Política

Mauricio Merino disecciona la “traición a las palabras” desde el poder

Quien fue consejero del primer IFE autónomo, el profesor e investigador Mauricio Merino presenta "Gato por liebre", libro en el que denuncia “la distorsión del lenguaje que emplean los poderosos para afirmarse en el poder”. Con la autorización del autor se reproduce su “Epílogo y lamento”.
domingo, 21 de enero de 2024 · 07:00

Epílogo y lamento

Mientras terminaba de escribir Gato por liebre, el Congreso mexicano aprobó la reforma electoral diseñada para limitar las capacidades del Instituto Nacional Electoral, influir en la confección del padrón electoral de las y los ciudadanos que viven en el extranjero y debilitar los candados impuestos a las personas servidoras públicas que hacen campaña a favor de los gobiernos para los que trabajan. Más tarde, la Suprema Corte de Justicia de la Nación anuló la legalidad de esa contrarreforma, pero no por su contenido sino por la forma en que fue aprobada. Así que la amenaza sigue vigente.

Escribí este libro para denunciar y discutir la distorsión del lenguaje que emplean los poderosos para afirmarse en el poder: el fraude que cometen sobre las palabras con el fin de que cobren significados afines a sus intereses. No se conforman con ejercer el mando, también aspiran a crear la imagen de una realidad que les conviene con solo nombrarla. Esa realidad no existe más que en sus discursos, pero hay otra que asoma con terquedad entre las líneas. Por eso necesitan renombrarla, someterla, recrearla y resignificar cada palabra para describir sus fantasías, esos demiurgos insaciables.

Hay otra forma más sutil de apropiarse del lenguaje y de los significados: el silencio. Uno de los personajes célebres de la historia del autoritarismo mexicano, el potosino Gonzalo N. Santos, escribió que la mejor forma de resolver un problema público era no nombrarlo.

Tenía razón: quien nombra, crea. En sentido opuesto, se destruye ignorando. En estas páginas he intentado, literalmente, contradecir las palabras pronunciadas desde el poder o, acaso, resistir esa embestida defendiendo el contenido de conceptos que han sido sometidos a la burla. Empero, me doy cuenta de que no puedo concluir sin advertir esa otra trampa del lenguaje: la omisión deliberada, la callada.

Para construir el imaginario que lo encumbra, el presidente López Obrador ha ignorado una parte fundamental de la historia reciente del país: la transición democrática, que comenzó y avanzó con quienes fueron sus mentores (que no sus maestros) ha sido diluida entre los velos oscuros del neoliberalismo. Como si todo fuera una y la misma cosa, el cambio de régimen político, que, entre otras evidencias, le permitió arribar hasta la jefatura del Estado mexicano sin derramar sangre, se ha destilado como una misma noche que ni siquiera merece ser nombrada. Desde su mirador, no hubo transición, no hubo cambio de régimen, no sucedió nada que no fuera una larga secuencia de fraudes para impedirle a él —a él en lo particular— ocupar los más altos cargos de la República: el de jefe de Gobierno de la capital y el de presidente.

Quizá la omisión obedece a un error de lectura histórica: el líder decidió que su epopeya sería la Cuarta Transformación de México, porque quiso compararse con los héroes que nos dieron patria –como nos enseñaron en la educación pública, con los gigantes de la Reforma y el Benemérito de las Américas y con los caudillos de la Revolución. Nada menos. Es probable que haya pensado también en los momentos en que México ha derramado sangre: la Independencia, la Reforma, la Revolución así con mayúsculas, guerras civiles que causaron muchas muertes. La transición democrática fue, en cambio, más bien pacífica. En su transcurso hubo muertes, desaparecidos y guerra sucia, pero no fue un movimiento armado; como escribí antes, fue una transición votada. En la lógica de quien ha decidido compararse a sí mismo con el panteón heroico de México, esa ausencia de violencia política generalizada durante los años de la transición quizás haya influido en su decisión de ignorarla.

AMLO. Error de lectura histórica. Foto: Archivo Procesofoto

Aun así, el error persiste y la transformación que el presidente dice encarnar en su persona tendría que ser, acaso, la quinta. Es imposible que el cambio de régimen del fin del siglo XX y principios del XXI le haya pasado inadvertido o que se haya confundido con decisiones de política económica. El México en el que se formó el titular del Estado mexicano era gobernado por un solo partido: con muy contadas excepciones en algunos municipios y un puñado de diputaciones otorgadas simbólicamente por las reglas electorales, todos los cargos del país que había antes de la ruptura encabezada por el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas estaban ocupados por militantes del PRI. 

También el presidente López Obrador militaba entonces bajo esas mismas siglas. ¿No se percató de la mudanza que sobrevino durante la década siguiente? Una vez más, es imposible que le haya pasado inadvertida, pues en los noventa ya presidía uno de los dos partidos de la oposición que le dieron vida al cambio del régimen político: a la que fue, parafraseando la retórica en uso, la verdadera cuarta transformación de la vida pública de México.

En aquellos años no solo se crearon las instituciones electorales que habrían de conducir ese proceso y en cuya integración –me consta personalmente participó también el actual presidente del país, como cabeza del partido que reunía a la izquierda. No solo ocurrió eso, sino que la pluralidad política fue desplazando voto por voto al partido que fue hegemónico: el rasgo que marcó esos años fue la alternancia en los cargos públicos municipales, en las diputaciones locales y las federales, en el Senado y en las gubernaturas de los estados.

