El fascismo inimaginable: la Casa Blanca en las series de televisión en la era de Trump

jueves, 23 de mayo de 2019 · 10:03
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- El presidente Donald Trump ha mostrado los límites de la supuesta democracia estadunidense. Uno de ellos es la incapacidad histórica de los ciudadanos de ese país para aceptar que su gobierno podría convertirse en una dictadura fascista. Propongo comentar el modo en que esa resistencia ha sido internalizada sintomáticamente por los campos de producción cultural al grado de que imposibilita siquiera imaginar el fascismo desde Estados Unidos. En medio de uno de los mayores escándalos en la historia de la política estadunidense, Trump ha sido investigado por su aparente colusión con el gobierno de Rusia para interferir en la elección presidencial de 2016. La investigación, dirigida por el fiscal especial Robert Mueller, duró 664 días –cuatro veces más larga que la de Watergate, el escándalo que puso fin a la presidencia de Richard Nixon en 1974– y concluyó con un reporte de 448 páginas que fue dado a conocer el pasado 18 de abril. El fiscal Mueller no encontró vínculos de colusión entre el presidente y el gobierno ruso, pero sí registró los intentos del presidente Trump por detener la investigación, lo cual podría implicar delitos por obstrucción de justicia. Pero como se anticipaba, William Barr, el titular del Departamento de Justicia, leal a Trump, se apresuró a distorsionar el contenido del reporte para exonerar a su jefe. Encima, la Cámara de Representantes, aún controlada por los demócratas, tampoco ha sabido proceder legalmente. Los diputados se confrontan con una regla no escrita en la política de ese país: no es posible emitir un indictment (una acusación formal) en contra de un presidente en funciones. Se refuerza así una máxima del gobierno de Nixon: lo que el presidente hace nunca puede ser ilegal. Esa razón esgrimida es parte de una tradición política que, aunque carece de fundamento constitucional, detenta un peso simbólico hasta ahora insuperable. De hecho, como admitía desde el año pasado uno de los analistas del Washington Post, ante tal incertidumbre legal “no hay manera de decidir este debate” porque ni aun la Suprema Corte de Justicia de ese país se ha pronunciado al respecto. No debe sorprendernos del todo que Estados Unidos, el agresivo poder imperial que se arroga el derecho de sojuzgar presidentes de cualquier región del mundo, sea incapaz de mirarse en un espejo. Como explica el historiador Greg Grandin, la sociedad política estadunidense está construida desde una mitología nacionalista que justifica la constante expansión de su dominio. Hasta el gobierno de Trump, afirma Grandin, Estados Unidos seguía atrapado en el mito de “una nación que creía que había escapado de la historia o que por lo menos avanzaba por encima de la historia”. Aun con la satrapía del gobierno de Trump, el mito persiste y se expresa mediante un pernicioso imaginario político que no admite presentar cargos a un presidente que todavía no deja la Casa Blanca. En la sociedad civil, ese imaginario marca también los límites del espacio sociopolítico, allí donde la clase creadora prefiere permanecer en los bordes de lo aceptable, o como diría el filósofo francés Jacques Rancière, de lo que resulta legítimo ver, oír y decir.  Los productos culturales de consumo masivo nos sirven como indicadores del profundo efecto hegemónico del autocomplaciente imaginario nacionalista de Estados Unidos. Como se sabe, el poder presidencial ha sido objeto de incontables representaciones en películas como The American President (1995), dirigida por Rob Reiner, y Air Force One (1997), dirigida por Wolfgang Petersen. En ambas, el presidente estadunidense –interpretado por Michael Douglas y Harrison Ford, respectivamente– además de un atractivo hombre blanco, es intelectualmente superior y progresista, el máximo ejemplo de una ética de trabajo valiente e incluso temeraria. En su libro The American President in Film and Television, el académico Gregory Frame explica que la ficcionalización del poder presidencial estadunidense obedece a un arquetipo que en las series de televisión se asocia con una recurrente “marca” que proviene de una muy depurada lista los más importantes iconos de la historia de ese país: el primer presidente, George Washington (1789-97), que lideró la guerra de independencia; el presidente Abraham Lincoln (1861-65), que abolió la esclavitud, y Franklin D. Roosevelt (1933-45), el presidente que sacó a la sociedad estadunidense de la peor crisis económica de su historia. Esta mirada sesgada de las películas y las series, dice Frame, “o tiene poco que ver con conceptualizaciones del verdadero presidente, o la relación entre lo real y lo ficticio es en sí mucho más compleja”. Esa complejidad puede apreciarse sobre todo en las series de televisión de las últimas dos décadas, cuando advertimos que en la frontera exterior del discurso nacionalista estadunidense existe un punto ciego que sólo en la época de Trump comienza a ser visible: el fascismo como una posibilidad real y latente en la presidencia de Estados Unidos. Me refiero, desde luego, a los dos polos de las fantasías televisivas sobre la Casa Blanca: las series The West Wing (El ala oeste) y House of Cards (Casa de naipes), que articulan con elocuencia una reflexión sobre los últimos 20 años de los gobiernos neoliberales estadunidenses, pero sin desafiar verdaderamente los linderos políticos de su discurso nacionalista. Cada una a su modo reafirma lo que el historiador australiano Ian Tyrrell denomina como la ideología del “excepcionalismo americano” al imaginar a su país como una singularidad en la historia universal que explica la supuesta supremacía política, económica y moral de Estados Unidos en el nuevo orden impuesto por el capitalismo global. En primera instancia, ambas series proponen interpretaciones radicalmente distintas de la Casa Blanca. The West Wing idealiza la rectitud del presidente, mientras que House of Cards examina su brutal ambición de poder. Desde una perspectiva más conceptual, las series se tensan alrededor de una disyuntiva recurrente en la teoría de Estado: el orden constitucional y legalista de una república democrática (The West Wing) ante el crudo realismo político del decisionismo presidencial (House of Cards).  Pero un análisis más detenido nos mostrará cómo, independientemente del tono complaciente o crítico que adoptan las series, ninguna consigue imaginar, ni siquiera intuir, el arribo a la presidencia de un político como Trump, cuyas tendencias fascistas han reactivado la xenofobia y el racismo en Estados Unidos como una dimensión constitutiva del nacionalismo supremacista blanco que fisura la ideología del “excepcionalismo americano”.    The West Wing fue concebida por Aaron Sorkin, el también célebre guionista de la película The American President y conocido por su apasionada defensa de los valores republicanos atribuidos a la democracia estadunidense: la libertad de expresión, el voto libre, el respeto a los derechos civiles y humanos, la continuidad del estado de derecho. La serie irrumpió en la televisión estadunidense en 1999 con el presidente Josiah Bartlet (Martin Sheen), un brillante político liberal del noreste del país con una cultura inaudita que lo mismo daba para citar con precisión versículos de la Biblia como los más oscuros conceptos legales en latín.  Al final de la segunda temporada, por ejemplo, indignado por la muerte accidental de su asistente personal y un fallido intento de asesinato que casi acaba con la vida de Josh Lyman, el subjefe de staff de la Casa Blanca, Bartlet ordena cerrar el acceso a la catedral de Washington, D.C. A solas, el presidente recrimina a Dios ser “un hijo de puta”. Luego, en perfecto latín, manda a Dios al diablo espetándole “¡eas in crucem!”, algo así como: “¡que te crucifiquen!”. (Notemos aquí incidentalmente la cuestionable elección del latín si se considera que el Nuevo Testamento está escrito en griego y que según Carlos V para hablar con Dios hay que hacerlo en español). Las siete temporadas de la serie, que culminó en 2006 –durante el segundo periodo presidencial de George W. Bush– nos permiten un acercamiento íntimo al modo en que Bartlet y su extraordinario equipo de colaboradores confrontan con éxito los más graves dilemas domésticos y globales. Entre otros episodios, atestiguamos cómo el presidente, tras un cuidadoso proceso legal, político y ético, ordena el asesinato encubierto del criminal secretario de defensa de Qumar, un imaginario país del Medio Oriente que concentra los peores estereotipos occidentales sobre Arabia Saudita, Irán e Irak. Más adelante, un