Erubiel Tirado

AMLO y su  populismo militar

"La concentración del poder gira más en torno de la persona de AMLO y no de su investidura presidencial, siendo el otro eje de apoyo de este peculiar sistema las Fuerzas Armadas"
domingo, 6 de diciembre de 2020 · 21:26

“El populismo mexicano tuvo una entraña  contrarrevolucionaria… se dio el centavo para ganar el peso.”

Arnaldo Córdova, La formación del poder político en México

El inédito desenlace del arresto del exsecretario de la Defensa Nacional acusado por la DEA, el discurso del secretario actual, Cresencio Sandoval, en el aniversario de la Revolución Mexicana (hecho trizas en su simbolismo civilista) y la propaganda de desagravio al Ejército emprendida por el gobierno hacen evidente un modelo de dominio y control que Andrés Manuel López Obrador puso en marcha para afianzar su poder.

Presidencialismo y Ejército inconstitucional 

La atropellada autodesignación del presidente como vocero único de todo lo relacionado con el caso Cienfuegos, “para evitar manipulaciones”, mostró el temor a la pérdida de control en la imagen identitaria y, esa sí, maniquea que Andrés Manuel López Obrador ha construido sobre el Ejército, pero sobre todo en su relación personal con los militares afectos a su liderazgo.

Antes de la detención, el titular de la Defensa justificó bajo supuestos argumentos legales, pero sin fundamento constitucional, la extensión de responsabilidades administrativas y de gobierno que los militares han asumido con el presidente actual: “Las tareas que nos ha asignado nuestro comandante supremo (sic) no son ajenas a nuestras visiones, éstas se encuentran comprendidas en el artículo primero de la Ley Orgánica del Ejército y Fuerza Aérea Mexicanos, donde la fracción cuarta mandata realizar acciones cívicas y obras sociales que tiendan al progreso del país…”. (11 de octubre). 

El viernes 20 de noviembre (ante la complacencia presidencial que desvirtuó la celebración en su actual formato militarista), el secretario fue más lejos al “aclarar” algo que no es necesario en una verdadera democracia establecida y madura: que los militares no buscan el poder político. Y reiteró la “legalidad” de su expansión en áreas de gobierno y uso amplio de recursos. 

La Sedena (junto con la Marina), con la retórica de fidelidad ciega que gusta al presidente, antepone una ley a los mandatos constitucionales y sus formulaciones ambiguas que están sirviendo para una interpretación abusiva de la norma. 

En realidad, estamos ante la justificación de un arreglo faccioso de poder político y económico, dando así sustento al gobierno unipersonal de Andrés Manuel López Obrador. Este último aspecto ha sido más evidente a la luz de la deformación del gasto público que significa que el Ejército reciba el próximo año uno de los presupuestos más cuantiosos de las últimas décadas (Proceso 2299, 22 de noviembre). 

Peor aún, de confirmarse que la Sedena se convierte en banquero del gobierno para distribuir el dinero de sus programas sociales entregándole el control del Banco del Bienestar (ver columna de Mario Maldonado en El Universal del 26 de noviembre), las implicaciones no son sólo económicas sino de control social, sumamente graves para nuestra debilitada institucionalidad democrática.

Las huellas de la historia

Los elementos del nuevo escenario político-militar marcan importantes diferencias histórico-políticas con el populismo (pos)revolucionario que le dio vida al Estado mexicano del primer tercio del siglo pasado y al que se atribuye la estabilidad del régimen. Los planteamientos ideológicos de Plutarco Elías Calles, Álvaro Obregón y Lázaro Cárdenas expresaron un objetivo democrático (dogmático y de largo plazo, plasmado en la Constitución) con diversos matices. Sus componentes a la larga definieron el rostro de un sistema político basado en dos ejes estratégicos: la institución presidencial y un partido político como instrumento aglutinador y ejecutor de la visión hegemónica prevaleciente. Se trataba, pues, de impulsar un país con el rostro de un Estado organizado. 

Estas figuras fuertes y de evidentes rasgos autoritarios, sin embargo, eran conscientes de que su liderazgo caudillista estaba condenado a la extinción (y así debía ser) en la medida que se institucionalizaba el poder del Estado y el sistema político que estaban forjando. Razonamiento inexistente en López Obrador, quien no se imagina apartado de su imagen de líder o caudillo: él es la medida de toda manifestación de poder y administración estatal.

En este proceso, tal como lo demuestran estudiosos como Arnaldo Córdova, se concibió y se le dio un papel importante a la llamada política de movilización de masas bajo un control que fue corporativo y clientelar, pero bajo un esquema de legitimidad sociopolítica al que se llegó a denominar de colaboración entre diversas clases sociales, incluyendo las que representaban el capitalismo nacional, con la conducción estratégica del Estado. 

