CIUDAD DE MEXICO (proceso).- Con el espectáculo de la corrupción como distractor político y la preocupación derivada de la crisis económica y laboral que enfrenta la población del país, Andrés Manuel López Obrador llega a su segundo informe de gobierno con más de 122 mil 223 muertos y un escándalo por violación grave de derechos humanos por ejecuciones extrajudiciales perpetradas por militares: versión actualizada del porfirista “mátalos en caliente: (“¡está vivo…! ¡Mátalo!” según el dicho de los soldados ahora presuntamente investigados). Esto último pone a prueba ante los ojos del mundo el calibre del nuevo arreglo antidemocrático de los militares con el presidente.
Los muertos de AMLO
Según cifras oficiales las víctimas mortales de la violencia y el covid son, respectivamente, 59 mil 629 (entre el 1 de diciembre de 2018 y el 25 de agosto de 2020) y 62 mil 594 (al momento de escribir estas líneas). En perspectiva, con estas cifras de violencia homicida este gobierno rebasó los números que tuvieron Felipe Calderón (2006-2012) y Enrique Peña Nieto (2012-2018) en periodos similares. Sólo hacia el fin del primer año de la gestión de AMLO (diciembre 2019) se asesinaba a cuatro personas cada hora. La tasa de fallecimientos por covid es de seis muertos por hora actualmente (sin contar que se reconoce un subregistro oficial que eleva la cifra señalada, al menos, por tres tantos más).
A la luz de este resultado, objetivamente en cualquier democracia este saldo sería suficiente, aun en los frágiles gobiernos de nuestro hemisferio, para poner en jaque su estabilidad y provocar la caída de un presidente. Andrés Manuel López Obrador se sostiene con respaldo social polarizado (53.4% de aceptación y descendiendo, ver El Universal, 26 de agosto), la debilidad institucional impuesta en forma autoritaria y el control del aparato estatal manipulando al país, ilegal y con trampas político-electorales.
El brazo armado
El presidente cuenta, además, con fuerzas armadas fortalecidas con recursos y privilegios políticos para asegurarse el sostén del régimen. Esta es la parte más visible del nuevo arreglo de poder y dominación. La presencia de los militares fuera de los cuarteles no tiene precedente en la historia moderna del país: 151 mil 731 entre soldados y marinos, además de contabilizar en esa calidad castrense a los miembros de la Guardia Nacional (
Sedena, mayo 2020).
Luego del levantamiento zapatista y con la agudización de la inseguridad por el narcotráfico y el crimen organizado, el emplazamiento se incrementó o disminuyó en diversos momentos: de 12 mil a 40 mil soldados en la región del Sureste al fin del siglo pasado; de 45 mil a 52 mil 690 durante la guerra contra las drogas de Calderón; 54 mil 980 hacia el final del sexenio de Peña Nieto.
Con López Obrador, aun antes del decreto del pasado 11 de mayo, en 2019 ya había desplegado a 62 mil 954 al inicio de su sexenio para tener ahora la cifra más elevada: 79 mil 687 soldados. La propia Sedena presume su omnipresencia con adjetivos propios de la nueva lingüística del gobierno (¡“Operaciones de Construcción de la Paz”!) y contabiliza al total de integrantes de las fuerzas armadas desplegadas, para hoy tener un número tres veces mayor al que se observó en la llamada guerra contra las drogas de Felipe Calderón.
Negocios y corrupción
A la par de este fenómeno de sobremilitarización, que ya invade esferas de gobierno y no se limita a estructuras de seguridad, se tiene un nuevo patrón institucional (cuyas raíces vienen de los dos sexenios anteriores): la corrupción derivada de su función empresarial como contratista de obra pública y de suministro de bienes y servicios de los gobiernos federal y estatales.
La Sedena ha hecho pingües negocios recurriendo a los mecanismos del crimen organizado (lavado de dinero) y de los funcionarios corruptos, como la Estafa Maestra, contra los que el actual presidente actúa de modo selectivo (
Proceso 2261, 1 de marzo; El Universal, 25 de febrero). La inmunidad e impunidad son ahora normas no escritas en el trato del presidente bajo un recuento largo de simulaciones, incumplimientos, traspaso de obras a compañías de familiares de mandos militares, etcétera. A esto se suma una evidente capacidad disminuida e ignorada en los pocos contrapesos institucionales que sobreviven, como la Auditoría Superior de la Federación (El País, 24 de agosto), y escaso control del gasto y el fiscal, ambos en la Secretaría de Hacienda.