escándalo nacional hace tambalear el gobierno de Bartlet: el presidente ocultó al público votante que había sido diagnosticado con esclerosis múltiple seis años antes de su elección presidencial en 1998. (A la distancia, la deshonestidad de Bartlet resulta honorable ante un presidente como Trump, que según The Washington Post, miente un promedio de 22 veces al día). En 2013, sin embargo, la plataforma en internet Netflix lanzó House of Cards, posicionada en el extremo opuesto de la imaginación política. El protagonista de la serie, Frank Underwood (Kevin Spacey), es un congresista demócrata traicionado por el presidente electo que incumple la promesa de nombrarlo secretario de Estado a cambio de su respaldo clave para la campaña presidencial. A lo largo de la primera temporada, Underwood desata una compleja estrategia de sabotaje que destruye el gobierno de su propio partido para proyectarse como presidente interino para después conseguir la reelección. El discurso exaltador de la presidencia estadunidense que prevaleció en The West Wing hasta el último capítulo, entra en crisis con la ambición, la mezquindad y la manipulación del derecho no sólo por parte de Underwood, sino de prácticamente todo el establishment político de Washington retratado en House of Cards.  “Ya no estamos comprometidos por ninguna alianza. No servimos a nadie”, dice Underwood a su más cercano colaborador en el primer capítulo, haciendo eco de la frase en latín non serviam (“no te serviré”) que tanto en la Biblia como en el poema Paraíso perdido de Milton se atribuye al diablo al expresar su rebelión contra Dios.  El camino de corrupción de Underwood es en apariencia ilimitado: asesina a una periodista, lanza por una escalera a su secretaria de Estado, controla la opinión pública mediante conflictos fabricados para distraer la atención, traba alianzas con empresarios multimillonarios, traiciona, seduce, chantajea, golpea, intimida y finalmente prevalece. Pero aun con la abismal diferencia en su visión de la clase gobernante, The West Wing y House of Cards son en realidad dos extremos del mismo mito sobre la presidencia de Estados Unidos. En ambas series se muestran los límites de lo que ha sido posible pensar sobre el sistema político estadunidense incluso después de la elección de Donald Trump a la presidencia, en 2016.  Esto ocurre porque las dos series llegan al mismo impasse que fomenta una laguna en el espacio político estadunidense: el presidente puede mentir, incluso asesinar, pero nunca superará el blindaje del poder constitucional. En otras palabras, nunca podrá instalar una dictadura fascista porque el propio sistema del “excepcionalismo americano” se lo impedirá.   En ambos extremos, la pregunta sobre el presidencialismo estadunidense que abren las dos series se enfoca a la política liberal de ese país, a pesar de que las presidencias republicanas conservadoras como las de Nixon, Reagan, y Bush (padre e hijo) han sido tan relevantes en el siglo XX como las liberales de Carter, Clinton y Obama. Sin mayores sorpresas, para mucha de la crítica la presidencia de Bartlet se asocia con la de John F. Kennedy, el presidente liberal capaz de detener una amenaza nuclear y cuyos defectos de personalidad, lejos de desprestigiarlo, dieron profundidad a sus contradicciones humanas.  Y aunque podría asumirse que Underwood prefigura a Trump, el crítico Marlow Stern explica que “el show siempre ha representado la visión distorsionada que la extrema derecha tiene de Bill y Hillary Clinton”, pues retrata la ambición desmedida de una pareja de demócratas dispuesta a todo para mantenerse en el poder. Recordemos además que para 2013, cuando se estrenó la serie, Hillary Clinton ya había competido con Barack Obama por la candidatura presidencial del Partido Demócrata.  Así, tanto en The West Wing como en House of Cards, las contradicciones políticas sólo tienen sentido dramático precisamente porque tensan el supuesto liberalismo de los demócratas liberales con las más bajas formas de la política que el público de izquierda asume más prevalentes en el Partido Republicano. Con todo, ninguna de las series pudo anticipar la elección de alguien como Trump: la última temporada de The West Wing explora la elección del primer hispano a la presidencia, mientras que House of Cards se ocupa del sinuoso itinerario que Claire Underwood (Robin Wright) emprende de ser primera dama a la primera mujer en ocupar la oficina oval de la Casa Blanca.      