El PRI no solo perdió la mayoría calificada y el gobierno de la capital hacia el final del siglo, sino que fue perdiendo también otros cargos locales por todo el territorio nacional. Nunca hubo, en toda la historia mexicana, un reacomodo de fuerzas políticas más extendido ni más profundo que el que sucedió entre 1994 y 2000. Nunca. Como bien se sabe, al comenzar el siglo XX la gran mayoría de las y los mexicanos ya habían vivido esa alternancia entre partidos en sus estados, en sus municipios y en los congresos y entonces, como si fuera una implosión, el PRI perdió la Presidencia de la República en elecciones que nadie puso en duda. Ese mismo año, además, Andrés Manuel López Obrador ganó la Jefatura de Gobierno del Distrito Federal.

Fox. Alternancia en el año 2000. Foto: Ulises Castellanos 

Gracias a esa mudanza, las instituciones del país que antes estaban sometidas al control férreo del Poder Ejecutivo comenzaron a cobrar vida. Los gobernadores que pasaban desapercibidos se volvieron relevantes –para bien y para mal; surgieron los así llamados gobiernos divididos, que designaban los casos en los que partidos diferentes encabezaban los Ejecutivos y los Legislativos estatales; más de un millar de ayuntamientos albergaron alcaldes de partidos postulados por partidos de la oposición al viejo régimen; y, en armonía con esa nueva fisonomía política, también los poderes judiciales fueron ganando independencia y visibilidad. Nadie capaz de comprender podría negar que la transición democrática cambió dramáticamente la composición del poder en México ni tampoco que, entre los actores políticos más destacados de aquella época, estuvo siempre el actual presidente de México.

Fue por la impronta de su liderazgo, acrecido después del conflicto electoral de 2006 –en el que se produjo un empate que sembró un caudal de dudas sobre el verdadero vencedor de esos comicios–, que hubo una nueva reforma electoral y nuevas reglas para inyectarle bríos a la transición en curso. Y más: después de las elecciones de 2012, en las que volvió a ganar el PRI después de los tropiezos de los primeros gobiernos de alternancia, hubo otra reforma, animada en buena medida por la posición tenazmente crítica de quien ya se alzaba como el líder de la oposición, cuyo fin era minar la influencia de los gobernadores en los comicios estatales y dar paso a la creación del Instituto Nacional Electoral. 

Protesta de López Obrador en la CDMX. Foto: Proceso

En el mismo año que vio nacer a esa institución, surgió también el nuevo partido concebido y dirigido por y para Andrés Manuel López Obrador: la historia de Morena, desde 2014, ha estado indisolublemente vinculada a la historia del Instituto que organizó todas las elecciones en las que ese nuevo partido ha participado y ganado mayorías indiscutibles, incluyendo la Presidencia de la República en 2018. ¿No atestiguó ese personaje nada de lo que ocurrió durante aquellos años? ¿No fue, acaso, el principal beneficiario de las nuevas reglas y de la nueva composición del régimen político?

Vuelvo al poder de las palabras: sin ninguna duda, el presidente mexicano sabe de sobra que hubo una transición democrática. Es imposible suponer siquiera que lo ignora. Sin embargo, ha preferido acallarla y ha creado una realidad imaginaria, según la cual todo lo sucedido no fue sino la continuación del viejo régimen, además de decir que las instituciones electorales que lo cobijaron para ganar las elecciones, hicieron fraude siempre: siempre. 

Montado sobre esa negación de los hechos que él mismo protagonizó, ha decidido destruir la obra colectiva. Desconocer la transición para borrarla del lenguaje y de la memoria pública para intervenir con desenfado en la organización electoral.

No quiero cerrar este volumen reproduciendo el debate que está en curso ni añadiendo leña al fuego. Por el contrario, lo que lamento es que a través de la traición a las palabras se hayan encendido las hogueras que creíamos apagadas para siempre. Me duele la destrucción de las instituciones que se fueron construyendo palmo a palmo durante el cambio de régimen: las electorales antes que ninguna, pero también las que fueron despojando a los presidentes del poder que reunían antes, para contrapesarlo poco a poco en áreas neurálgicas del Estado mexicano: el acceso a la información, la regulación de los mercados, la producción de energías limpias, la administración de la justicia, el combate a la corrupción. Todo eso se ha venido minando o destruyendo mientras se miente ocultando la verdad.

Quisiera equivocarme al advertir que esa devolución a los tiempos idos será violenta. No solo por la violencia que ya supone, de suyo, la negación de un proceso que tomó décadas de luchas y de esfuerzos para tres generaciones. No solo por la vuelta atrás en el curso de la historia mexicana. Me preocupa la violencia lisa y llana que podría vivir nuestro país si las elecciones, a pesar de todos sus defectos, dejan de ser una opción para liberar agravios del pasado e imaginar futuros.

INAI. Contrapeso del poder en riesgo. Foto: Octavio Gómez 

La energía política es como el agua acumulada: lo sabe de sobra el presidente tabasqueño. Los partidos y las elecciones le dan cauce y la convierten en fuente de la vida. Pero si se clausuran esas vías de escape, el agua arrastrará consigo todo lo que impida su salida. No quiero abusar de la metáfora: lo que me interesa subrayar es que, a despecho de la voluntad del jefe del Estado, México ya no es el que fue durante el siglo XX. Clausurar la pluralidad en aras de la polarización –que, por definición, es un llamado abierto a la confrontación– es, por decir lo menos, una apuesta irresponsable.

Me gustaría borrar este lamento en ediciones posteriores de este libro. Comerme mis palabras. Hoy deseo escribirlas, porque la democracia no es guerra, en ninguna de sus acepciones. Y queremos vivir en paz.

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