El México de la transición política estuvo precedido por vértices aglutinadores clave como el populismo y el nacionalismo revolucionarios. Así se logró, en cuanto a transmisión de poder se refiere y con un conjunto complejo de instituciones (políticas, económicas y sociales) y usos políticos no reglamentados, uno de los sistemas de gobierno más estables del continente.

Entre las deficiencias de este modelo de gobernanza erigido están las limitaciones estructurales del autoritarismo, que no le permitieron al “sistema” su adaptación a esquemas democráticos (del liberalismo político formal) y de atención eficaz de las demandas sociales y económicas.

Esto generó crisis periódicas que terminaban enfrentadas con un Estado con un modo singular de solucionarlas: cooptación (ahora se diría corrupción), mediatización (tácticas dilatorias y de distracción) y represión (círculo perverso descrito por el sociólogo Pablo González Casanova en su referente obligado, La democracia en México).

Militarismo populista marca AMLO

Andrés Manuel López Obrador parte del supuesto de una legitimidad incontestable expresada en las urnas y la visión instrumental de un sistema político de cuyos cambios democráticos, junto con sus vicios institucionales, se ha aprovechado en todos los sentidos y que, ahora en el poder, lo está desmantelando.

Las transformaciones que impulsa su gobierno no tienden a aglutinar consensos amplios (tan sólo el de un círculo cerrado de intereses político-económicos) y se realizan con base en la destrucción de un entramado institucional y legal que se forjó atendiendo reclamos democráticos de los más diversos sectores de la población desde el último cuarto del siglo pasado.

Este gobierno, a diferencia de los del viejo sistema, se deslegitima en su ejercicio del poder y tiene que recurrir a la presencia forzada de un Ejército desnaturalizado y disfuncional. Siguiendo el razonamiento académico de Manuel Camacho, el sistema político que se está forjando con la ayuda del Ejército podría ser el de un “modelo autocrático donde el poder está concentrado, la participación de las clases medias es suprimida, se buscan el crecimiento económico y cierta igualdad social para contar con las clases subalternas en contra de las clases medias”. (Camacho: 1977). 

La concentración del poder gira más en torno de la persona de Andrés Manuel López Obrador y no de su investidura presidencial, siendo el otro eje de apoyo de este peculiar sistema no una organización política (que sería un partido), sino las Fuerzas Armadas.

La diferencia de este populismo, además del componente armado, es el conjunto vacío de elementos renovadores de un Estado mexicano, la llamada Cuarta Transformación está llena de contenidos caprichosos que no generan institucionalidad ni estabilidad en forma natural o relativa, como sí ocurrió con el populismo revolucionario del siglo pasado.

Casta militar y “las ilusiones perdidas”

En materia de transición y consolidación democrática, México arrastra un déficit estructural desde que la sociedad civil impulsó cambios graduales en diversos ámbitos de su dinámica estatal. Nunca se atrevieron los gobiernos de la transición (priistas tecnocráticos) ni los de la alternancia (PAN, PRI y ahora Morena) a repensar el papel de las relaciones civiles-militares.

Éstas pasan necesariamente por una reforma del sector defensa que debe iniciar por su reestructuración orgánica y cuya ascendencia civil de conducción estratégica (no la figura vacía del “comandante supremo”) sería su última expresión. Las urgencias de una crisis violenta y humanitaria retrasaron aún más esta necesidad de redefinir y modernizar de manera integral la institución militar, que no sólo se ha agotado sino que no responde, desde hace tiempo, a las nuevas demandas y realidades de sociedades democráticas. 

Hace justo 40 años se suscitó un fuerte escándalo político ante las afirmaciones del escritor Juan Rulfo que, pensando en las claves de la estabilidad histórica del régimen posrevolucionario, cuando “llegó a haber más generales que soldados. Así, se les dio a escoger: el poder o la riqueza.

Quien quería ambas cosas, lo asesinaban, hasta convencerlos de que era mejor vivir tranquilos y ricos a enfrentar los difíciles problemas de un gobernante. A eso hemos llegado…”. El “desagravio” entonces vino en boca del presidente José López Portillo (y no de su secretario de la Defensa): “Ningún soldado es corrupto” (UdeG-Proceso: 1981).

Primero, por su integración a las tareas de seguridad pública, luego a las empresariales-administrativas (de las que se les había alejado hace ya casi un siglo) y, próximamente, como banqueros, están deformando en forma grave al Estado.

El mimetismo de los militares mexicanos con usos y costumbres políticas de privilegio e impunidad, así como la corrupción a la que han cedido en diversos momentos (y de la que no están a salvo), traerán consigo los despojos de un sistema que hará necesario que el (o los) próximo(s) gobierno(s) sea(n) de reconstrucción nacional.

Este ensayo forma parte del número 2300 de la edición impresa de Proceso, publicado el 29 de noviembre de 2020 y cuya versión digitalizada puedes adquirir aquí

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