Más allá de estas dos series, el fracaso de la clase creadora es generalizado: en 2017, tras el triunfo electoral de Trump, se reportó la caída de ratings de prácticamente todas las series de televisión o cable que retratan la presidencia o parte de la vida política estadunidense, como Scandal, Homeland, Madam Secretary, Designated Survivor y la misma House of Cards, que para cierta crítica se ha vuelto “irrelevante” porque los guionistas “no pueden imaginar algo tan extravagante como lo que está ocurriendo en la vida real de la Casa Blanca”. Resulta irónico en este contexto recordar que la serie de dibujos animados Los Simpsons fue el único producto cultural capaz de predecir la presidencia de Trump en el episodio 17 de su temporada 11, transmitido al aire en 2000, cuando The West Wing ya nos presentaba al presidente Bartlet hablando en latín en su primera temporada. Notemos, sin embargo, que ese capítulo, titulado “Bart to the Future”, hacía referencia al universo paralelo planteado por la ­película Back to the Future 2 (Volver al futuro 2) cuando un bully resentido aprovecha un viaje en el tiempo para convertirse en un multimillonario tirano de una ciudad entera. Pero notemos de nuevo que esos dos instantes muestran también la incapacidad de los objetos culturales por pensar políticamente: Trump era la ridícula fantasía de una caricatura sardónica basada en la cómica pesadilla de la realidad paralela de una película de ciencia ficción.  El influyente comediante y comentarista político Bill Maher ha insistido en que la presidencia de Donald Trump es un “lento golpe de Estado” que podría transformar su gobierno en una dictadura fascista. Incluso la líder demócrata en el Congreso, Nancy Pelosi, ha advertido que en medio de la actual crisis de poderes que experimenta Estados Unidos, no es inconcebible que Trump pudiera negarse a dejar el poder “voluntariamente” si pierde la reelección en 2020 por un margen cerrado.  La clase creadora estadunidense tiene aquí la responsabilidad urgente de comenzar a imaginar el fascismo que, para el horror mundial, acaso ya sea una realidad en el interior de la Casa Blanca.    Oswaldo Zavala es periodista y profesor investigador en la City University of New York (CUNY). Su más reciente libro es Los cárteles no existen. Narcotráfico y cultura en México (Malpaso 2018). Twitter: @oswaldo__zavala.   ____________ 1 Abby Vesoulis, “Mueller’s Investigation Lasted 674 Days. Here’s How That Compares to Other Probes”, Time (23 de marzo, 2019). 2 Me refiero a la célebre frase: “cuando el presidente lo hace, significa que no es ilegal” que Nixon dijo durante una entrevista con David Frost en mayo de 1977. Véase la transcripción completa de la entrevista en “I have impeached myself,” The Guardian (7 de septiembre, 2007). 3 Salvador Rizzo, “Can the president be indicted or subpoenaed?” The Washington Post (22 de mayo, 2018) 4 Greg Grandin, The End of Myth. From the Frontier to the Border Wall in the Mind of America (New York: Metropolitan Books, 2019, p. 9) 5 Gregory Frame, The American President in Film and Television: Myth, Politics and Representation (Berna, Suiza: Peter Lang, 2014, p. 3). 6 Ian Tyrrell, “American exceptionalism, from Stalin with love”, Aeon (10 de octubre, 2016). 7 Glenn Kessler, Salvador Rizzo y Meg Kelly, “President Trump has made 9,014 false or misleading claims over 773 days”, The Washington Post (4 de marzo de 2019). 8 Frame, The American President, p. 6. 9  Marlow Stern, “Forget Trump. ‘House of Cards’ Is How the Far-Right Sees the Clintons”, The Daily Beast (2 de junio, 2017). 10  Stephanie Marcus, “From ‘Scandal’ To ‘House Of Cards,’ Political Dramas Are Suffering In The Trump Era”, The Huffington Post (30 de mayo, 2017). 11 Megan McCluskey, “15 Times The Simpsons Accurately Predicted the Future”, Time (26 de febrero, 2018). 12 Lee Moran, “Bill Maher: Donald Trump’s Wall Emergency Is Part Of Slow-Moving Right-Wing Coup”, The Huffington Post (16 de febrero, 2019). 13 Glenn Thrush, “Pelosi Warns Democrats: Stay in the Center or Trump May Contest Election Results”, The New York Times (4 de mayo, 2019). Este ensayo se publicó el 19 de mayo de 2019 en la edición 2220 de la revista Proceso

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