México vs. Bolivia: El intrincado camino de la justicia internacional
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- El pasado 26 de diciembre, en apego a la Convención de Viena –que norma las relaciones entre las sedes y el personal diplomático con los países–, el gobierno de México anunció que presentaría un recurso ante la Corte Internacional de Justicia (CIJ) de la ONU para que se respete y preserve la seguridad e integridad de su embajada en Bolivia.
Funcionarios mexicanos destacados en La Paz habían denunciado que fuerzas del orden bolivianas, en gran número y fuertemente armadas, así como grupos civiles agresivos, rodeaban la legación diplomática, perseguían a los vehículos oficiales y hasta drones sobrevolaban el área de sus instalaciones. El personal y la embajadora Teresa Mercado eran hostigados, lo que al final derivó en su expulsión del país andino como “persona non grata”.
La situación provocó inclusive un fuerte intercambio verbal entre los dos gobiernos. El presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, y su canciller, Marcelo Ebrard, externaron que ni en los tiempos de las peores dictaduras militares sudamericanas, incluidos los gobiernos golpistas bolivianos, sus sedes diplomáticas habían sufrido tal acoso por proteger a sus opositores.
En respuesta, el expresidente y actual delegado del gobierno de facto de Bolivia ante la comunidad internacional, Jorge Tuto Quiroga, calificó a López Obrador de “servil y sumiso” con Donald Trump, y de “cobarde matoncito” con la presidenta interina Jeanine Áñez. También lo acusó de “protector de tiranos”, no sólo refiriéndose a Evo Morales, sino a los mandatarios de Cuba, Nicaragua y Venezuela. De Ebrard dijo que estaba haciendo “futurismo político”.
El canciller mexicano explicó que ante ese clima de hostilidad, la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) ya había emitido tres notas diplomáticas, acudido a las organizaciones de Naciones Unidas (ONU) y de Estados Americanos (OEA) y establecido contactos con otros gobiernos de la región, hasta que se decidió presentar un instrumento jurídico contra Bolivia ante la CIJ.
Según el titular de la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE), el acoso por parte del nuevo gobierno boliviano se inició desde el momento en que México otorgó asilo a Evo y le ayudó a abandonar el país. Pero el hostigamiento contra la embajada mexicana se tornó virulento cuando cinco exministros, un exprocurador, un exgobernador y otros dos funcionarios afines al Movimiento al Socialismo, de Morales, se refugiaron en ella, luego de que Áñez anunciara una “cacería” para detenerlos.
Y México teme que para ello se ejerza alguna acción de fuerza contra su legación.
Pero a su contraparte boliviana no parecieron inmutarle los argumentos jurídicos ni la denuncia ante la CIJ. Tanto el ministro de Gobierno, Arturo Murillo, como la canciller, Karen Longaric, adujeron que los exfuncionarios asilados en la embajada mexicana no eran “presos políticos” y se les buscaba por “delitos del fuero común”, como sedición y terrorismo. Y también consideraron que Evo había violado acuerdos internacionales al hacer declaraciones públicas sobre la situación política de Bolivia desde su exilio en México.
Ciertamente el artículo 14 de la Declaración Universal de Derechos Humanos aclara que el asilo político no es ilimitado, ya que “no se concede a perseguidos que quieran evitar el enjuiciamiento por delitos no políticos o actos contrarios a los propósitos y principios de la ONU”. Y cita como ejemplo crímenes de guerra, contra la paz o la humanidad. Pero más allá de la desmesura de los cargos contra los funcionarios asilados, que no se sostienen jurídicamente, las órdenes de aprehensión fueron giradas por Áñez después de que México ya les había concedido el asilo, y no pueden aplicarse en forma retroactiva.
En cuanto a las declaraciones políticas de Evo en territorio mexicano, es elemental suponer que un asilado no puede conspirar ni planear acciones criminales o de fuerza desde su país de acogida; pero la Constitución local le garantiza a refugiados y asilados las mismas libertades que a cualquier otro ciudadano, entre ellas la de expresión. Y que se recuerde, en los setenta y ochenta del siglo pasado, cuando se dio un gran flujo de asilados políticos de las dictaduras centro y sudamericanas –incluidas las bolivianas– a México, éstos no se vieron limitados en sus expresiones político-ideológicas e inclusive formaron grupos y participaron activamente en la vida académica, periodística y artística del país.
México, además, tiene una larga tradición en materia de asilo. Están los miles de refugiados españoles que tras la Guerra Civil huyeron del franquismo. Y casos como el del expresidente argentino Héctor J. Cámpora, que perseguido por los militares permaneció tres años asilado con toda su familia en la embajada mexicana en Buenos Aires. O, a semejanza de lo que ahora hizo López Obrador con Evo, el avión que el expresidente Luis Echeverría mandó a Chile para rescatar a Hortensia Bussi, la viuda de Salvador Allende.
