guardia Nacional.
Los derechos humanos –“punto de partida de los procesos democráticos”, según indicara Carlos Monsiváis– enfrentan riesgos que no deben minimizarse. El aniversario de la Declaración Universal es buena ocasión para recordarlo. l
*Director del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, A.C. (Centro Prodh)