La coartada de la seguridad nacional, hay que decirlo, no alcanza para la justificación que equipara contratos de papelería con la intermediación en la compra de armas. El tamaño de la corrupción militar hasta ahora documentada es, en realidad, la punta del iceberg y se contrapone al mito reiterado por el presidente: el “Ejército-pueblo” se corrompe y se castiga según el grado y su funcionalidad en el nuevo arreglo.
Ideología armada
En febrero pasado, con la inminencia de la crisis sanitaria y la debacle mortuoria de los últimos cinco meses, no se advirtió lo suficiente sobre la consolidación del nuevo arreglo entre AMLO y el Ejército junto con su populismo armado. El Día del Ejército, en el escenario preferido del poder avasallante del presidencialismo omnímodo, el Zócalo, Andrés Manuel López Obrador dio un breve, enigmático y críptico discurso de alabanza a los militares, agradeciendo que no han cedido a la tentación golpista.
Nunca aclaró las supuestas amenazas que justificasen la mención y su dicho sólo alineó el pensamiento de sus panegiristas y propagandistas que alegaban desde el año pasado el supuesto “golpe blando”. Lo cierto es que la celebración castrense se apropió no sólo de un espacio simbólico de gran significado político, sino que hizo patente el pacto con quien ahora ocupa el Palacio Nacional (el personaje antes que la investidura). Dicho pacto se sellaría no sólo con expresiones impropias de un Ejército deliberante y vigilante fustigando a otros poderes estatales (“Al sistema judicial le falta cumplir”: Luis Cresencio Sandoval, Excélsior, 6 de julio), sino con una declaración oficial y supuestamente programática del Ejército.
El Programa Sectorial de Defensa Nacional (2020-2024) dejó de ser el documento guía de definición de acciones de la Sedena para esta administración y se convirtió en un vehículo ideológico y algo más, con graves consecuencias para la democracia del país. Contrario a toda lógica de planeación administrativa, los militares hacen coincidir acciones programáticas contraponiendo los “principios rectores” del Plan Nacional de Desarrollo escrito por el presidente: “No al gobierno rico con pueblo pobre”; “Al margen de la ley, nada; por encima de la ley, nadie”; “No dejar a nadie atrás, no dejar a nadie fuera”; etcétera. Ausente de una visión de Estado e institucional, el documento destaca por su declaración de afinidad ideológica, pero más por su compromiso expreso que se mimetiza con el régimen actual. Haciendo a un lado su lenguaje abigarrado, se observa el aprovechamiento de las confusiones retóricas presidenciales para erigir al Ejército como garante del nuevo ejercicio del poder: del estado de derecho y la gobernabilidad del país pasa a justificar su contribución para “preservar la Seguridad Nacional y garantizar la Seguridad Interior” (p. 12) ; con el “cambio de paradigma en seguridad” reitera que, con base en el Programa de Seguridad Pública, “es necesario emplear el potencial del Instituto Armado para coadyuvar en el desarrollo económico nacional y sentar un precedente de gran trascendencia mundial… en la construcción de la paz por medio de un papel protagónico en la formación, estructuración y capacitación de la Guardia Nacional” (subrayado mío).
Más adelante el Programa señala a “las Fuerzas Armadas (como) un factor primordial para garantizar la seguridad, el orden interno y el bienestar social” (subrayado mío). Con esto se echa por tierra cualquier noción programática y declara a los militares con la “flexibilidad” necesaria para obedecer al presidente (adiós a los indicadores de gestión y al Programa de Seguridad Nacional). Los militares son ahora el paraguas omnipresente de la existencia societal del Estado mexicano y la garantía de viabilidad de la presidencia de AMLO: la ideología antes que el respeto al orden constitucional y a las instituciones.
La consigna de matar (de Michoacán a Tamaulipas)
La corrupción y el asesinato de civiles por militares son el corolario de la transformación de AMLO y difícilmente pueden ser anécdotas de un mal comportamiento excepcional, como tampoco es el uso faccioso y contrario al Derecho Internacional Humanitario, del Plan DN-III para operaciones de persecución y combate al crimen organizado (como el operativo contra El Marro). El tratamiento hasta ahora de la matanza de Nuevo Laredo, con los dichos contradictorios del presidente, la secretaria de Gobernación y el titular de la Sedena, apuntan a la reiterada práctica de evadir responsabilidad o minimizarlas, imputando a oficiales de bajo rango y a soldados rasos, con todo y el rosario de legislación y jurisdicción que se está violando por el presidente y, ahora sí, su Ejército. La supremacía civil no está en juego porque simplemente ya desapareció y lo que viene para críticos y opositores será una película que ya vimos en el pasado.
Texto publicado en la edición 2287 del semanario Proceso, cuya versión digital puedes adquirir aquí.