En cuanto a la presencia excesiva de efectivos armados en torno de la embajada de México –que llegaron a ser casi un centenar–, el Ministerio de Seguridad boliviano adujo que se pretendía evitar una posible fuga de los asilados hacia la frontera con Argentina, pero sobre todo dar respuesta a una solicitud de “protección” de la propia legación. En apoyo, el Ministerio de Relaciones Exteriores boliviano publicó dos cartas con sello y firma, pidiendo que “se garantice la seguridad adecuada para preservar la integridad del personal y los inmuebles de esta representación (mexicana)”.
Las cartas hacían mención a una serie de protestas por parte de opositores a Morales y vecinos del coto donde se ubica la embajada, que cada día se habían vuelto más virulentas. Al final, el número de agentes del orden se redujo considerablemente después de las quejas de México, no así el de grupos civiles, que inclusive organizaron “guardias” de vigilancia.
Esta situación también está prevista en el derecho de asilo, que no sólo contempla la protección ante “actos, amenazas y persecución de la autoridad”, por motivos de raza, religión, nacionalidad, oposición política o pertenencia a un grupo social, sino también de “personas o grupos que hayan escapado a su control”. En este caso, más que fuera de control, parece una licencia deliberada.
Pero todo esto tiene que analizarlo la CIJ, el máximo órgano judicial de la ONU, y el proceso puede ser largo. Tanto, que muy probablemente el actual gobierno interino de Bolivia ya no esté en funciones; y el de López Obrador quién sabe. Porque primero se tiene que dilucidar si el juicio procede; luego vendrán la recopilación de pruebas y los alegatos; enseguida las deliberaciones y, al final, el fallo. Es decir, meses o años.
De cualquier manera, si el gobierno mexicano no se desiste o los dos países llegan a un acuerdo, el proceso seguirá adelante, porque son los Estados y no los gobiernos los denunciados y denunciantes (no confundir con la Corte Penal Internacional, que juzga individuos y donde las denuncias pueden ser presentadas por entes privados, sociales, gubernamentales o el propio Consejo de Seguridad de la ONU). Y sus fallos son inapelables y de cumplimiento obligatorio, aunque en los hechos no siempre ocurra así.
México, por ejemplo, tiene el antecedente del caso Avena, que se abrió debido a una demanda del gobierno mexicano contra Estados Unidos, por violaciones a la Convención de Viena sobre Relaciones Consulares. Éstas impidieron a 51 ciudadanos mexicanos que cometieron delitos en territorio estadunidense acceder a apoyo consular durante su juicio, y fueron condenados a la pena de muerte.
Este caso se resolvió bastante pronto, ya que se presentó en enero de 2003 y el fallo fue en marzo de 2004. Sin embargo, y a pesar de ser vinculante, a casi 16 años México sigue batallando para que las autoridades estadunidenses lo apliquen. Tanto, que el 20 de diciembre pasado la Asamblea General de la ONU aprobó una resolución sobre “la necesidad de su inmediato cumplimiento”.
Desde un principio, Washington alegó que se trataba de una interferencia en sus órganos jurisdiccionales y una intromisión en su soberanía, a pesar de que, como miembros de la ONU, los Estados no pueden excusarse en su derecho interno. A lo largo de este tiempo, y pese a todos los esfuerzos diplomáticos y legales, seis ciudadanos mexicanos que no tuvieron ese apoyo han sido ejecutados por las cortes de Texas.
Bolivia, por su parte, ha tramitado dos casos en la CIJ, ambos contra Chile. El primero, presentado en 2013 por el gobierno de Morales, argumentaba que el gobierno de Santiago tenía la obligación de sentarse a negociar con el de La Paz, para encontrar una solución a la demanda histórica de recuperar una salida al mar, perdida en la Guerra del Pacífico de 1879. El juicio duró cinco años, y en octubre de 2018 la Corte falló que Chile no tenía ninguna obligación de negociar con Bolivia, porque ésta esgrimía argumentos históricos y políticos, pero no legales.
En el caso del río Silala, iniciado en agosto de ese mismo 2018, el ejecutivo boliviano reclamó que el caudal era de Bolivia porque nacía en el Departamento de Potosí, y Chile habría desviado sus aguas de manera artificial para usos agrícolas y de minería, sin pagar una retribución a cambio. El gobierno chileno considera que se trata de un río internacional, y tiene derecho a él sin pagar por ello. El litigio de momento sigue en curso, pero no se sabe si el actual o el próximo gobierno boliviano lo continuará.
Tampoco se sabe si el recurso interpuesto por Ebrard seguirá adelante. Después de la llegada a La Paz del experimentado diplomático Edmundo Font como encargado de negocios de la acéfala embajada mexicana, el belicoso Tuto Quiroga abogó por buenas relaciones con México, aunque siguió justificando la actuación boliviana ante la “hostilidad” del gobierno de López Obrador. El camino todavía se observa muy intrincado...