Opinión
Sedena y Salvador Cienfuegos: “golpe avisa”
Haber involucrado al Ejército y a la Marina en tareas que no les son connaturales a sus funciones y orígenes constitucionales ha expuesto a sus integrantes al poder corruptor de los ámbitos en los cuales han incursionadoCon la detención del general de división Salvador Cienfuegos Zepeda por parte de la agencia antidrogas de Estados Unidos (DEA) se rompe uno de los mitos reiterados del actual gobierno sobre el Ejército: los militares sí se corrompen y afectan a la institución a la que pertenecen, dañando sus atributos constitucionales y al país.
Con un débil razonamiento presidencial (16 de octubre) se pretende aislar (“encapsular” sería el término de moda) el arresto de Cienfuegos como muestra de la “degradación del régimen neoliberal” y marcar una diferencia temporal y cualitativa que no existe en términos objetivos, más que en el discurso manipulador del gobierno.
De hecho, el titubeante control de daños iniciado desde la noche del 15 de octubre por el estrecho círculo de confianza del presidente, lo único que puede lograr –sin proponérselo, claro está– es dañar aún más a la institución militar.
Pasmo “inédito”
En la historia del involucramiento militar de la lucha contra el narcotráfico y el crimen organizado en México ha habido procesos judiciales y señalamientos contra altos mandos militares e incluso acusaciones de esta complicidad que apuntaron a titulares de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) y de la Marina Armada de México (Semar), general Juan Arévalo Gardoqui y almirante Mauricio Scheleske Sánchez, respectivamente.
Sobre este último debe recordarse que estuvo al frente de la Semar en los dos primeros años del sexenio salinista y que su salida estuvo marcada por la sombra del narco y de las reglas no escritas del sistema político que, por cierto, sigue observando el actual gobierno.
Sin embargo, la detención de Cienfuegos, ya como exfuncionario militar en un cargo máximo de responsabilidad (en el “retiro”) por una autoridad policial de otro país, ejerciendo su competencia territorial, no tiene parangón ni referente.
De ahí la trascendencia del hecho que debería prender los focos rojos del gobierno de Andrés Manuel López Obrador en el sentido de apreciar de modo estratégico e integral sus implicaciones y probables consecuencias para su administración, e incluso su concepción de seguridad para el país.
Cienfuegos o Sedena: Síndrome García Luna
Mal tino el del presidente al poner a Cienfuegos en la misma tesitura del exsecretario de Seguridad Pública de Felipe Calderón. Los elementos de coincidencia (arresto en territorio norteamericano, investigación de la DEA, vínculos con el narcotráfico, judicialización en una Corte del Estado de Nueva York, etcétera), si bien le han servido a su retórica de cacería de brujas, el trazar el mismo tratamiento (dar de baja o expulsar de sus filas a todo lo que huela a Cienfuegos) le hará daño al Ejército, máxime si lo hace en forma ilegal y por consigna burocrática, como purgó a lo que quedó de la extinta Policía Federal y pasó a la militarizada Guardia Nacional.
Es un despropósito despojar a Cienfuegos de su naturaleza y alto rango militar y empezar a señalarlo, en su carácter individual, de “persona-delincuente”, a efecto de deslindar a la Sedena del descrédito y de la gravedad de los probables hechos criminales que se le imputan.
Se está recurriendo al viejo cliché de que quienes fallan son los individuos, no las instituciones, cuando el punto central es que la responsabilidad objetiva y legal recae siempre sobre individuos.
Es ingenuo pensar que aquello de lo que se le involucre y confirme a Cienfuegos no tendrá un impacto institucional. De ahí que también se pone en juego el acuerdo político-militar que López Obrador ha establecido con el actual titular de la Sedena, Luis Cresencio Sandoval, a quien designó bajo los usos y costumbres del degradado antiguo régimen (conocimiento personal previo cuando fue jefe de Zona Militar, igual que lo hizo Peña Nieto con Cienfuegos).
Militarismo transexenal
Del mismo modo, y no menos importante, se puede argumentar lo relacionado con los mandos castrenses en cada institución a lo largo de un sexenio. No se debe simplificar su existencia como “ejércitos sexenales” o pertenecientes a cierta herencia política.
El gobierno comete el error de no diferenciar que las rivalidades internas de cada organización castrense, que se expresan por grados, por generación, por pertenencia de armas y/o por subestructuras orgánicas, etcétera, desaparecen cuando se han definido los cuadros dominantes al inicio de una administración sexenal. El espíritu de cuerpo institucional es claro, independientemente que persigan objetivos políticos y/o económicos ajenos a su función constitucional (ese es otro debate).
El populismo militarista es el actual rostro de lo que hasta hace menos de una década era sólo la conservación y, si acaso, expansión gradual de prerrogativas y privilegios castrenses a cambio de plegarse a los caprichos del presidencialismo en turno, cuidándose de ciertos excesos (de ahí que exigieran “por escrito” ciertas órdenes presidenciales).
La crisis de inseguridad, la creciente violencia y el fracaso en el combate al narcotráfico y el crimen organizado en los últimos 20 años fueron el contexto para consolidar espacios de autonomía en el Ejército y la Marina, cuyo objetivo estaba trazándose desde el sexenio foxista en el contexto de la lucha antinarco.
Esto es visible en los cambios constitucionales y legales que hicieron posible que los militares adquiriesen carta blanca en las funciones (civiles) de seguridad pública: se les dejó fuera de la regulación de actividades de inteligencia en la Ley de Seguridad Nacional (2005); en la reforma fallida de dicha ley (2008-2011) se ampliaban sus atribuciones, mismas que lograron con exceso en el sexenio de Peña Nieto con la Ley de Seguridad Interior (2017-2018)… y con Andrés Manuel López Obrador lograron su coronación como guardia pretoriana de un régimen que los enaltece con poder político, recursos sin control… y armas (con un marco legal autoritario y rasgos fascistoides).
Las diferencias entre Cienfuegos y Cresencio Sandoval son sólo de forma en cuanto a su nivel protagónico, pero son idénticos en cuanto a la esencia de sus objetivos identitarios respecto de su origen castrense y de largo plazo en cuanto a su institución.
Esto queda claro en las expresiones públicas del actual titular de la Sedena (entrevista, Excélsior, 6 de julio; discurso ante el presidente el domingo 11 de octubre), igual que en sus omisiones (carta aclaratoria, 14 de octubre, que un subalterno envía a la redacción de El Financiero para refutar el contenido de la columna del periodista Raymundo Riva Palacio sobre la desnaturalización del Ejército). La homogeneidad institucional corre el riesgo de fracturarse con una purga a lo López Obrador.
La terca ambición
Haber involucrado al Ejército y a la Marina en tareas que no les son connaturales a sus funciones y orígenes constitucionales, ha expuesto a sus integrantes al poder corruptor de los ámbitos en los cuales han incursionado, del narcotráfico a las componendas y comisiones por adquisiciones o contratos en obras de infraestructura (civil), etcétera.
La detención de Cienfuegos difícilmente oculta el alcance del debilitamiento institucional y debiera obligar al presidente a ponderar el peligro de otorgar más poder a los militares: en los próximos días se concluirá la aniquilación de la Marina Mercante mexicana para favorecer al almirantazgo de la Semar; la Sedena pugna por imponer, guerra sucia de por medio, a uno de los suyos como Secretario de Seguridad y Protección Ciudadana (ante las ambiciones políticas de su actual titular), lo que contravendría el acuerdo de la reforma constitucional del año pasado; en tanto que la Guardia Nacional consolida su dependencia militar, mientras que la política de seguridad del país sigue sin hacerse presente y menos eficiente.
Tal vez habría de conceder algo de razón al argumento presidencial, el Ejército actual es otro, pero no el que supone y en el que cree López Obrador.